Especial día de San Valentín: Un olvido imperdonable

Hola, estimadísimas parejitas que cumplen con su deseo de celebrar el día de San Valentín en mi humilde hogar de pesadillas. Besaos con ardor. Que los sentimientos más románticos afloren en la intimidad de vuestros aposentos. Someteros al amor más puro y casto…
– ¡Señor! Espere. Sería preferible no darles aún la bienvenida.
Me vuelvo. Es el pelmas de mi mayordomo Dominique. Está que vive en una nube por el exitazo de su primer relato vampírico. Será petimetre.
– ¿A qué se debe esta nueva interrupción? ¿Acaso tu novia vampira también viene a la cita de San Valentín?
– No mi amo. Ella me está esperando luego en su Torre de la Locura. Me refiero a que ha habido una confusión. A la hora de enviarles las invitaciones, me he equivocado, y les he dado a todos la dirección de la Pensión de la Muerte Salvaje.
– ¿Cómo dices? ¿A la competencia? ¿Me estás diciendo que en el día de San Valentín voy a tener mi castillo desocupado de huéspedes?
– Yo… Esto. Más o menos, mi señor.
– Dominique…
– Sí, amo.
– Olvídate del día libre. Tu vampira tendrá que ligarse a un nuevo pretendiente si acaso espera recibir algún beso libidinoso en el día de San Valentín.

Era un día muy especial del calendario.
Soltando un brusco hipido, se volvió hacia su amigo de juergas.
– Jolines. Casi se me pasa la fecha, Stan.
– No me digas.
– Caray. Esto no puede ser.
– Tú aquí perdiendo la tarde y parte de la noche.
– Eso es.
– Inadmisible, amigo mío.
– Estás en lo cierto. Pago esta ronda y corro a intentar solucionar el olvido antes de que pasen las últimas horas. Si lo hago dentro del plazo, nunca se me podrá decir nada.
– Me imagino. Aunque a estas horas, todos los comercios ya están cerrados.
– Da lo mismo. Ya se me ocurrirá algo.
Dicho y hecho, puso un billete de cinco dólares sobre el mostrador y se marchó con viento fresco del bar, dejando a su amigo compartir las risotadas propias de toda borrachera con el resto de los parroquianos del lugar.

Victoria estaba indignada por la ausencia de su marido, y del miserable olvido en fecha tan señalada. Cuando dieron las once de la noche en el reloj de sobremesa del comedor, se levantó, recogió los restos de la cena, fregó los platos y se puso el camisón entallado de satén de color negro para irse a la cama. Justo en ese momento escuchó un golpeteo sobre la madera externa de la puerta trasera de la casa. Fue con paso precavido para averiguar quién podía ser a esa hora de la noche. No era probable que fuera Harry quien intentara entrar, pues era hora demasiada temprana para su vuelta cuando a este le daba por irse de parranda, como por desgracia sucedía en esta ocasión. Al acercarse, comprobó que la cadenilla del cerrojo estaba en su sitio. Alzó disimuladamente una esquina de la cortinilla del cristal superior de la puerta para intentar entrever algo, cuando percibió la presencia de alguien detrás justo de su espalda.
– ¿Harry…?
Justo en ese instante le pasaron un saco por la cabeza hasta los costados del cuerpo.
– ¿Qué? ¿Cómo? – dijo, azorada por la oscuridad repentina.
No pudo decir mucho más, pues su asaltante le propinó un golpe certero en la cabeza con una cachiporra para dejarla inconsciente…

La cabeza le daba vueltas.
Victoria se fue despertando, con la vista nublada, y sintiéndose momentáneamente desorientada.
Cuando fue centrando la vista, se dio de cuenta que el frío que sentía era el aire filtrándose a través de la tela de su camisón. Estaba en la parte del jardín trasero de su casa. Horrorizada, comprobó que estaba sentada sobre la mecedora, inmovilizada con cuerdas alrededor de sus muñecas, sus tobillos y su cintura. También estaba amordazada con el juguete sexual de sadomasoquismo adquirido el mes pasado en el sex shop. Tironeó con fuerza de las ataduras, con resultados negativos. Miró hacia sus pies, y apreció que tenía cuatro o cinco maderos de leña para la chimenea ahí reunidos.
Mordió la bola de caucho de la mordaza, tratando de hacerse escuchar, de alertar al vecindario.
En esas estaba, cuando vio acercarse a cuatro hombres enmascarados portando algunas teas encendidas. Uno de ellos además traía un bidón de gasolina…

