Superando límites insospechados

A un tal Dimitri Venko, los científicos enajenados de un centro de investigación militar en Siberia occidental, enclavado a 157 Km. de las orillas sólidas del río Obi, le fue extirpada la glándula pineal en los inicios de la puericia, provocándole una precoz madurez corporal y un anticipado desarrollo intelectual. Era considerado un niño prodigio. Con tan sólo diez años había urdido la trama de dos novelas de ciencia ficción de indudable calidad literaria y científica, cuyos argumentos del todo creíbles por la enorme veracidad con que estaban expuestos, estaban basados en los poderes paranormales y extrasensoriales que, en cierta manera, él mismo poseía.
Sus logros… Su talento en sí era puramente artificial. No había sido dotado de forma natural. En él no había nada de místico o divino. En pocas palabras, no le DEBÍA a Dios que pudiera desplazar objetos a su entero antojo, ni que pudiese leer lo escrito y sostenido en un libro de ensayo sin antes haberlo abierto por una de sus primeras páginas. El ciudadano Venko, de origen ucraniano únicamente de parte materna, fue cumpliendo con un cierto orden preestablecido de entrada al brote de su propio nacimiento, cubriendo así las primeras etapas de la vida. Atrás quedó la pubertad y la adolescencia. Cuando cumplió los veinte años, el general Goris Vanessian, cirujano jefe de la base militar Uva Gris destacada en el corazón gélido de Siberia, decidió experimentar con una segunda intervención quirúrgica en el encéfalo del paciente Venko. Buscaba desarrollar y amplificar los parámetros lógicos y cognoscitivos de su intelecto, hasta sobresaturar su inmensa y casi endemoniada inteligencia hasta dejarla inactiva, o como mal menor, en estado latente.
En esta ocasión, Venko fue más difícil de convencer para pasar por la aséptica mesa de operaciones. Ya no se hallaba en las condiciones más apropiadas de asentir ante todo cuanto se le ordenase. Ni tenía los tres años naturales de la primera incisión en el córtex de su cerebro. El paciente era conocedor de su nada idílica situación de mero conejillo de indias. Era el primero de su súper especie en disfrutar de los conocimientos adelantados de la compleja mente humana; unas habilidades antinatura que, en la mayoría de los seres humanos coexistentes en el planeta, permanecen adormecidas.
Como queda anteriormente dicho, quienes poseían poderes extrasensoriales, o bien lo heredaban genéticamente, o lo hacían bajo un irracional matiz divino. Venko hacía alarde de sus pensamientos móviles o visuales sin mayor esfuerzo de concentración. Para él, era un símil audiovisual: cuando quería, apagaba la excitación del centro nervioso, y cuando lo requería, esta era encendida. Obviamente, en infinidad de “experimentaciones sensitivas”, se le instaba con hieratismo a poner en práctica el uso de sus privilegiados poderes. Conforme Venko fue adquiriendo excesiva notoriedad, sus sentimientos de carácter indómito fueron chocando de frente con las órdenes del colectivo, impartidas desde un nivel superior jerárquico. Debido a su rebeldía ya incontenible, Venko permanecía recluido “sine die” en un centro de experimentación biológico neuronal e iba a permanecer privado de libertad absoluta de movimientos y pensamientos hasta que “alguien” decidiese que era… prescindible.
Venko vislumbró que su figura extraordinaria llevaba camino de estar de sobra en el organigrama básico de la base científica cuando empezó a fijarse que iban llegando niños de dos y tres años arrebatados a sus madres, reclusas de un campo de deportadas y destinadas a trabajos forzados de por vida. Por lo que supo averiguar tras el sondeo de diversas mentes implicadas en el proceso de selección, el índice de natalidad de la prisión se debía a simples violaciones selectivas. En la mayoría de los terribles casos, las madres elegidas para concebir en contra de su voluntad eran jóvenes preferiblemente sanas. El que dispusieran de un alto coeficiente intelectual era un añadido previsible. Una vez que daban a luz, y tras un corto período de atención maternal, quienes concibieron el experimento del “Alumbramiento del pensamiento tibio”, consideraban el momento de desligar todo contacto físico y emocional de la criatura con su madre dispuestos a encumbrarla para el beneficio propio de la única y gran Madre de todos los estados soviéticos.
Venko presagió con acierto que su fin existencial estaba próximo. A efectos de salud, estaba perfecto, sin la menor tara física o psicológica. A niveles operativos… estaba acercándose a la inactividad social.
El experimento insano insistía en profanar el campo intuitivo de la normalidad, traspasando el umbral que separaba y delimitaba el afán de notoriedad y soberbia de los hombres con respecto a los límites del territorio donde palpitaba el oscuro y arcano temperamento de un ser indudablemente TODOPODEROSO y ETERNO que los había creado a su imagen y semejanza. La recolección de infantes seguía su tétrico curso. Los promovedores del proyecto hecho realidad ponzoñosa adecentaron un ala del hospital militar, transformándolo en un jardín de infancia, con las dependencias del REPOSO reconvertidas en comedor, guardería y dormitorios de medidas estándares. Venko pudo observar con curiosidad que cada niño elegido para el incremento de sus capacidades psíquicas disponía de su correspondiente niñera, todas mujeres militares del ejército regular ruso.
Esto era lo peor de todo. El conocimiento intrínseco de los entresijos de la operación “Alumbramiento del pensamiento tibio” era muestra clara y diáfana de su inminente eliminación.
A Venko le estaba permitido libre acceso a todos los sectores médicos de la base, excepción hecha de la zona hospitalaria donde hallábanse Cirugía y Neurología. Así pudo profundizar en los detalles principales con el médico y general Vanessian. Y cuando supo que éste planeaba practicarle un segundo retoque en la epífisis, Venko intuyó que ese trastornado y delirante manipulador de conciencias ajenas ansiaba propiciar su muerte, o como simple mal menor, trepanarle el cráneo por el frontal, haciendo del método de la lobotomía la cumbre de la estolidez. De este modo, Dimitri Venko pasaría a ser catalogado como el “Caso Venko”.
El resumen de su inadmisible vida incluía tres ciclos clasificados correlativamente de la siguiente forma: una salida del útero materno (equivalente a la NORMALIDAD); la instrumentalización de su conducta, manipulando su glándula pineal y estimulando sus sentidos adormecidos (dándole cabida al disfrute de una amplia gama de DONES, jamás utilizados enteramente por un único ser humano, considerando esta fase la del APOGEO); y la DECADENCIA FINAL, donde, o bien rebosaría cretinismo por los cuatro costados, o bien le correspondería ataviarse la mortaja que envuelve a todo cadáver antes de su entierro.
Venko estaba resentido contra sus superiores. En un grado sumo les había servido de gran utilidad para llevar a cabo cada anotación y rectificación sobre la marcha del experimento. “Alumbramiento del pensamiento tibio” continuaba disfrutando del refrendo por parte del Kremlin, satisfecho de como este iba evolucionando. Las subvenciones destinadas al progreso del experimento secreto de la base militar “Uva Gris” llegaban con la misma facilidad que el agua a una bañera nada más girar la manivela del grifo. Venko había asumido la particularidad de sus dones innaturales. De niño, desplazar pupitres, sillas y objetos decorativos en la sala del ALUMBRAMIENTO era tratado desde la perspectiva de un mero juego infantil. La mayoría de los infantes rusos carecía de los adelantados divertimentos de sus réplicas occidentales, habida cuenta del nivel de pobreza del habitante medio. El presupuesto estaba estructurado para mantener las líneas defensivas de las repúblicas socialistas soviéticas a salvo de cualquier futura pretensión ofensiva del enemigo situado tan lejos y al mismo tiempo tan cerca de su frontera desde la venta de Alaska a los EE.UU. El ejército era el PUEBLO, y por el ejército el cinturón de cada cual era ajustado al máximo.
Venko desconocía el nivel de vida medio de sus camaradas. Toda su existencia había sido llevada entre las paredes, corredores y muros de la base militar, y dentro de la misma su libertad de movimientos se circunscribía a ciertas zonas, el área considerado amarillo. La otra zona, el área azul, que representaba las partes esenciales del desarrollo de la investigación, le estaba completamente vedado. Y eso en sus buenos tiempos. Ahora que estaba “maldito”, residía en una parcela acotada dentro de la zona hospitalaria. Se llamaba la zona de Venko…
Venko relacionó su cautividad con el sentimiento inabarcable de la araña, que teje su filamentosa telaraña en un rincón del techo con la pared, y fuera de ubicación, desconocía todo cuanto acontecía en el resto de la habitación. Visto desde esa óptica, la educación recibida por parte de sus tutores y mentores le proporcionaba bancos de información sesgada que su mente engullía con voracidad de escualo, quedando almacenada en la memoria, presto a servirse de ella cuando fuese necesario. Habida cuenta que jamás iba a concedérsele visitar el mundo existente más allá de las paredes y pasillos de la zona Venko del centro hospitalario, sus conocimientos le fueron pareciendo cada vez más vacuos. Inservibles. Tanta información cultural, política e histórica, para nada. Tantos recursos matemáticos, físicos y químicos, destinados al olvido a medio y largo plazo. Sus vocaciones artísticas, referidas al mundo fascinante literario y de las artes plásticas, cada obra creada, era destruida y quemada en el incinerador una vez supervisada por el equipo de evaluación destinado a controlar sus avances y desafueros extrasensoriales. Y así supieron al tiempo que su individualidad era ingobernable. Porque todo lo que urdía con su mente, constituía un acto homologado por él mismo, acto inquebrantable ante cualquier sugerencia externa. Venko iba dominando las distintas facetas de sus dones, y conforme se iba haciendo con ellas, las fue puliendo. Ya no desplazaba frutas y bolas de petanca encima del tablero de una mesa. Estaba capacitado para levitarlas en el aire, mesa incluida, y en un punto central de concentración máxima, conseguía transformar su aparente apatía en destrozos de mayor o menor envergadura, retorciendo las patas de la mesa, enroscándolas, hasta hacerla estrellarse contra las paredes diez, quince, veinte veces…, reduciéndola a la condición de objeto inutilizable. Pero este rasgo de violencia reprimida no quedaba aquí, reflejado en la destrucción de un vulgar mueble metálico. Venko conseguía hacer que sus deseos ardiesen de impaciencia… Un libro podía ser leído con las tapas cerradas, y también podía ser prendido por una chispa invisible, Lo intangible corría serios visos de comportarse de forma natural, ardiendo como si Venko mismo hubiera aplicado la boquilla de un soplete, consiguiendo que la obra enciclopédica carbonizara hasta las guardas, con las cenizas ennegrecidas y volátiles ajetreándose en el aire, antes de posarse en el enlosado cuarteado del suelo con la suave gracilidad de la pluma de un faisán. Estos alardes entusiasmaron por un tiempo al equipo encargado de su seguimiento. Tenía por aquél entonces once años. Era el primer balaustre, que sumado a decenas de balaustres posteriores, servirían para crear la barandilla de una extensa y enmarañada escalera que conduciría a cualquier destino, menos al OLIMPO. Con la conformación de la balaustrada, la desmedida euforia inicial fue dejando paso a la rutinaria indiferencia de quien contempla un milagro repetido hasta la saciedad. Con la nueva hornada de niños prodigio inmersa en la trama del descabellado experimento, las “habilidades” de Venko pasaban desapercibidas, y llegado el caso de sincerarse, estaban siendo – en teoría – superadas por los poderes de los chiquillos. Venko estaba decididamente predestinado al olvido. Sólo había que aguardar a que el general Vanessian tuviera decidido ya tachar su identidad del listado de las cobayas mentalistas humanas.
En principio se tomaron todas las medidas de seguridad necesarias para afrontar proceso tan arriesgado. Venko estaba DESFASADO, pero la energía acumulada en su materia gris servía para plantar cara a una brigada de asalto entera. Para evitar una pérdida innecesaria de unidades, decidieron que lo mejor era administrarle un fármaco tranquilizante de efectos inmediatos en la comida.
El intento cayó en saco roto. Venko les adivinó sus intenciones de pretender inmovilizarlo.
Acto seguido, cerraron y sellaron la puerta de su diminuta estancia acondicionada como comedor individualizado.
Venko quedó encerrado.
No le hizo falta mirar por la ventanilla para saber que un contingente extraordinariamente armado permanecía alerta al otro lado de la puerta de acero. Venko pudo VISUALIZARLO a través de ella. Rostros adustos y atentos a la orden de carga. Pronto iba a abrirse la puerta de cierre hidráulico.
Dimitri Venko tenía veinte años en esa fase de su vida postergada al manejo frío y calculador de los mentores científicos encargados de bregar satisfactoriamente con el experimento del “Alumbramiento del pensamiento tibio”. El mismo había supuesto que su fin llegaría tarde o temprano. Por ello había preparado una táctica defensiva que iba a tornarse ofensiva, en busca del TODO o la NADA. La LIBERTAD SUPREMA, o la claudicación ante una acertada oscilación del filo de la guadaña de la MUERTE. Porque lo que Vanessian y sus huestes no sabían, era que el paciente Venko, conocido como “MENTE PRIMERA”, había decidido ocultarles un alto porcentaje de sus avances paranormales adquiridos en los últimos cinco años. Sus destrezas habían sido subestimadas por haber alcanzado ya un supuesto “apogeo” y un manifestado “nulo interés” por la siguiente fase del experimento por parte del aludido Venko. Y el operativo de ataque había mordido con presteza el cebo del anzuelo tendido por el insustancial y gris joven.
La compuerta emitió el sonido de apertura, y nada más iniciarse el hueco que permitiría que una persona de medidas normales pudiera tener cabida a través de él, se introdujo el primero de los aniquiladores, portando un Kalashnikov bruñido, engrasado y recién cargado. Venko no le permitió ni realizar el amago de posicionarse para disparar con cierta comodidad y puntería. Con enorme facilidad se apoderó de su mente juvenil y le hizo morir de una embolia cerebral. El soldado cayó desplomado contra el suelo, yaciendo a pocos pasos de la entrada.
La puerta quedó entreabierta. Dos militares más curtidos sustituyeron al joven soldado muerto de manera fulminante en acto de servicio. Apuntaron a la figura del iluminado, y cuando estaban dispuestos a abrir fuego, hilillos de sangre encarnada fluyeron de sus oídos, los tímpanos reventados y el cerebro descompuesto. Cayeron con flaccidez sobre el cadáver de su compañero, las armas diseminadas a los pies de Venko. No hizo falta que descerebrara a más militares, pues Vanessian dio la orden de retirada, cerrando la puerta a cal y canto.
Venko no iba a concederles un segundo encierro involuntario, encargándose personalmente de controlar el proceso de cierre automatizado, sustituyendo éste por el proceso inverso de apertura.
Un hombre apostado en el pasillo pronunció una imprecación contra la madre biológica de MENTE PRIMERA, antes de que la formación retrocediese escarmentada, atrincherándose en uno de los recodos. Venko escuchó con plena satisfacción el estrépito de los pasos retumbando sobre el piso. No le hizo falta asomar la cabeza para asegurarse de su posición defensiva al fondo del corto pasillo. Venko no tenía escapatoria. El comedor comunicaba con las demás dependencias de la zona Venko mediante ese corredor. Al fondo, en una esquina cerrada, tenía al pelotón de fusilamiento. Al otro lado, una pequeña porción de suelo que remataba en la pared de cierre, donde había un cuarto trastero para los encargados de la limpieza. Venko sonrió, demostrando una confianza en sus posibilidades francamente asombrosa. Recogió una de las armas de los soldados fallecidos, y sosteniéndola a una altura media, la mantuvo en vilo, sin que sus manos la tocaran. Determinó la funcionalidad del arma, centrándola en el pasillo, a la altura que la sostendría un soldado. La hizo desplazarse hacia el recodo, y focalizando su punto de mira desafiante en el parapeto del séquito exterminador del general Vanessian, descargó su furia plausible, pillando de sorpresa a dos soldados, de los cuales uno resultó muerto y el otro seriamente herido. El imprevisto ataque del “soldado invisible” hizo que surgiesen unos segundos de indecisión, circunstancia que fue aprovechado por Venko en beneficio propio para dirigirse medio agachado hacia el diminuto cuarto de limpieza. El subfúsil le cubría las espaldas, empleando parte de la munición disponible, arremetiendo esta vez sin tanta precisión. Cuando Venko concentró su atención en otro punto de mayor interés para él, el arma cesó de disparar, impactando bruscamente contra el suelo.
Vanessian ordenó a sus hombres que devolvieran cumplida réplica, pero cuando empezaron a asomarse por el recodo, no encontraron a nadie. Venko no estaba agazapado en el pasillo. Ni escondido en el comedor. El General reparó en el cuarto donde se guardaban los útiles de limpieza, y aferrándose firmemente a los pomos, tiró de las puertas hacia afuera. Su mente se enturbió al apreciar cómo parte de la pierna de Venko terminaba de desmaterializarse, atravesando la pared, evadiéndose de su cerco.
Vanessian acababa de descubrir que MENTE PRIMERA estaba capacitado para atravesar la materia sólida… Los límites de su fascinante mente no tenían fin. El muy sagaz los había tenido engañados todo estos años como a pardillos. Vanessian, rojo de indignación, conminó a los hombres que retiraran a los muertos, y con cuatro soldados como guardia pretoriana y abrigados para poder soportar los cuarenta grados bajo cero del exterior, fue en pos de Venko. Atajaron por una salida de incendios, corriendo en paralelo por la parte trasera del ala lateral. A un minuto de distancia real, dieron con huellas moldeadas en la nieve. Las huellas se encaminaban a las afueras del sector azul. Vanessian iba a ordenar a sus cuatro subordinados que rastrearan los alrededores a fondo hasta dar con Venko. Entonces fue cuando su ser se vio invadido por un fuerte dolor a la altura del pecho, en su lado izquierdo. Fue un ramalazo sordo e intenso, que no tardó en colapsarle el corazón. A pesar del intenso frío, el rostro del General enrojeció terriblemente, y con las piernas aflojadas, cayó de rodillas sobre la nieve, para después desmoronarse, envuelto en espasmos musculares. Los soldados huyeron atemorizados, decididos a no prestarle ninguna clase de ayuda.
Desde la perspectiva del suelo nevoso, Vanessian observaba una claridad absolutamente cegadora. El cielo azulado se tornó incoloro, y sus labios agrietados por el frío y las condiciones más extremas, se humedecieron con la saliva grumosa.
“Vanessian.”
“Vanessian.”

