Un artista muy querido

Esto que les cuento es una sencilla anécdota que me sucedió cuando fui a reservar una habitación en un hotel de una ciudad muy cosmopolita. Me hallaba ante el mostrador de recepción facilitando mis datos al empleado de la misma, cuando hube de interrumpirme al vislumbrar una continua llegada de damas de muy buen ver cercanas a la treintena de edad.
– Perdone mi distracción, muchacho. La presencia de estas damas es muy perturbadora – me disculpé ante el recepcionista.
Desde luego que lo era. Con lo bellas que eran todas ellas, al mismo tiempo les caracterizaba un único fallo; todas eran tuertas de un ojo porque portaban un parche muy hermoso, ora en el ojo izquierdo, ora en el ojo derecho.
Las mujeres se reunían en comandita de vez en cuando y cuchicheaban entre ellas en voz muy baja. No hacían más que mirar hacia las escaleras que llevaban a las habitaciones y observar las puertas de los ascensores.
Justo cuando estaba terminando de inscribirme, las puertas de un ascensor fueron abiertas de par en par, saliendo al exterior del vestíbulo un caballero vestido de manera muy singular. Eran vestiduras muy caras las suyas, pero igualmente extravagantes en si.
La totalidad de las mujeres parecían ser admiradoras del recién aterrizado. Dejaron de murmurar por lo bajini, elevando sus voces hasta ser gritos desaforados.
– ¡Allí está! ¡Allí! – exclamaron todas, seguido de improperios de muy mal gusto.
El hombre fue pillado por sorpresa. En su rostro quedó reflejado un terror semejante al reconocimiento de la presencia de la suegra en una visita relámpago a su casa, pillándole en paños menores con la vecinita en vez de con la hija de su madre política.
– Chicas, no, por favor – imploró alejándose de ellas, precipitándose hacia la salida.
– ¡A por él! ¡Que no escape! – chilló una de las chicas.
Y enarbolando todas ellas estacas, bates de béisbol y sacude colchones, fueron siguiendo su estela ya fuera del hotel en donde iba a alojarme tan plácidamente.
Me volví cara al recepcionista.
– Caray. Hay seguidoras muy extremas. A ese personaje tan famoso, lo quieren a morir – le dije.
– Querrá usted decir que lo que quieren es aplicarle una buena tunda – me corrigió.
Le miré muy intrigado.
– ¿Acaso conoce quién es ese pobre diablo? – pregunté con ganas.
El muchacho me sonrió de buena gana.
– Es el famoso lanzador de dardos Fabricio Colomi. Suele ejecutar el número con los ojos vendados. Y todas esas chicas debieron de ser sus ayudantes alguna vez…, hasta el instante de una desafortunada actuación.

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