Todo iba en principio de maravilla. Al poco de salir del bar, vio a tres Ángeles del Infierno apoyados en sus motos, bebiendo como vikingos. Les contó que estaba dispuesto a pagarles cincuenta dólares si le echaban una mano en la representación que debía hacer esa misma noche en su propia casa. Los tres asintieron de buena gana. Le hicieron montar como paquete en una de las Harley Davidson.
Al aproximarse a las inmediaciones de su casa, los condujo al jardín trasero. Desde esa zona había un acceso al sótano por una trampilla, y con la ayuda de linternas que traían consigo los macarras, se hizo con capuchas de sado ahí guardadas, además de sogas, un saco de cuero negro y una cachiporra.
Se colocaron las capuchas. Uno de ellos tocó a la puerta trasera, atrayendo la atención de su mujer. En el mayor de los silencios, los otros dos y él mismo se acercaron a traición hacia donde estaba Victoria, colándose por la puerta principal. La inmovilizaron con el saco y uno de los barbudos melenudos la hizo de perder el sentido con un eficaz golpe con la cachiporra.
Atarla a la mecedora fue lo más sencillo del plan.
Harry estaba eufórico. Golpeaba a sus improvisados ayudantes, dándole palmadas en la espalda.
– ¡Esto está saliendo de cine! – dijo, riéndose como un tonto.
Se acercó a su mujer. En cuanto esta escuchó su voz, lo identificó de inmediato como su estúpido marido borracho de toda la vida.
– Usted es Victoria Henderson…- le dijo Harry.
Hipó para continuar con su corto discurso.
– Usted es una conocida bruja. Sus sortilegios han afectado a varios conciudadanos de esta noble localidad. Como miembro de la Santa Inquisición, y como manda nuestro Creador, su pacto con el diablo la condena al infierno.
“Como suele suceder en estos casos, sólo su alma podrá ser purificada en cierta manera por el fuego devastador de la hoguera. Así es como debe ser.
“¡BRUJA MALVADA! ¡PECADORA! ¡NOVICIA DE SATANÁS!
Harry escupió sobre los pies descalzos de su mujer.
Contempló con agrado cómo esta tenía los ojos casi fuera de sus órbitas.
Estaba claro que, aunque tarde, estaba cumpliendo con parte de la tradición de ese día festivo.
Con torpeza derramó el contenido de la lata de gasolina sobre el cuerpo de Victoria, empapándole los cabellos y el camisón, para luego hacer lo propio sobre la leña.
Se distanció un par de metros y extrajo un mechero.
Lo encendió ante la figura convulsionada de su mujer, quien hacía de balancearse frenéticamente la mecedora hacia delante y atrás.
– Buen final de noche de Halloween, querida. Ya veo que he conseguido asustarte a lo grande – le dijo, revelándole el motivo de esa pesadilla del demonio.
Uno de los Ángeles del Infierno le golpeó con el codo en la espalda.
– Oye, viejo, me parece que te has equivocado de fecha.
“Hoy es San Valentín, el día de los enamorados…

Cómo responder ante un ataque de zombies malhumorados

Hola. Ya sabemos que el fin del mundo está más que cerca. Que un día tendremos una concatenación de explosiones nucleares por doquier en los cinco continentes del planeta terráqueo.
Y por consiguiente, los pocos humanos que sobrevivan ante semejante catástrofe deberán de avezarse en las tácticas defensivas ante los ataques furibundos de zombies cabreados por haberla diñado y sin embargo enterarse que no disfrutaban del reposo eterno, si no de una hambre canina súper caníbal. Vamos, que se pirran por la suculenta carne humana, sus cerebros y el resto de entrañas… Buf…
Así que vayamos al meollo del asunto.
Si te ataca un zombie mientras estás desayunando en la cocina de tu casa, ¿cómo reaccionarías?