Alguien susurraba su primer apellido.
Una figura hasta entonces inadvertida se le acercó a los pies, arrojándole una bola de nieve a la cara, recreándose en su infortunio.
“Vanessian.”
Las pisadas furtivas del fugitivo habían dado la vuelta, regresando hasta la silueta del hombre tendido de espaldas sobre la nieve. El General no podía distinguir nada. Estaba ciego. Su corazón le dolía enormemente, sumiéndole en la amargura de saber que le quedaban escasos segundos de existencia terrenal.
“Vanessian.” – le susurró la voz.
Y cuando terminó de pronunciar su nombre, Goris Vanessian se sintió fuera de su cuerpo, desposeído de él. Y una vez fuera, una heladora ráfaga de viento siberiano trasladó su alma hasta los confines de un destino incierto, vagando de norte a sur, de este a oeste…


Instantes después, el cuerpo echado recobró VIDA, y un nuevo y radiante Vanessian púsose de pie. Se miró complacido a la bata blanca que sobresalía en parte bajo su grueso abrigo. Quitó la nieve de sus flancos, y con paso decidido, se adueñó de la pistola que se le había escapado de la mano al padecer el amago de ataque de miocardio. A medio metro de él, se hallaba tendido de medio lado sobre un costado la figura de Venko. Dimitri Venko. MENTE PRIMERA. El General vació el cargador entero sobre el cuerpo sin vida, dando por cerrado el caso “Venko”. Andando de forma pausada, abordó la entrada al ala lateral izquierdo del recinto hospitalario de la zona azul.
Venko había asumido una nueva personalidad.
Un nuevo esqueleto.
Una novedosa piel que le servía de envoltorio.
Una nueva condición humana.
Y no estaba dispuesto a que intentaran atentar de nuevo contra su vida.
Cuando hubo traspasado la puerta de acceso al interior del vestíbulo, saludó a uno de los soldados que había huido en desbandada al ver su desplome físico. No le hizo falta al Vanessian de nuevo cuño adivinar la sorpresa reflejada en el rostro del joven. El desconcierto residía en el interior de su mente. Y el extinto Dimitri Venko se encargó de subsanar el error… Mucho más tarde ya se ocuparía de los otros tres testigos presenciales de la supuesta muerte de Goris Vanessian…
Y si acaso existía JUSTICIA en el orbe, sus planes de devastar la base militar “Uva Gris”, arruinando por consiguiente su blasfemante proyecto, saldrían adelante sin el menor de los impedimentos.
Ya que su mente era PRIVILEGIADA.
Mucho más de lo que algún ignorante había pensado en el pasado.

El manjar de los Dioses (o la digestión de una nave espacial orgánica)


– Soy Dominique. Estoy cerca de la ciénaga pútrida, esperando que Harry logre escaquearse de parte de sus malditos quehaceres diarios en el castillo donde reside nuestro insoportable amo. Ya son las once de la noche. El cielo está nublado y el escenario está completamente a oscuras. Traía unas velas de sebo de dromedario herniado, pero me olvidé el mechero en la biblioteca cuando estaba quitándole el polvo a los Libros Malditos.
Oigo pasos chapoteantes. Debe de ser…
– ¡Buuuuuuh! ¡Vengo a zamparte! ¡Tiembla, humano debilucho!
– Harry. Tu actuación es lamentable. No consigues asustar ni a un político corrupto, tan de boga estos días, por cierto.
– La verdad, contigo me entretengo menos que con una muñeca hinchable. ¿Para qué me has citado en este lugar tan apartado y pestilente?
– Verás. La última vez que incorporé un relato de ciencia ficción, el señor Robert casi me rebana el cuello. “Este es el rincón del terror infinito”, me matizó. Para que no se entere, en esta ocasión leeré otro relato de ese género literario aquí, con tu presencia como oyente atento y cortés.
– No me lo puedo creer. Me haces dejar de limpiar los excrementos de las hienas, para pasar un frío del demonio en plena oscuridad y olfatenado los gases nocivos de la laguna. ¿Sabes lo que te digo?
– No.
– Que te escuche tu tía. Yo me vuelvo al castillo.

Una imagen recortadamente oscura y ampulosa…
Una luz pasajera.
Un estrépito, advenimiento de una posible calamidad igualmente estrepitosa.
Y después

después se restregó las comisuras de los ojos.
Mel Freeman jadeó convulsivamente, hinchándose como un sapo en periodo de celo, aspirando y soltando frenéticas bocanadas de aire. Su pecho saliente y corcovado subía y bajaba como una plancha de acero de una caldera vibrante cercana a estallar en su catártica explosión final. Volvió a frotarse con fuerza los ojos.
Afuera llovía con intensidad y la cortinilla de continuas gotas del tamaño de monedas de cinco centavos corría de izquierda a derecha en oblicuo sobre la luneta agrietada del parabrisas. El mecanismo del limpiaparabrisas continuaba conectado con las escobillas de goma negra puliendo la superficie del vidrio. La música del cantautor Joe Cocker fluía en oleadas de gran intensidad desde el radiocasete. También tenía encendida la luz interna del coche de quince vatios. Fue lo primero que hizo. Lo segundo permanecía en punto muerto. Lo tercero aún estaba por verse.
Freeman observó la luz cegadora que provenía de delante de él. Una luz que se difundía a través de las capas húmedas del aguacero cuyas gotas golpeaban sin cesar sobre el cuarteado cristal delantero. Además de esta intensísima luz, había otras dos más limitadas en su alcance, de menor fulgor, de tonalidad anaranjada y en cierto modo ejerciendo cierto magnetismo. Mirándolas a través del parabrisas fragmentado las luces parecían estar interrelacionadas entre sí; un punto anaranjado a cada lado y la luz llamativa y rabiosa en medio. Por su forma, a Freeman le recordaba a una luz de adorno navideño de considerable tamaño. Bueno, considerable, no. Mejor dicho, de monstruosa envergadura. Desde el interior de su climatizado y confortable “Shiruzuki K-79”, si de un vehículo de tracción a las cuatro ruedas se tratase, lo asociaría de inmediato con un descendiente del linaje de los “Range Rover”.
Sí, sin duda debía de tratarse de un “Range Rover” salvaje e indómito.
La tromba tamborileaba encima de la carrocería, y la más densa oscuridad rodeaba a ambos vehículos como una red de malla…, al menos en lo referente al “Shiruzuki”.
Freeman ojeó de izquierda a derecha, sin siquiera poder vislumbrar los contornos rectos y encajonados de los edificios cimentados a ambos flancos de la calle. No existían farolas o una derivación de alumbrado público y si la había, los vándalos del “guetto” más próximo habían dado buena cuenta de ella hasta dejarla inutilizada.
El “Tío Sam” saltó de un respingo acrobático desde su cesta de mimbre, maulló de forma bastante lacónica y se escurrió entre los dos asientos delanteros hasta posicionarse sobre el regazo de su amo. Sus bigotillos estaban tensos como si estuvieran medio congelados.
– Shss… Tranquilito, “Sam”. No pasa nada. Sólo ha sido un leve topetazo con un primerizo que venía en dirección contraria. Lo más seguro es que esté borracho como una cuba- le cuchicheó Freeman, haciéndole todo tipo de fiestas en el lomo y por debajo de la mandíbula.
El golpeteo sistemático de las escobillas del limpiaparabrisas empezaba a dejarle ligeramente amodorrado, haciendo que las ondas cerebrales disminuyeran en su capacidad de concentración. Tuvo que depositar al “Tío Sam” en el asiento contiguo antes de quedarse grogui.
“Unnnchainnnn myyyy heart…” – emergía desde la radio como si fuera el anuncio convincente del fin del mundo.
Freeman redujo el volumen de la radio, sacudiéndose la cabeza con ambas manos, alejando la modorra, reactivando la correcta circulación de las ondas cerebrales. Las extrañas luces parpadeaban a ciento veinte o ciento cincuenta centímetros del morro del “Shiruzuki”. La lluvia iba arreciando en su ímpetu. Era todo un clamor apocalíptico bullendo sobre las láminas de la carrocería como si se estuviera siendo atacado por las pelotas de goma sintética disparadas por los rifles antidisturbios de la brigada de Protección Civil. Ya habían transcurrido cinco largos minutos desde la inesperada colisión frontal. Nadie del vehículo agresor que le había embestido como si se estuvieran divirtiendo con cochecitos de autochoque en el parque de atracciones de Permouth había salido al exterior para justificarse o al menos dar las oportunas explicaciones. Tampoco se había congregado el típico círculo de curiosos incentivados por el gusto al morbo, y los agentes del tráfico parecían estar tocando las pelotas en cualquier otra parte de la ciudad menos en esa calle de mala muerte.
– Creo que voy a tener que ser yo quien de la cara.
Y eso a pesar de que era la víctima en el choque y no el culpable del mismo. Para colmo de males (por eso había ido retrasando la salida al exterior) no disponía ni de un impermeable ni de un triste paraguas que lo cobijara de la tremenda tormenta.
“LA HUMEDAD RELATIVA EN EL AIRE ES EN ESTOS MOMENTOS DE UN NOVENTA Y SIETE POR CIENTO. EL TERMÓMETRO REGISTRA UNA TEMPERATURA QUE OSCILA ENTRE LOS DIEZ GRADOS EN EL EXTRARRADIO DE LA CIUDAD Y LOS DOCE EN LA ZONA CENTRO…”– anunció con debilidad entre interferencias de estática la chica de la emisora sintonizada en la radiocasete “Sony Real Music FM/OM”.
– Hum – gruñó Freeman, descontento. Encima de mojarse, iba a pasar bastante frío.
Se volvió hacia atrás, reclinó el respaldo con una mano y forzando la columna vertebral, agarró la cesta del “Tío Sam”. Le quitó el mullido cojín de goma espuma. El minino lo miró con tristeza.
– Lo lamento, “Tío”, pero no me queda otra alternativa que servirme de tu cesta como una ocasional capucha.
Salió del automóvil cubriéndose la cabeza con la cesta de mimbre cerrando la puerta dejando el seguro puesto. Lo que caía del dosel ennegrecido era un aguacero impresionante, como si alguna deidad gregaria estuviese escurriendo un gigantesco paño empapado Allí Arriba en los templos celestiales del Olimpo.
“plat”, “plat”, “plataplat”
El corto paseo consistente en cinco zancadas amplias hasta alcanzar las inmediaciones del vehículo que le había embestido frontalmente lo dejó como una sopa, con la ropa chorreando y los zapatos de cuero inundados y dilatados al haber tenido que chapotear entre amplios charcos estancados. La lluvia crepitaba atronadoramente encima de sendas carrocerías pulidas y encima del pavimento alquitranado.
Freeman encendió la linterna de bolsillo. Pudo comprobar que los desperfectos ocasionados a su “Shiruzuki K-79” eran ínfimas minucias, casi una caricia amorosa, equiparado con lo que había temido encontrarse producto del fuerte impacto del choque. Aparte del cuarteamiento del parabrisas, las secuelas del accidente de tráfico se remitían al alzado del capó en unos dos centímetros donde debería quedar encajado y la marca de una abolladura en el centro del parachoques delantero, justo donde había puesto una pegatina ya semiborrada por el paso del tiempo que rezaba su devoción hacia los Dodgers.
– Perfecto – se dijo, algo más animado.
Entonces rememoró el impacto.
Todo fue tan súbito y poderoso que por unas centésimas de segundo se vio ya cruzando el mojón fronterizo allende la defenestración corporal acompañado en su fidelidad por el “Tío Sam” – lo de las siete vidas del gato era una pura patraña publicitaria para vender comida gatuna -, recibiendo la parte delantera del coche plegándose hacia adentro como un acordeón, aprisionándole entre un amasijo de hierros que transpiraban sangre, piel, miembros descoyuntados, huesos astillados y tripas de felino. Hasta juraría haber sentido con visos de realidad palpable como el tablero de instrucciones lo oprimía contra el respaldo de bolas relajantes del asiento como si hubiera sido embestido por un defensa de apertura de la NFL, con el volante aplastándole el tórax y con los cristales fragmentados del parabrisas lapidándole el rostro, engarzando en su carne como la cuchilla de un bisturí enloquecido, rajándole los músculos faciales con las tiras de piel cetrina colgando de la parte frontal de la calavera como el empapelado viejo y acartonado de la pared de un piso marginal de los suburbios, dejándole en ciertas zonas del cráneo el hueso blanquecino al descubierto, después ladeaba la cabeza hacia abajo en un movimiento reflejo y sus globos oculares se salían dantescamente desde las cuencas enrojecidas hasta sus muslos desgarrados. Entonces, es esas centésimas de segundo en que se vio adaptado y consolidado en el valle árido de la muerte, podado del árbol de la vida, no hizo más que parpadear varias veces y todo el interior del “Shiruzuki” le acogía en su rutina de todos los días.
Estaba vivo.
VIVO
Y el “Tío Sam” se lo confirmaba con un maullido taciturno encogido en su cestita.
Después, lo ya reseñado.
Freeman dejó de lado los contornos elegantes del “Shiruzuki” y se concentró en el otro vehículo. Dirigió el haz de luz cobriza de la linterna hacia su perímetro. Lo alumbró de lleno.
Se quedó sin aliento.
(Joder qué coche)
Las luces traseras se apagaban y se encendían de forma discontinua. Bañaron su rostro en combinaciones discotequeras anaranjadas. Giró la linterna en círculos y fue iluminando varias zonas del coche. Cuando se dio de cuenta de qué se trataba, la apagó y se recostó contra el capó levemente alzado del “Shiruzuki”. La lluvia regó su rostro vuelto hacia el cielo encapotado.
Y cuando una puerta susurrante inició su abertura lateral hacia el exterior, se le cortó la respiración.
El vehículo en cuestión era un
era un
“ovni”.
Un inquietante “Objeto Volador No Identificado”.
De eso no cabía la menor duda.
El “ovni” estaba invitándole con sutileza a que se aventurase en sus entrañas. La forma de maquinilla de afeitar eléctrica le vino a la cabeza del mismo modo que se manifestaba la sensación inherente al dolor cuando se deja arrimar la yema de un dedo cualquiera a la llama de un cirio. Era de diseño metalúrgico, algo rectangular, con su supuesta parte delantera algo más estrecha que la cola, salpicado por las lucecillas eslabonadas en singulares figuras geométricas que parecían haber sido trazadas por un compás poco común, carente de ventanillas o escotillas de ningún tipo, disponible de tan solo de la puerta deslizante que se había perfilado segundos antes. Casi parecía el anuncio callejero de una “SkinShave Extra”, psicodélico, que aún a pesar de no encajar en la armonía del distrito marginal en que estaba estratégicamente emplazado, si que estaba lo suficientemente dispuesto a llamar la atención en el logro de conseguir un incremento de ventas en el supermercado de la esquina. Un anuncio en tres dimensiones. Descomunal. Atractivo. Sugerente.
“Aquí me tienen. Una vez en sus manos, el afeitado será tan perfecto
que su piel ni lo notará. “- parecía estar divulgando a los cuatro vientos.

“Entra”
“Que entres”
“Entraaa…”

No podía ser posible.
Era un susurro razonablemente humano.
Inteligible.
Accesible al intelecto de un terrícola medio.
Comprensible.
Correctamente articulado.
Le estaba instando a que entrase.
– No puede ser posible. Aún estoy acusando el golpe. Debo de estar medio aturdido. Soñando despierto. Alucinando… Esto no es una nave interestelar… Es un “Silver Rover” robado. El tío que se lo birló a algún ingenuo se largó por patas nada más colisionar conmigo temeroso de ser presa fácil para la policía adscrita a este distrito.
Entornó los ojos, tratando de transformar ese objeto reluciente y bruñido de apariencia extravagante en un “Silver Rover” valorado en ochenta mil dólares. Las pupilas eran meras líneas horizontales como las de un reptil.
El “ovni” seguía siendo un “ovni”.
El proceso mental de metamorfosis fue un rotundo fracaso.