1.- Le invitaría a un par de huevos fritos con salchichas.
2.- Le leo un párrafo de cualquier libro del Dragó.
3.- Le hago cosquillas en el sobaco, y mientras se descojona, me piro del lugar echando leches.
4.- Como soy un domador de paquidermos, consigo que Trompetita, mi elefante de treinta años le haga diez o quince pasadas sobre el espinazo.
5.- Conecto la tele de la cocina y le dejo viendo la publicidad.
6.- Como última solución, aprovechando que llega la suegra, simulo que también soy un zombie y le pego un bocado en el antebrazo derecho a la pobre mujer, para así pasar de posible presa, a depredador.

En fin, esta es la primera de las situaciones.
Decidan la más apropiada para sus intereses, y si se les ocurre alguna otra treta anti-zombies, no duden en postearla.
Que sean felices.

La artimaña

Estando dibujando un bosquejo de naturaleza muerta (un cesto de mimbre conteniendo fruta y verdura podrida) sobre el lienzo, percibí los pasos indecisos de Dominique a mis espaldas.
Me volví con el pincel entre los dedos de la mano derecha.
– Mi amo, siento mucho mi osadia del otro día -empezó a disculparse. – Es que soy un fanático de la ciencia ficción.
– Ya. Bueno, mientras no reincidas en el pecado, todo te irá bien. ¿Por cierto, cómo tienes la espalda?
– Ya sólo siento algunos cosquilleos.
– La próxima vez utilizaré las garras de Freddy Kruger. Recuérdamelo.
Dominique no quiso dar por concluída la breve conversación.
– ¿Hay algo más que quieras decirme, siervo de tercera categoría, con visos a descender en el ránking de lacayos tremebundos?
– Yo, para congraciarme con usted, mi amo, he tenido la voluntad de escribir un pequeño relato de terror.
– Hum. Veamos lo que me traes…
” En verdad que es muy breve. Pero tiene algo de nivel, dada tu corta inteligencia.
Veamos la opinión de los lectores. Si hay protestas generalizadas, no me quedará más remedio que seccionarte la mano derecha con un sable.
– Lo que usted diga, mi amo. Ya sabe que yo obedezco y padezco.

Era noche casi cerrada en pleno mes de noviembre. Hacía mucho frío, y casi no había transeúntes por las calles. Ella era una mujer bastante atractiva. Pero eso era lo de menos. Caminaba abrigada y presurosa por la acera. Sus ojos buscaban y miraban.
Pasados unos minutos eternos, vio un hombre joven que se acercaba. Venía andando no muy derecho. Vestía ropa de obrero de la refinería cercana. Seguro que acababa de salir de tomar unas pintas con sus compañeros, y ahora se encaminaba rumbo a su casa, dispuesto a entrar sin llamar la atención de su esposa e hijos, si es que acaso los tuviera.
El hombre no tardó mucho en fijarse en la silueta llamativa de la mujer.
Nada más hacerlo, ella se dejó caer sobre el frío suelo, desmayada.
El juerguista se acercó hacia el cuerpo tendido de la hermosa joven.
– ¿Se encuentra usted bien? – se interesó situándose de rodillas a su lado.
El rostro de la chica estaba lívido. Los ojos cerrados. Su pecho estaba inmóvil. Parecía no respirar.
En un gesto instintivo, el individuo sujetó la cabeza de la damisela por la nuca, presto a aplicarle el boca a boca.
Sus labios se arrimaron a los de ella.
En el momento de insuflarle su aliento, la mujer abrió con presteza su boca y lo examinó con los ojos abiertos.
Sus colmillos relucieron a la luz ambarina de la farola.
Antes de que su víctima pudiera decir nada, ya estaba alimentándose de su sangre…

La maldición

¡Rayos! ¡Centellas!
¡Yo te maldigo, Dominique, por los cuernos corruptos de diez mil demonios caídos en desgracia! ¡Esto es un rincón del terror! ¡De la angustia galopante! ¡Del misterio insondable!
Es permisible colar de rondón algunas de mis creaciones de ciencia ficción, pero espaciándolas en el tiempo. ¿A quién se le ocurre publicar dos seguidas?
¡Y encima el segundo a mis espaldas, aprovechando que yo estaba ausente, acompañando en una cafetería transilvana en la hora del té a Madame Calva Ominosa y a su preciosa sobrinita, la señorita Rodolfina Chillidos!
Acércate, canalla, que voy a dejarte la espalda desollada con mi látigo de veinte colas.
¡ZAS! ¡ZAS! ¡ZAS!
– ¡Ay, mi señor! Que duele mucho. No podré tumbarme en un mes.
Así te servirá de escarmiento, caradura.
Y mientras te vas a curarte las heridas lacerantes con vinagre y sal gorda, procedo a entretener a mis recién llegados con una historia de terror…