“Entraaa”
“Sé mío…”
“Te necesito”

– Noo
La voz sonaba seductora. Por unos breves instantes parecía hasta casi genuinamente femenina. Dios, debía de ser un delirio erótico. No podía haber una marciana ahí dentro, deseosa de tener un buen polvo. Con ganas de mantener una pasajera relación libidinosa con un terrícola antes de proseguir en su ruta hasta el planeta rojo, verde, azul o de dónde fuese la tía.
No solo era quimérico, es que no era razonable. NI creíble. Ni siquiera mal encajado en el argumento más pésimo de una película de ciencia ficción de serie “Z”. Sin embargo…

“Ansío tenerte…”
“desde siempre”
“mío”
“formaríamos un sólo cuerpo”

Freeman
(el Freeman Mente)
quería permanecer a varios metros del “ovni”,
pero el Freeman “físico”
(el Anatómico)
ansiaba en correr con el riesgo.
Tenía sed.
Se le había despertado el apetito carnal.
El Freeman Anatómico quería arrastrarse por el suelo como un vil lagarto, reptar ante esa cascada de palabras hechizantes.
Haría cualquier cosa.
Entraría en esa extraña
(“Cuna del Amor”)
nave espacial, y si acaso hubiese una extraterrestre predispuesta, la poseería con todo su ardor aunque fuese amorfa y blanda como una cartilaginosa medusa de mar y dispusiese de diez ojos de estructura simple como los ocelos de los insectos.

“Ven”
“VEN…”
“Te necesito con urgencia”

La pierna derecha de Freeman dio un paso complaciente hacia delante.
– Noo – (gritó el Freeman Mente).
Luego dio otro.
En diez segundos distaba medio metro escaso de la compuerta.
Se veía encaminándose
(el Freeman cachondo)
sin que
(el Freeman Mente)
pudiera hacer nada al respecto, hacia la abertura ovalada del acceso al interior de la nave.
– Noo

“Te necesito…”

La pierna diestra cruzó bajo el umbral metalizado, siguiéndole la izquierda con la masa de su cuerpo.
Cuando quiso echarse atrás, rectificar,
(que el Freeman Mente le ganase la partida al Freeman Lujurioso)
la compuerta se cerró.
Una luz cegadora como de diez faros costeros le rodeó similar a una redada policial en pleno intercambio de drogas y dinero negro. Apenas pudo recaer en el asfixiante compartimento en que había quedado definitivamente confinado. Instantes después vio los colmillos de acero, enormes como lápidas y cortantes como los filos de mil guadañas recién pulidas.
Los reflectores reflejaron su imagen petrificada en la superficie del acero.
– ¡NOOO!
Las mandíbulas se cerraron sobre él como si fuera una mosca atrapada por una planta carnívora, destrozándole en el acto la columna vertebral, inutilizando la médula espinal, dejándole paralítico y cercano al encefalograma plano.
– uuuuuuuuu
En tres masticaciones, los músculos, tejidos, ligamentos, tendones, armazón óseo, tuétano y entrañas quedaron reducidos a enormes bolos alimenticios, toscos y sangrantes como unas gigantescas albóndigas, que perfectamente rociados con los jugos gástricos, fueron descendiendo paulatinamente
“Glup”, “Glup”
por un largo y acanalado conducto que ejercía las funciones de esófago, que los conduciría hacia el depósito del combustible de la nave.

El único tripulante de la nave, un enano cabezón embutido en un traje espacial de silicona negro equipado con tubos respiratorios y acolchado frontal anticompresor, pulsó el botón verde del mando a distancia. Se dejó percibir el susurrar mecánico de una abertura oval en el costado izquierdo de la nave orgánica. El tripulante entró, con la compuerta cerrándose a su espalda. Se acomodó en el asiento de fijación regulable, adoptando la postura más adecuada frente al complejo tablero de mandos de la nave. La luz verde que irradiaban los instrumentos tiñó su rostro enorme, donde destacaban dos enormes ojos frente a una nariz y una boca pequeña. Se puso a observar de modo impasible el nivel del depósito del combustible.
Los músculos de sus finos labios se relajaron.
Perfecto. Estaba lleno. A rebosar.
La nave ya estaba convenientemente alimentada hasta la próxima escala en la galaxia de Andrómeda. Una vez allí se detendría a repostar en el planeta Urzac, conocida como “La tierra de los Esclavos”, donde se haría con los servicios de un par de insurrectos que servirían más adelante a la nave como un aperitivo frugal en la continuación del regreso hasta su planeta de origen.
La nave se elevó en vertical levitando a diez metros de altura en el aire, y en completo y amortajado silencio, inyectó los propulsores traseros. En menos de diez segundos logró alcanzar la velocidad de la luz surcando el firmamento como una estrella fugaz en un escorzo diagonal. Cuando hubo abandonado la atmósfera de la Tierra, en los límites de la Exosfera, evitando colisionar contra los satélites artificiales y los meteoritos desbocados, se dispuso a iniciar la trayectoria hacia su querida Andrómeda.
Andrómeda.
Allí donde las naves orgánicas se repostaban con carne,
donde los dioses eran una pura farsa.

Mentes homogéneas de Norteamérica

Estamos en los comienzos de una semana nueva. Pero primero permitan que me presente…
Soy Dominique. Mi amo está ausente en estos momentos. Me ha sugerido que puedo ofrecer a los visitantes un relato revisado y corregido porque aún falta un poco para finalizar una de sus nuevas creaciones.
Así que he escogido este título. También es de ciencia ficción. Como soy un fanático de este género, y el amo es tan poco pródigo en escribir obras visionarias del futuro, lo publico. Si no se me quejan al amo, les prometo que lo que venga en los próximos días de Escritos será terror y misterio en estado puro y duro.
Hasta que llegue ese momento, a aguantarse, je je…

Una tarde noche indeterminada de un verano del año 2150.

Mineola – Estado de Nueva York -.

Tim Braxtor se quedó parado al instante, fijo, inmóvil y consolidado como un bloque de granito sin esculpir ante la brillante y perturbadora superficie de la luna rectangular del escaparate. Los destellos que difundían las luces de neón que anunciaban de manera pomposa el nombre del establecimiento comercial “Almacenes Valerio Dellatorre” hacían que su reflejo de cuerpo entero apareciese en la textura solidificada del cristal en una mezcolanza de variantes coloristas, formando multitud de parches geométricos como si estuviera en el interior demencial de una discoteca “underhell” que emitiese música psicodélica, cuya principal letra inducía a la juventud independizada de los lazos paternales al suicidio colectivo mediante la ingestión de una sobredosis de pastillas sintéticas “sluggish”1. Su rostro demacrado y amargado, apolillado por la sinrazón de la rutina diaria auspiciada por el Primer Hombre, tan pronto adoptaba la tonalidad rojiza de un inmenso tomate californiano, hinchado y crecido por la exposición a la lluvia radioactiva, como variaba de color conforme la piel arrugada y reseca de un camaleón, tornándose en una máscara verde luminosa perfilándole un parecido externo con el de un alienígena aturdido que proveniente del lejano planeta “XO 15” acabara de sufrir un serio percance con la estabilidad de la nave espacial utilitaria, viéndose forzado por las circunstancias a aterrizar en pleno sembrado decadente del Medio Oeste, debiéndose de dar a la fuga nada más posar la bota de compresión en tierra y ver como el en principio accesible terrícola que le recibía con todos los honores asignados al protocolo de la cortesía interplanetaria, blandía nada más y nada menos que un destacable garrote de madera de roble de un metro de largo.
Un reguero incesante de personas indiferentes a cuanto les rodeaba surgía y desaparecía con suma rapidez por detrás de la figura inamovible de Braxtor. Este observaba su transitar reflejado vagamente y con indolencia sobre el vidrio de cinco centímetros de grosor del expositor como meros números digitales que debían cumplir con lo que el destino disfrazado de ecuación había determinado para ellos con meses y años de antelación. A esa hora en concreto, las ocho de la noche de un lunes tórrido y con los niveles de polución en su estado más soportable para la respiración, debían de pasar por ese punto en cuestión sincronizados por el software programado en la placa “One Mind”, que no era otra cosa que un inapreciable microchip implantado en el hemisferio dominante de sus cerebros en la primera semana del nacimiento. Desde ese momento de anquilosamiento intelectual, la devoción hacia el Primer Hombre sería íntegra y conjunta como un todo. Y ese todo equivaldría a una nación entera.
Aunque…
… existían los “Dañados”.
Los “Dañados” eran números deteriorados. Las órdenes almacenadas en la memoria de la placa “One Mind” no fluían con la limpidez y con la firmeza inflexible que sería deseable, fruto de lo cual se sucedía el desconcierto que conducía inexorablemente al caos y a la anarquía más absoluta. Y para remediar este desbarajuste que amenazaba con parasitar el cuerpo único, infectando las venas de la nación que conducían hasta el corazón de Nueva Washington, haciendo que degenerase en sus funciones, bombeando sangre carente de plasma, la ejecutiva del gabinete sobre el cual se sostenía la figura prominente e intocable del Primer Hombre configuró el cuerpo auxiliar de élite de los “Cumplidores”, integrado en su mayoría por las fuerzas de asalto que tomaron parte activa en el famoso derrocamiento del Presidente Wilson III, último sustentador del régimen democrático y sufragista que imperaba en los estados de la nación desde el final de la 3ª guerra civil, la Guerra del Gran Bienestar. Los “Cumplidores” disponían del decreto judicial de patrullar de incógnito por las calles de las metrópolis, vigilando los movimientos de sus habitantes, quebrantando su derecho a la intimidad y del libre albedrío, asegurándose por medio del software en tiempo real de su escáner de bolsillo, en cuya pantalla quedaba registrado quién obedecía las directrices de su “One Mind” y de quién se trabucaba rigiéndose por otro mandato no registrado en el orden del día. Quienes incurriesen en dicha disidencia, los números “Dañados”, eran erradicados del Sistema Único de inmediato.
Tim Braxtor era un número de lo más saludable. Formaba parte inmutable de los números de la Vida. Su misión puntual consistía en permanecer quieto e impasible, mirando sin interés de hacerlo hacia los maniquís desnaturalizados dispuestos al otro lado del escaparate, sumiso como un cordero durante los siguientes cinco minutos. Transcurrido semejante lapso de tiempo habría cumplido sobradamente con las pautas y las normas del comportamiento “pasivo”, inherente al “planning” estructurado en los laboratorios cibernéticos de la Nación Única que contemplaba la evolución preestablecida de su destino, y por lo tanto, ya podría ir a donde quisiese o se le antojase siempre dentro de los límites permitidos por el “pensamiento único” del Primer Hombre.
Su semblante adquirió un llamativo matiz azulado. Más tarde – las luces del escaparate mutaban cada diez segundos – medio semblante era cobrizo y el otro medio se le tiñó de un lívido tono grisáceo.
Anclado sobre su peana como si fuera un maniquí más, continuó observando con desinterés el discurrir de las personas por ese tramo de la acera de grafito. De repente, como si fuera un extra más de esa película insípida y aburrida, o una crisálida a punto de despojarse de su capullo para encarnar las vivencias de una polilla gris, surgió la presencia de una señora de trazo grueso paseando a su animal de compañía, situándose detrás de él a unos dos metros de distancia. La mujer tendría unos setenta años mal llevados, medía un metro sesenta y sobrepasaba con creces el peso límite de pesaje impuesto por la báscula parlanchina de farmacia. Su mascota era un perro insignificante, muy cercano al prototipo de la legendaria raza “chow-chow”: pequeñajo, de aspecto redondeado y con un babeo ciertamente desagradable. Sin duda era un “mutante cánido cibernético”. Se asemejaba a un aborto de la naturaleza. Afortunadamente para los transeúntes más cercanos el chucho estaba bien sujeto por una correa de eslabones de hierro enganchada al collar “repele parásitos” que portaba alrededor del cuello.
El reloj digital del Manchester Bank marcaba las 08:20 P.M.
La señora estaba cumpliendo con la hora asignada al destino artificial y arbitrario del animal. Era obligación sine qua non que paseara al can a esa hora y más en concreto, debía de obligarle a realizar sus necesidades en la farola emplazada de soslayo frente al escaparate del expositor de los “Almacenes Valerio Dellatorre”.
El horripilante boceto inacabado de perro se encaminó con destemplanza y sin gracia hacia el pie de la farola. Disponía de sesenta y cuatro segundos de margen para cumplir con el horario preestablecido por la sección creadora de Vida Artificial de Ayuda y de Acompañamiento a la tercera edad.
– Venga, “Tiny”, que se nos está echando el tiempo encima – gorjeó la anciana.
Braxtor entornó mínimamente los párpados, observando al “chow-chow” apoyar una pata trasera sobre el frío acero de la base de la farola. La mujer estaba controlando el tiempo por medio de su cronómetro de bolsillo. Faltaban escasos segundos para el plazo de tiempo estipulado e insertado en los miles de transistores del microchip “One Mind” de “Tiny”, cuando el contratiempo reencarnado en el espectro sombrío de un minino renqueante de la pata trasera derecha y con el sarnoso pelaje del lomo arrancado casi a mordiscos por parte de algún perro agresivo se magnificó en el meollo de la escena surgiendo de entre dos cubos de la basura. La mujer de edad avanzada no se percató de la inminente presencia del gato tiñoso, pero sí lo hizo su repelente “chow-chow”. El animalito se puso tenso, impregnado de una irritación instintiva enraizada de manera intrínseca en sus genes, echando a correr de forma endemoniada en pos del felino.
“¡guaaa! ¡guaa!”
Su dueña se dio cuenta tardíamente del incidente al tensarse la correa. La sorpresa la desbordó por completo y la sujeción de la cadena terminó por escurrirse de entre los dedos regordetes de la mano derecha.
– ¡Tiny! – barboteó la inmensa mujer, perpleja por ese imprevisto.
Miró a la hora parpadeante del cronómetro. Los dígitos señalaban que el tiempo otorgado para la micción del animal había finalizado ya desde hacía veinticinco segundos. Los ojos llorosos y frenéticos de la dama se entornaron, llevándose una de las manos a los labios apretados por la tensión.
– ¡Tiny! – profirió aterrada, mordiéndose las uñas y la piel de los nudillos.
“Tiny” proseguía obcecado en su correría desbocada, pegándose a los talones del felino hasta doblar la esquina que daba al interior de un callejón sin salida cercana a la gran avenida.
– Tinyyy…- musitó la mujer apoyándose contra la farola desesperada.
Un quejido lúgubre y pastoso surgió desde el callejón sombrío. Tres tajadas secas y profundas se fueron propagando por la atmósfera impregnada del polvillo flotante del plomo de la contaminación.
“zasss”
“zasss”
“zasss”
Braxtor las escuchó con nitidez y cuando comprendió el significado de las mismas escupió sobre el rostro protegido de uno de los maniquís. La flema viscosa se apelmazó en un solo grumo sobre el vidrio blindado, adquiriendo la forma de una célula muerta; segundos después tendría la forma de una ameba. El silencio que impregnaba a ese trecho de la gran avenida, con la muchedumbre caminando sin volver la vista atrás, sería violentado por los pitidos cortos y agudos de su reloj de pulsera, avisándole del cumplimiento del horario programado en su “One Mind”. Lo silenció al instante y se volvió de medio lado en dirección hacia la bocacalle que conducía hacia los entresijos del callejón sin salida posterior. De repente, y sin el menor aviso, surgió la silueta de un hombre atlético uniformado recortada a contraluz de la lumbre de una de las farolas que tachonaban el borde de la acera de la avenida, evadiéndose de la oscuridad del dintel del callejón. Fue doblando la esquina, con los pasos de sus botas reglamentarias de cuero negro resonando sobre el grafito del suelo de la acera.
“pas-pas-pas”
– “Tiny”…- sollozaba la dama sin querer afrontar la realidad de los hechos, renegando del futuro que iba a aguardarle a partir de esa misma noche.
El brigada de segundo grado del cuerpo de los “Cumplidores” se aproximó con aplomo a su lado, mostrando la dentadura blanca y reluciente como el marfil más puro, sin defectos en su esmalte, atendiendo a la sabiduría de la higiene dental.
Adelantó dos pasos más.
“pas-pas”
Emitió un sonido de reprobación con la punta de la lengua al restallarlo contra el interior de los incisivos, arrojando la cabeza inerte del “chow-chow” a un par de pasos de la mujer. Enseguida quedaría aderezada dentro de un charco de sangre avinagrada, mirando ciegamente al cuerpo desmoronado de su dueña.
– Señora… – se dirigió el brigada hacia la anciana.
– Tiny…- gimoteó ella con todo su dolor mirando a la cabeza decapitada del infortunado animal. La lengua del can colgaba desairada por entre los colmillos como un trapo de franela hinchado por la humedad.
Quien se ocupó de cercenar la vida de “Tiny” trató en mostrar su más sincera condolencia a la dama:
– Lo lamento profundamente, señora.
“No pude evitar hacerlo.
“Debía de cumplir con mi DEBER.
El “Cumplidor” se encogió de hombros, inmutable.
Era inútil explayarse. No merecía la pena justificarse. Ella ya lo sabía. El tiempo se había consumido. El destino de la precaria criatura era servir de alimento a los gusanos desde ese mismo instante. No había concesiones ni derechos a prórrogas añadidas. Y mucho menos tratándose de un miembro “Dañado” de la fauna cibernética. Por eso lo innecesario de que el brigada ocultase el cuchillo de supervivencia “Bleed to Death”2 que portaba en la mano derecha enfundada en un guante de látex. El filo laminado al carbono estaba manchado de rojo escarlata, de donde goteaban lágrimas de moribundo hacia el suelo…

– Fue doloroso, aunque no sufrió mucho. Cuando se quiso dar de cuenta, ya le había asestado las tres cuchilladas, separándole la cabeza del tronco…- comentó el brigada a Braxtor a las puertas de un club nocturno situado no muy lejos de los “Almacenes Valerio Dellatorre”.
Cuando llevaban unos minutos de charla insípida y monocorde se coló por entre los dos un niño de nueve años, perseguido por otros dos. El niño delantero llevaba una pistola de aceite, y al defenderse de sus compañeros de juego no le importaba ni lo más mínimo si erraba el blanco manchando a algunos de los viandantes.
El “Cumplidor” miró de soslayo al niño.
– Esa actitud… – susurró tan calladamente que Braxtor ni le escuchó.
Desenganchó el escáner del control del comportamiento del parche de velcro de la cadera derecha. Centró su vista glacial en la pantalla, dirigiendo la mini-antena periscópica hacia los niños que estaban correteando en círculos alrededor de cada una de las farolas más cercanas. La pantalla táctil permaneció un par de segundos en blanco hasta que se disparó, mostrando una fotografía de primer plano del niño gamberro. Apretó un icono de salida de datos y estos quedaron reflejados de forma centrada al lado de la fotografía tridimensional.

SINCLAIR, DAVID DAVIS
Rd. 155, Big East
MINEOLA (Estado de Nueva York)
Número Id: 10005321 – Serie A33
ANOMALÍA DE LAS ÓRDENES DE CONDUCTA:
93/53/71AB/977 Subcódigo 4.56.4009
Estado actual: Prescindible.

Apagó la pantalla del escáner y lo volvió a enganchar en el soporte de velcro de la cadera.
Sus ojos taciturnos discreparon por una fracción de segundo con lo que acababa de leer.
Declinó reflejar sus sentimientos externos a Braxtor, ofreciéndole la espalda, y con voz monocorde antes de ir en pos del niño “Dañado”, terminó por sincerarse ante su interlocutor:
– Esto me mata. El sólo hecho de tener que hacérselo también a un niño…
“A un niño “Dañado”… Me estremece con un remordimiento inusual. Y lo malo de todo es saber que por mucho que lo intentes, acabará sufriendo.
“Y cuando ves que sufren, empiezas a dudar del Sistema Único. Y esto tienes que sacártelo de la cabeza, porque si no…
“Si no…
“Dios.
“Estás igual de acabado que “ellos”.
Fue avanzando con el rostro contrito.
Un paso.
Dos.
Los niños lo vieron llegar con la admiración que daría contemplar a cualquier jugador destacado de la liga profesional de “Push´em Out”. 3
El hombre uniformado se situó entre ellos, colocándose de cuchillas al lado del niño “Dañado”.
Ensanchó una sonrisa de campeón, granjeándose de entrada la confianza del pequeño.
– Tú debes de ser David Davis Sinclair.
– ¿Cómo es que me conoces?
– Sé muchas cosas acerca de ti, David. Quizás demasiadas…
Le revolvió el pelo encrespadamente castaño.
– David Davis. ¿Qué te parecería si te invitase a dar una vuelta en mi nave patrulla?
David exhaló un grito de felicidad.
– ¡Guaaa…! ¿Quieres decir que volaremos a mil pies de altura, observando la ciudad por el visor telemétrico de rayos infrarrojos?
– Exactamente correcto, David Davis. Ejercerás de copiloto de la nave. Y podrás pulsar los botones de ignición.
David no podía caber en sí de gozo. Circular por los aires contaminados en el interior de un “Glider Invisible Eagle” era el anhelo máximo de toda la chiquillería. De repente se sintió algo avergonzado por su egoísmo. Miró al hombre uniformado, con el desconsuelo de sus amiguitos por no sentirse mencionados en la gran aventura reflejado en sus rostros.
– ¿Y qué hay de Pat y Fence? También podrán venir con nosotros, ¿verdad?
El brigada meneó la cabeza.
– Sabes tan bien como yo que el vehículo es un dos plazas – Y para hacer concebir unas falsas esperanzas a los dos críos, añadió: – Si nos damos la suficiente prisa, puede que a tus dos compinches me los lleve de garbeo cuando regresemos.
La promesa contentó a David.
– Nos veremos luego, chicos… – se volvió para despedirse de Pat y Fence.
El “Cumplidor” de las normas de conducta de nivel Primario – animales de compañía y menores de edad – lo asió de la mano derecha, encaminándolo hacia el callejón de las últimas esperanzas.
– ¿Lo tienes ahí aparcado?
– Sí. Lo bueno de los “Gliders” es que los puedes estacionar en cualquier parte, por muy estrecho y angosto que sea para la circulación terrestre.
– ¡Caray!
Entraron por debajo del umbral de la callejuela, con la mano izquierda del brigada apoyada sobre la cabezuela de David y su torso inclinado mientras su mano derecha palpaba la empuñadura del cuchillo de supervivencia.
A la vez que lo acariciaba, la negrura del callejón los fue envolviendo, mitigando en parte lo inconcebible del Sistema Único. Por segunda vez en lo que llevaba de turno de noche, los goznes de su miembro superior derecho chirriaron con displicencia, tardando demasiado en la eliminación de la unidad “Dañada”, cuyos gritos agónicos de dolor se encargaron de quebrantar la imparcial quietud de la noche, saturada con una tonelada de densa tensión y que recubría a ese oscuro rincón del callejón con sus alas membranosas de murciélago.
Mientras depositaba el armazón sin vida del niño sobre un manto de fango mullido, pudo reparar en una disfunción cerebral.
Su mente armónica ya no era perfecta.
Ecuánime.
Subordinada a los intereses de la gran maquinaria norteamericana del Primer Hombre.
Entonces le llegó la voz de un niño gimoteando a sus espaldas.
– ¡Hala! Ha matado a David.
“Lo ha matado.
Por vez primera en su ordenada vida marcial, una lágrima ácida osciló desde la comisura de su cuenca derecha, marcando una línea húmeda sobre la mejilla como si fuera la veta de una losa de mármol.
– ¡Dios!
“¡DAVID!
“¡DAVIDDD…! – surgió una figura femenina en su área de acción. La figura se inclinó sobre el niño tendido boca arriba en un charco de sangre y fango hediondo.
La visión del brigada se tornaba cada vez más deficiente por la proliferación de las lágrimas.
– Lo siento, señora.
“Cumplía con mi deber.
“Su hijo era “imperfecto”. Cada vez cometería más infracciones al código de las Normas de Conducta Única.
– ¡Era tan sólo un niño, miserable hijo de puta!
“¡UN NIÑOOOO…! – chilló la madre entregada a los sollozos.
La escena era tan devastadora.
Tétrica.
Cada vez sentía la cabeza más pesada. Desconectada del mundo real. Ajeno a las leyes del espacio y del tiempo. La carga del blindaje del uniforme se le hacía cada vez más pesada. Al poco un nuevo curioso iba a añadirse al velatorio del niño “Dañado”.
Era Braxtor.
Su rostro reflejaba un rotundo desacuerdo sobre aquel desenlace, pero por temor a infringir una de las reglas de subsistencia de su “One Mind” se conformaría con tratar de hacer reaccionar al brigada, que parecía sumido en la indecisión:
– ¿Acaso piensa dejarlo allí? ¿Tendido entre la inmundicia? Al menos llame al camión de recogida de las mentes contradictorias.
La madre llorando.
– Uhhuu… Un niñooo… Era tan sólo un niñoo…
Sus amiguitos entristecidos por la pérdida.
– David. NO puedes ESTAR MUERTO.
“Nooo.
Braxtor asediándole a preguntas.
– ¿En qué piensa? Llame al cuerpo de recogida. Esto… Contemplar esta escena tan patética produce un malestar general. Nos puede afectar a todos. Nos puede confundir la mente, ponernos en peligro de pensar… en otras cosas.
El brigada extrajo de la funda de su cinto la pistola reglamentaria antidisturbios que detonaba bengalas explosivas.
– ¿No oye lo que le estoy diciendo?
SAQUE A ESE PUTO CRÍO DE AQUÍ. ¡Sáquelo!
Abrió sus labios humedecidos por la saliva, haciendo encajar la punta del ancho cañón entre los dientes perfectos. Lo lamió con la punta de la lengua.
Una lágrima más recorrió el lado derecho de su rostro hasta desembocar en el promontorio de su mentón bien afeitado.
Cerró los ojos con fuerza.
– Un niñooo…
– ¿Qué va a hacer? ¿Se ha vuelto loco…?
Y antes de que Braxtor pudiera pronunciar otra palabra más, apretó el gatillo, transformando su Pensamiento Único en una tea ardiente, dejando para la posteridad los rescoldos perdurables de su divergencia reprimida en una parte no muy alejada de donde estaba implantado su “One Mind”.

1.- “Sluggish”. Traducido literalmente al español sería. “Estado inactivo”. Píldora inactiva, que como su propio nombre indica, induce a ese estado de aletargamiento. (N. del A.)
2.- “Bleed to death”. Morir desangrado. (N. del A.)
3.- “Push´em Out”. “Echadles a empujones”. Un juego salvaje propio de la época en que discurre el relato. (N. del A.)

El primer paso

Dentro de Escritos de pesadilla tengo un pequeño hueco destinado al género de la ciencia ficción. En parte, en homenaje póstumo al insigne Gloglorian Tosco Hambreñam, un gran amigo procedente del planeta Irrigation Tetris 9, fallecido en accidente de circulación terrícola mientras probaba un Seat Panda a cuarenta por hora en la M-30. Tenía un millón y medio de años irrigationtetrisenses, equivalente a los ochenta años en nuestro planeta. Una gran pérdida. Siempre que venía de vacaciones, se alojaba en la suite principal del ala oeste de mi castillo, y en el restaurante comía a la carta, dejando jugosas propinas. Que estés en la gloria, amigo mío. Va por ti esta obra literaria de relumbrón… Buaa…. Perdonen, pero es que uno es muy sensible…
¡Dominique! Tráeme un pañuelo porfa, que me entran ganas de llorar a moco tendido…

Corre el año dos mil doscientos quince. Han transcurrido ya 365 días desde que se celebrara el centenario del primer encuentro entre dos razas interplanetarias distantes una de otra en más de quinientos mil años luz. Para poner en un breve tiempo al lector en situación – para más detalles, consultar los seiscientos tomos de la Enciclopedia “Primeros pasos en pos de vida inteligente allende la Estratósfera terrestre”, Editorial Big House Eaten by an Alien, 1ª edición 15/10/2085 -, les recordaré que por aquel lejano entonces la remotísima posibilidad de un encuentro en la tercera fase era algo completamente impensable para la mentalidad conservadora de los terrícolas, sobretodo una vez cesado el furor histriónico del mito fatuo de los “platillos volantes”. Pasado esta “manía visual” por parte de innumerables testimonios sin fundamento, casi no se tuvo en cuenta en la estación lunar “El Álamo Gris” (USA) el mensaje telemétrico que llegaba desde las ondas del espacio exterior procedente desde un supuesto planeta habitado de vida supra inteligente, llamado a secas Trebla, situado en pleno ombligo de una galaxia de origen ignoto para los avezados técnicos de la NASA, bautizado por el descubridor de turno por el nombrecito de “Regius”(en honor a su mascota personal, una lombriz mutante de metro y medio de largo y quince kilos de sobrepeso). En dicha misiva se empleaba un perfecto inglés americanizado y se hacía constatar que deseaban mantener un encuentro inminente con la raza terrestre, informando que ya habían puesto para dicho fin una nave nodriza en camino con diez mil tripulantes a bordo, donde descollaban sobremanera científicos eminentes del planeta en cuestión. Al final del mensaje se incluía a modo de posdata informal la frase ya mundialmente famosa en un perfecto español chicano: “¡Nos vemos en el asteroide de plástico, Gringos de la gran chingada!”. Tras encontrar el consabido traductor, se llegó a la conclusión que se debían de estar refiriendo a la estación espacial de reciente construcción, diseñada por el arquitecto napolitano De Pastriani In Corpore Sepulto, y cual asteroide artificial acompañaba a la luna en su interminable periplo alrededor de la órbita del planeta Tierra. Tras un ínfimo compás de espera en ver cuál de las tres superpotencias mundiales tomaría primero cartas en el asunto, se optó por escenificar un tenso y denso debate en el plató número 23 bis del Estudio 13 de la British Tabloide Broadcasting entre los máximos dirigentes de los Estados Unidos, China y Bangladesh. Todo el mundo estuvo pendiente de esa disputa cara a cara de los tres bandos, y tras permanecer pegados al holograma tridimensional durante cuarenta y siete horas estomagantes, la audiencia pudo al fin suspirar de alivio al plasmarse un firme acuerdo mancomunado para ir preparando entre todos la recepción de bienvenida en la estación espacial. Transcurrió un período bastante dilatado de tiempo (un año y medio) y la nave nodriza procedente de Trebla no hacía mención de comparecer por ningún lado. Los gobernantes supremos de los países de los cinco continentes andaban ya un pelín escamados y con la mosca zumbándoles detrás de la oreja. En pleno clímax de indecisión y suspicacia más propio de guerra fría añeja, la imponente nave acopló su compuerta de tránsito peatonal en la zona de desembarque de la estación espacial. A partir de esta fecha ya grabada en los anales de la Historia a golpe de martillo pilón, ambas civilizaciones permutaron conocimientos, conquistaron planetas como buenos hermanos, construyeron centenares de planetoides artificiales contaminantes con plutonio y se hacían intercambios culturales de residentes de un planeta al otro.



Discurridos estos ciento un años, los terrestres andaban embarcados en un ambicioso proyecto de mejora genética, el de la transformación de las costumbres indisolubles e inveteradas de los animales artificiales (designados despectivamente como “Animaloides”), por los hábitos de los seres humanos. Aprender a declamar un texto apergaminado de Shakespeare ante un público de mil almas en vez de prorrumpir en graznidos de queja por la tardanza del rancho por parte de su cuidador; caminar verticalmente sobre dos patas traseras cuales modelos atléticos desfilando en la pasarela con los diseños más renombrados de la moda franco andorrana sin recurrir al uso de las cuatro extremidades para evacuar la vejiga al lado del socorrido buzón de correos; desarrollar sus propias ideas, conceptos, pensamientos, dudas, preocupaciones, etc…, formaba parte primordial del programa de Mejora del Comportamiento en la IA de la Robótica No Humana. Este asunto estaba bajo la endiosada y prepotente supervisión del doctor Redtears desde hacía ya dos años. Hasta el presente día, todas las pruebas han resultado fallidas. Sonoros fracasos en la gestión del programa. La inmensa mayoría empezaba a cuestionar la profesionalidad del científico, a pesar de que este mismo se consideraba honestamente como uno de los más prestigiosos del Universo. Por eso debía de nadar contra la corriente de un río crecido y salvaje. El tiempo corría cada vez más en su contra, y una de sus últimas oportunidades podría tener cabida hoy mismo…

– ¡Camina! – gritó encolerizado el doctor Redtears a Herbert.
Herbert guiñó mecánicamente el ojo derecho, esbozando a la vez una sonrisa de payaso jubilado de mejilla a mejilla. Inclinó un poco la cabeza picuda y observó con interés sus rodillas escamosas.
– ¡Camina, he dicho! – volvió a berrear Redtears, rozando un gallo. Ya llevaba media hora intergaláctica aleccionando a Herbert que debía ponerse de pie y empezar a caminar con el donaire de un aristócrata monegasco.
– Tengo miedo – se disculpó Herbert en un susurro.
El doctor alzó su mirada hacia el techo como pidiendo explicaciones celestiales de semejante situación ridícula y adversa a sus intereses particulares de celebridad.
– Herbert. La operación ha resultado un éxito total. No hay fallos. Lo único que te falta es la convicción necesaria de que puedes andar como un ser humano cualquiera.
El animal robotizado continuaba sentado encima de la mesa metálica, con las piernas colgando sin que las plantas de los pies tocasen la superficie musgosa del suelo vegetal de la habitación “ROMBO” del “Orbital Hospital”. Herbert prefirió no decir ni pío, aunque podía hacerlo perfectamente. Su mente estaba ya preparada para refutar cualquier tipo de opinión. En cambio introdujo el dedo índice en uno de sus enormes orificios nasales.
– ¡Dios! ¡Dios! ¡DIOS! – graznó el científico. – Te estoy diciendo que la operación que te hicimos para que pudieras hablar resultó de maravilla, ¿no? ¿Entonces por qué demonios la referida a la rehabilitación del movimiento coordinado no ha de salir igual de bien?
Herbert observó con sus ojos verdes de reptil al doctor. Pestañeó dos veces seguidas.
Redtears se estaba volviendo visceral en sus maneras, al borde de un colapso.
A pesar de estar vestido con una reluciente bata blanca de médico, su larga mata de pelo negro ensortijado, los pendientes de huso de colmillo de oso marino perforándole los lóbulos carnosos de las orejas, la pulsera biónica Dayla 89 de la muñeca derecha y sus recién estrenadas zapatillas deportivas de veinte mil dólares marca Truelife le restaban el porte necesario que debiera de corresponder a todo médico biólogo en la rama de la genética artificial, y más si se era uno de los más relevantes de los Estados Unidos.
– Tengo mucho miedo – repuso Herbert, soltando una llamativa carcajada.
– Deja de repetirte como un pepino, ¿quieres?
El doctor Redtears empezó a caminar de un extremo a otro de la habitación y viceversa, con aires de honda preocupación. Con frecuencia echaba una ojeada de refilón hacia el resultado de su experimento…

– Si Herbert 122 recorre un par de metros sobre sus dos patazas inferiores, además de dejar mi prestigio incólume, me convertiré en un hombre rico. Un hombre creso y famoso – había comentado Redtears a su ayudante de origen mesopotámico antes de haber iniciado la enésima operación.
– ¿Y para qué necesita una celebridad como usted tener más dinero del que posee en su libreta de ahorros? Con la ingente cantidad de personas sumidas en la pobreza y el hambre más manifiesta… – le espetó Hassa, el referido ayudante.
– Vosotros, los mesopotámicos, no entendéis de estas cosas – dicho esto, Redtears se colocó la mascarilla anti-microbiótica en la boca. Según su particularísimo punto de vista racial, no había motivo de perder más tiempo prolongando una insípida charla con un extraterrestre de tres narices y una sola oreja. Estaba claro que Hassa y sus congéneres habían sido erróneamente confeccionados por el que mandaba Allí Arriba.
La operación duró medio minuto – lo que significaba mucho, dado lo avanzado que andaban ya quirúrgicamente gracias a la ayuda aportada por los científicos de Trebla -.
Tras un día de reposo absoluto dado a Herbert 122, hoy era el día decisivo tanto para el Animaloide como para el futuro profesional del científico.
Resumiendo, era el día H, de Herbert.

– Tengo miedo – reiteró Herbert por décima vez, en esta oportunidad acompañado de un hipido.
El médico Redtears se quedó de piedra durante unos instantes, para posteriormente salir del trance. Se acercó hacia el intercomunicador emplazado justo al lado del marco de la puerta. Su alargado y esquelético dedo índice de la mano derecha pulsó el botón negro donde dos letras impresas en blanco decían “ON”:
– ¿Diga, profesor? – le llegó una voz ronca a través del aparato. Era difícil precisar si pertenecía a una mujer o a un hombre.
– Que haga el favor de comparecer el doctor Mikimusi – solicitó Redtears con voz tormentosa.
Herbert vislumbraba esta escena sin aparentar curiosidad alguna. Simplemente guiñó el ojo derecho y dijo:
– Tengo miedo.

Pasadas treinta y cuatro densas horas de espera, el doctor Mikimusi se presentó en la habitación “ROMBO”. Como la inmensa totalidad de los habitantes del planeta Trebla, era físicamente de estatura baja, pues no rebasaría el metro treinta, el pelo brillaba por completo por su ausencia sobre su grasienta calva perlada de excrecencias pustulosas y su tez era de tonalidad olivácea.
Nada más entrar, sus ojillos diminutos de tonalidad ambarina se fijaron en la patética presencia del robot mutante, para luego trasladarse hacia la silueta trastornada de su colega de profesión.
– ¿Me llamaba, Redtears de mis desilusiones? – inquirió Mikimusi. Los treblarianos solían expresarse siempre con una excesiva familiaridad.
– Si – respondió Redtears con sequedad.
– ¿Y se puede saber qué tripa se le ha roto? Ando muy saturado de trabajo. En concreto tango una operación sumamente delicada de “cutis de lagarto” que debo practicarle a la señora Hills, y está a la vuelta de la esquina como quien dice.
“Ya está alardeando este renacuajo en lata” – pensó para sí mismo Redtears, juntando ambas manos con firmeza.
– Creo que preciso una mínima parte de su colaboración – logró decir al fin.
Mikimusi colocó las manos encima de su calva e intentando mostrarse sorprendido, dijo:
– “¿Una mínima parte?”
– Bueno… ¡Leches, Mikimusi! Me hallo necesitado de toda su ayuda para que este prototipo se decida de una puñetera vez a caminar a dos patas como Dios manda – reconoció Redtears, señalando a Herbert 122.
Mikimusi dirigió de manera despectiva la mirada hacia el espécimen cibernético. La estructura metálica de la mesa gemía cada vez que este balanceaba sus escamosas “piernas”.
– ¿Quieres decir que tu fabuloso “Animaloide” se niega a dar ni tan siquiera un solo paso? ¿Me estás diciendo con ello que el mejor de todos los ciento veintidós ejemplares creados hasta el momento presente bajo tu supervisión está atrofiado? ¿Quieres decir que necesitas de mi inestimable ayuda altruista para tratar de evitar el fracaso número ciento veintidós en estos últimos dos años? En resumidas cuentas, ¿imploras que un simple treblariano interceda en este asunto del todo retrógrado que pertenece por derecho propio de autoestima ególatra a los terrícolas?
– Tú mismo lo has dicho todo, ¡brrr…! -contestó Redtears con resignación. La arrogante vanidad de Mikimusi le fastidiaba, enojaba y enfermaba, y para mayor inri, en esta ocasión no le quedaba más remedio que aguantarse.
Mikimusi se acercó hacia Herbert 122. Su diminuta mano derecha extrajo una ultra lupa del bolsillo superior de su bata, y se dedicó a examinar minuciosamente al “Animaloide” de arriba abajo. Cuando estaba observando la compacta y pulcra dentadura postiza de Herbert, este le soltó un ruidoso y al mismo tiempo apestoso eructo.
– ¡Por mil patanes! – exclamó Mikimusi, indignado.
– ¡Je, je! – rió Herbert.
Mikimusi miró completamente enfurecido al doctor Redtears.
– Tu “Animaloide” es un mal nacido y de los grandes, colega capullo.
Redtears se limitó a encogerse de hombros, disimulando – bastante mal, por cierto -, una sonrisa maliciosa.
Mikimusi volvió a centrarse en Herbert.
– A ver. Usted… – volvió su cara hacia Redtears. – ¿Cómo diablos se llama este condenado bicho?
– Herbert 122. Igual que sus ciento veintiún predecesores. Así se llamaba mi difunto progenitor, y así se lo puse como recuerdo póstumo en honor a su memoria. Dese cuenta que perdí a mi padre cuando yo tenía simplemente seis años. Estábamos presenciando un desfile promocional del circo Pulgas Grandes, cuando un hipopótamo furioso abandonó la formación y se lo llevó por delante.
Mikimusi dejó escapar un solemne “ajá”, para retornar al escrutinio de Herbert.
– De acuerdo, Herbert 122 de media chufa. ¡Habla! – le ordenó.
– Ese no es el problema, Mikimusi – le interrumpió Redtears. – Lo que ardo en deseos es de que ande.
Mikimusi introdujo la lupa en el bolsillo y extrajo unas gafas de alta fidelidad. Se las puso con una exagerada pomposidad.
– Fácil que este bobalicón no te ande, ni llegará a hacerlo bajo las condicionantes estresantes que le estás proporcionando a cada minuto. Hay que proceder con cautela. Sin prisas pero sin pausas. Tienes que intentar granjearte su confianza. Observe.
– Ya – Redtears asintió, ladeando ligeramente la cabeza.
Mikimusi se acercó hacia Herbert 122. Este guiñó el ojo derecho, para acto seguido sacar su enorme lengua sonrosada. Evidentemente, por no se sabía qué extrañas ideas, quería relamer la coronilla achatada de Mikimusi.
– ¡Mete esa lengua!
Herbert la introdujo en su cavidad bucal sin rechistar, guiñando de seguido el otro ojo.
– Así me gusta. Ummm… ¡A ver! Habla, Herbert. HABLA.
Herbert dirigió la mirada hacia su creador. Redtears le dio su consentimiento con un gesto de ambas manos.
– Me llamo Herbert 122 – dijo.
Mikimusi se excitó al oír la suave y susurrante voz del “Animaloide”.
– ¡Sigue! ¡Continúa, muchacho! – le espoleó. Se guardó las gafas en el bolsillo superior de la bata.
– Soy un “Alemanoide” – Herbert esbozó una pequeña sonrisa de timidez.
Redtears se tiró de los cabellos al escuchar esta revelación.
– ¡No! “Alemanoide”, no. ¡NO!
“¡Estúpido! Eres un condenado “Animaloide”.
“A – NI – MA – LOI – DE.
“Sólo faltaría que te oyera un inmigrante de la Renania…
– Bueno, soy eso. Y además me llamo Herbert 122 – dijo alzando el pico y mirando con una pizca de orgullo a sus dos interlocutores.
Mikimusi emitió un notorio bufido.
– ¿Es esto todo lo que sabe expresar? – se interesó enojado.
– Si le conminas a caminar con la soltura de un atleta de 20 kilómetros marcha, te dirá otra cosa – indicó Redtears.
Mikimusi retornó de nuevo al lado del “Animaloide”, musitando entre dientes “¿quién me mandaría perder el tiempo de esta forma?”. Herbert, nada más ver que regresaba el pequeño hombre cuya cabeza apenas rebasaba el borde de la mesa, hizo mención de sacarle la lengua.
– Herbert 122, te ordeno que camines – dijo Mikimusi empleando para ello voz autoritaria.
El espécimen animal robótico cerró los ojos al oír la última palabra.
– Tengo miedo – se limitó a decir.
– ¿De qué tienes miedo?
– De caerme.
– Por el delicioso relleno de la bollería industrial humana, si no lo intentas, nunca se te pasará ese miedo fóbico propio de un bebé de quince meses. ¡Vamos! Anda con garbo. Que se te vea mover el culo.
Para dar mayor énfasis a su mandato, Mikimusi hizo que su zapato derecho golpease con estrépito sobre la resbaladiza superficie del suelo.
Redtears rezaba para que su creación número ciento veintidós se pusiera a caminar.
– Tengo miedo – confirmó Herbert. Al decir esto, estornudó con virulencia, esparciendo las mucosidades nasales y sus habitantes, los microbios, en la plenitud del rostro oliváceo de Mikimusi.
– ¡Maldito “Animaloide” de villa estrecha! Como no se te ocurra dar unas cuantas zancadas en menos de diez segundos, te secciono en mil pedazos con una batidora gigante con hidrógeno en estado puro, haciendo sopa de galápago para mi hermano que regenta un restaurante marino en la Costa Seca del Norte de Trebla – chilló Mikimusi, pasándose un pañuelo de lino fino recién sacado de la lavandería por todos sus rasgos faciales.
Al percibir todos estos denuestos, Herbert se estremeció, abriendo los párpados hasta tener sendos ojos como dos enormes platos predispuestos para acoger la jugosa visita de dos pizzas boloñesas…, y empezó a mover las rodillas.
– ¡Increíble! – exclamó Redtears, acongojado por el asombro.
– Vea, Redtears. Mi método de persuasión instantánea ha funcionado – se jactó Mikimusi, volviéndose de espaldas hacia el “Animaloide”. Continuó pasándose el pañuelo por el rostro cuyos poros transpiraban sudor en exceso. No se percataba de lo que acontecía detrás de su espinazo.
El “Animaloide” emitió un bufido por sendos orificios nasales. Los globos oculares estaban inyectados en sangre. Este detalle agresivo no pasó desapercibido para Redtears. Es mas, hasta le hizo de esbozar una amplia sonrisa de gratitud.
– ¿A qué viene esa sonrisa insípida, Redtears? – se interesó Mikimusi un tanto perplejo.
Al amparo de la sombra perfilada en el suelo del científico treblariano el buenazo de Herbert se puso de pie.
Ya no tenía miedo.
Sus patas delanteras recubiertas por escamas sujetaron a Mikimusi por los hombros. Nada más percibir esa opresión súbita, este se sobresaltó en exceso, dejando que el pañuelo repleto de mucosidades y gérmenes patógenos cayera para al final reposar sobre el humedecido suelo.
– Qué diablos
Herbert 122 lo empujó con violencia hacia la moqueta natural. Las gafas de alta fidelidad salieron despedidas del bolsillo de la bata del doctor. Mikimusi apoyó las palmas de sus escuetas manos sobre el musgo, girando el cuello hacia los contornos del “Animaloide”, y dejó escapar una exclamación de sincera admiración al presenciar la figura del inmenso Herbert 122 ubicada allí de pie, mirándole desde las alturas como el segundo coloso de Rodas antes de ser demolido por Ulises 59 en una de sus frecuentes borracheras portuarias. Aunque también experimentó otro tipo de sensación.
Estaba ATERRADO.
– ¡Redtears! ¡Cojones de tío! ¡Ayúdeme! – suplicó.
– Y un jamón – respondió su colega sin dejar de sonreír como un párvulo con un chupa chus.
Herbert 122 observaba a la figura insignificante de Mikimusi, tirado como un pelele sobre el suelo musgoso de la habitación “ROMBO”.
– De acuerdo, Herbert 122. Ya te has incorporado de pie – le dijo Redtears, alejándose varios metros del cuerpo espatarrado de Mikimusi.
Cuando ya se hallaba situado a una distancia prudencial, elevó el tono de su voz:
– Ahora vamos a pasar a la prueba final. El ensayo de la elasticidad.
Mikimusi continuaba paralizado en su estado de estupor, sin intentar movimiento alguno. Su reluciente calva estaba chorreante de un sudor frío gelatinoso.
Redtears se relamió los labios. Era la hora concreta de cortarle las alas de la suficiencia infinita a ese engreído de palmo y medio.
– Herbert. Esta es la prueba decisiva y definitiva.
“Tu última tentativa para alcanzar la condición social de humano.
“SALTA.
– Tengo miedo – repuso Herbert 122, extrayendo su colosal lengua, pero sin tener esta vez la inocente intención de lamer la calva de Mikimusi.
– Tranquilo, amigo mío. El doctor Mikimusi se encargará de amortiguar tu caída con sumo agrado.
– Usted está majareta, Redtears. Como una regadera sin orificios. Se acordará de esta escena toda su jodida vida. Juro que se acordará, porque estará acabado como profesional del ramo y tendrá que mendigar unas monedas a la salida de cualquier antro de interrelaciones sexuales al por menor – el doctor Mikimusi soltó toda esta parrafada acompañada de una sarta de insultos en su lengua natal.
– Lo dudo mucho – sentenció Redtears.
Herbert 122 se lo pensó por espacio de una decena de segundos.
Introdujo la lengua.
Cerró los párpados y dijo:
– NO tengo miedo.
Acto seguido cogió impulso y saltó sobre el cuerpo tumbado del doctor Mikimusi.

El barrendero Kowas entró en la habitación “ROMBO”. Arrastraba consigo la monstruosa aspiradora “Maximus”. El doctor Redtears le aguardaba impaciente en la jamba de la entrada.
– ¿Cuál es mi cometido a desarrollar, doctor? – quiso saber con voz anodina.
El genetista robótico dejó recaer el peso de su brazo derecho sobre los hombros de Kowas haciéndole sentir como si entre ambos hubiese una amistad de quilates, y con el otro brazo señaló hacia el interior tenuemente iluminado de la estancia.
– Mira, debes de recoger todos esos restos VITALES diseminados por la sala de experimentación. No debes de dejarte ni una millonésima parte de escoria y detritus. Quiero ver esto limpio y brillante como una patena para cuando vuelva.
– Sí, doctor -respondió el barrendero con sequedad.
Redtears recogió su brazo y chasqueó los dedos pulgar e índice de la mano. Algo emergió de entre la oscuridad del rincón junto a la mesa metálica.
– Herbert 122. Ven. Acércate a tu amo – dijo el doctor.
Kowas dejó escapar un silbido.
– ¡Mi madre! Un “Animaloide” – exclamó.
Redtears sonrió al oír esto.
– Ha dejado de ser ya un simple “Animaloide”. Ha logrado superar la última prueba de urbanidad cívica. Ahora ya es tan humano como usted y yo – le detalló al barrendero.
– Pues aún conserva el aspecto exterior de un galápago gigante, si se me permite la observación, doctor.
– Lo de la apariencia es lo de menos. Lo primordial es que piensa, razona, habla y camina como un ser humano – aseveró Redtears. Alzó una mano, atrayendo la atención del “Animaloide Humanis”: -Vamos, Herbert 122. Hoy vas a dar tu primer largo paseo de cincuenta kilómetros sobre tus dos patas traseras.
Herbert 122 inició su marcha, para posteriormente acercarse hacia su creador. Eso sí, lo hacia con suma lentitud sobre sus grandes y escamosas patas inferiores. Debía de tener mucho cuidado para que el sobrepeso del caparazón de la espalda no le desequilibrara y se diera de bruces con la húmeda superficie del suelo, quedando tripa arriba y a merced de cualquiera que quisiera gastarle una broma pesada.
– No te precipites, Herbert 122 – le advirtió Redtears.
– De acuerdo, papá – dijo Herbert con sumisión.
Kowas los dejó a su aire, ladeando la cabeza en señal de “son como chiquillos de teta”, activando el motor del aspirador. Los restos VITALES entraban con vertiginosidad por el hueco rectangular de la máquina. Transcurridos dos minutos, durante los cuales Redtears instruía a Herbert 122 para su inminente excursión por las inmediaciones del “Orbital Hospital”, se escuchó otra exclamación sonora de Kowas.
– Ey, doctor… Entre los restos VITALES he encontrado vísceras, una mano con una alianza de oro en un dedo, un pulmón, globos oculares, lentes de miope… ¿Ha estado usted efectuando la autopsia a un inspector de hacienda? – preguntó sin inmutarse ya lo más mínimo. Ya estaba habituado por completo a descubrir cosas peores en la sopa enlatada procedente de Nueva Malinas del Sur.
– No, por Dios. Qué cosas de decir.
“¡TE HE DICHO QUE ANDES CON CUIDADÍN, HERBEEERT! – Redtears prestó entonces atención a lo que le había señalado el barrendero. – Lo que sucedió es que el estúpido e incompetente del doctor Holland trajo consigo esta mañana un ejemplar de “Mono Titi” para que le echara un vistazo y comprobara si tenía inicio de amigdalitis. En ese preciso momento estaba inmerso en plena tarea pedagógica enseñando a Herbert 122 la mejor forma de dar sus primeros pasos… Perdió la verticalidad y se cayó encima del pobre mono.
– Caramba.
– El resto no es difícil de imaginar. Herbert 122 pesa exactamente ciento cincuenta kilogramos y el mono titi pesaba quince. Herbert 122 lo aplastó sin miramientos, esparciendo sus restos por toda la estancia… En fin, una auténtica pena para el novato del doctor Holland. Era su tesis de fin de curso y puede que pierda la beca.
“¡TEN CUIDADO, HOMBRE! (se refería a Herbert 122, que en su torpeza se había llevado por delante un armario fichero que pesaba más de ochenta kilos).
“Bueno, nos vamos. Ya sabes…
– Si, doctor. Quiere usted que se lo deje todo como los chorros del oro para cuando vuelvan.
– Eso es – agarró de una pata a Herbert 122 – ¡Hasta entonces!
– Chao, doctor.
Kowas los vio desaparecer por el largo e interminable corredor, donde al final del mismo aguardaban los ascensores. Aumentó la potencia del aspirador. Cuanto antes acabase, antes podría irse a tomar unas tapas en la taberna propiedad de su hermanastro.
Empezó a tararear una canción pegadiza del grupo de rock “Los Devora Sesos”, dirigiendo la aspiradora hacia la esquina de la habitación que daba ángulo con la mesa metálica.
– ¡Menudo resto! – dijo, acompañado de un estridente silbido.
Allí mismo, adherida con masa encefálica junto al ángulo inferior del rincón había una cabeza humana de tamaño reducida… arrancada de cuajo de su tronco. Bueno, en concreto guardaba más semejanza con la cabeza de un treblariano.
– Son imaginaciones mías. Todos sabemos que la cabeza de una “Animaloide Mono Titi” guarda un gran parecido con la de un tipejo de Trebla – se dijo Kowas.

Había un chiste pésimo que hacía clara alusión a esto último:
“Un “Animaloide Mono Titi” se diferencia de un habitante de Trebla básicamente en que el primero va desnudo por la vida y el segundo lleva taparrabos.”

Kowas se olvidó del asunto, imprimiendo máxima potencia al aspirador.
La cabeza entró por el gran hueco rectangular, dando vueltas sobre si misma.

Agua contaminada

En estos inicios de año nuevo, tengo pensado intercalar entre mis relatos de nuevo cuño, alguno de los que tengo semiolvidados ya en el fondo de Escritos de pesadilla. En este caso, se trata de un mini relato de ciencia ficción que da que pensar sobre los efectos de la radiación. Como dice el refrán, de este agua no beberé, será mejor llevarlo a cabo en el caso de estas charcas de agua estancada, y no me vale la excusa de los que se pierden en los desiertos y se mueren de sed.

Era un simple charco oscuro arraigado en el asfalto del parking. Su diámetro sería de metro y medio. Agua estancada producto de infinitas gotas de lluvia caídas en los últimos días. Pasaban las horas y el charco continuaba existiendo. El cielo gris quedaba reflejado en su superficie pulida y brillante, reflejando las nubes tormentosas. De noche, la palidez de la luna reflejaba su silueta en el espejo acuoso. De día algún que otro mosquito se acercaba a su superficie. Alargaba su trompa y se ponía a beber. Y a su vez el charco bebía del mosquito. Y el insecto desaparecía para siempre. Volvía a pasar la tarde y al anochecer una nueva tromba de agua se encargaba de amamantar el contenido del charco, haciéndolo aumentar en tamaño hasta el alcance de los dos metros de diámetro. Al día siguiente un pajarillo curioso se acercó para paliar su sed. Brincando sobre sus dos patitas frágiles, se arrimó al borde de la charca y se dispuso a beber de la misma. La intención con respecto al pajarillo por parte del charco fue recíproca y del pajarillo no se supo más.
El resto del día se tornó lluvioso y el charco se agrandó veinte centímetros más. Pasada la medianoche el ulular del viento creaba ondulaciones sobre la superficie del charco. Y al poco un perro vagabundo se aproximó a su lado. Olfateó su contenido, dudando antes de extender su lengua sedienta para beber a lametazos un poco de agua. El charco contempló a su nuevo visitante con variopintos reflejos derivados de una lejana farola que aún funcionaba en el parking. Un triste gañido se propagó por el aire, seguido de un chapoteo. Diez segundos de tenaz lucha, y el charco se apoderó del cuerpo del animal. Surgió un borboteo en toda su superficie conforme el can desaparecía para siempre disuelto entre el conjunto de millones de gotas de lluvia contaminada allí reunidas en un sólo cuerpo líquido. Ahora la charca medía tres metros de diámetro. Y cada vez que llovía, era medio centímetro más profunda. Al día siguiente…

Era una especie de manguera de titanio, resistente al grado de corrosión de la charca infectada. Uno de los limpiadores puso en marcha el compresor. Otro se acercó al charco y depositó la boca de la manguera hacia el centro del mismo. Poco a poco fue succionando el líquido elemento hasta resecar la charca por completo. Tras terminar, se volvió a su compañero y le hizo la señal de que apagara el motor de la máquina de succión. Recogió la manguera y se acercó al vehículo, un camión cisterna de tamaño medio, con la carrocería comida por la radiación existente en la zona. Ambos limpiadores vestían un traje de protección, con botas, guantes y un llamativo casco. A pesar de las medidas de seguridad, los dos hombres estaban ya seriamente afectados por la radiación. Su respiración era cavernosa y sus andares muy cansinos. Se subieron a la cabina del camión y lo pusieron en marcha, abandonando el parking. Aquel había sido el último charco existente en las inmediaciones de lo que en sus mejores tiempos había sido un concurrido centro comercial, y aún les quedaban incontables más en los suburbios de Pripiat, en la zona de exclusión de Chernobil. Una región para no vivir. Donde la radiación cambiaba los roles de la naturaleza, creando un lienzo de locura sin par.