Me llamo…
No importa. Es mejor dejarlo en el anonimato.
Me encuentro a solas en mi habitación del motel de carretera, alejado cincuenta millas del lugar de nuestro encuentro con la maga.
Se llama La Dama Altiva. Dispone de su local entre las barracas de tiro al blanco y el medidor de fuerza del mazo de la feria ambulante instalada en la ciudad por espacio de veinte días. Acudimos los tres a visitarla. Los nombres de mis amigos también me los reservo. Ya no merece la pena recordarlos.
Están ambos muertos.
Esta señora es una especie de adivinadora. Dice que lee el futuro. Es una mujer ya muy mayor y vestida con ropajes de lo más estrambótico. Hace una semana que la vimos. Entramos muy bebidos y con ganas de pasarlo bien a su costa. De principio nos negamos a pagarle por adelantado. La bruja se lo tomó con relativa naturalidad. Nos sentamos los tres enfrente de ella. No tenía ninguna mesa. Ni la bola de cristal que se supone que suele utilizarse en estos casos. Simplemente nos tocaba la frente con el revés de una de sus manos y nos decía la buenaventura. Ninguno la creímos. Es más, nos reímos en su cara y empezamos a destrozarle gran parte de los ornamentos arracimados en las estanterías de la diminuta estancia. La mujer se puso furiosa. Exigió que nos marcháramos de allí, eso si, previo pago de quince dólares por los servicios prestados. Uno de mis amigos le arrojó un resguardo usado de una de las atracciones que habíamos disfrutado antes de visitarla. La Dama Altiva se puso extremadamente arisca y nos sentenció a los tres con una frase:
“En cuanto os abandonéis al sueño, el despertar se os alejará para siempre.”
Abandonamos su local entre carcajadas.
Eso fue hace cosa de una semana exacta.
Cada uno de los tres nos fuimos a nuestras casas respectivas.
A pesar de haber bebido como un cosaco, me encontré muy desvelado y no pude pegar ojo.
A la mañana siguiente, me enteré de la muerte de mis dos amigos. Sus familiares me dijeron que se encontraban en perfecto estado al llegar a sus hogares, dejando aparte el hecho de que estuvieran borrachos, y ambos se acostaron sin problemas. Más una vez que se echaron a dormir, la muerte les rondó hasta el punto de no dejarles disfrutar del amanecer.
Los dos eran muy jóvenes. Veinte y veinticinco años.
No hay derecho. No se puede condenar a la muerte a personas con toda la vida por delante.
En mi caso, me mantengo al límite de mis fuerzas. Llevo insomne desde el día que tuvimos a mal visitar a La Dama Altiva. En el mismo día de las muertes de mis amigos, regresé a la feria, pero aquella extraña mujer ya no estaba disponible. Ni siquiera me permitieron verla aun rogándolo de rodillas y con el rostro en llanto.
Bebo café negro sin parar. Taza tras taza. También echo mano de las bebidas energéticas. Y me pincho las yemas de los dedos con alfileres.
Pero son siete días y siete noches sin haber dormido un ápice. Por eso me he alejado de mi casa. De mi familia.
De rendirme al sueño mortal, prefiero hacerlo lejos de mis seres queridos.
Pues se que en cuanto de la primera cabezada, mi vida se habrá apagado para siempre.

Mentes homogéneas de Norteamérica

Estamos en los comienzos de una semana nueva. Pero primero permitan que me presente…
Soy Dominique. Mi amo está ausente en estos momentos. Me ha sugerido que puedo ofrecer a los visitantes un relato revisado y corregido porque aún falta un poco para finalizar una de sus nuevas creaciones.
Así que he escogido este título. También es de ciencia ficción. Como soy un fanático de este género, y el amo es tan poco pródigo en escribir obras visionarias del futuro, lo publico. Si no se me quejan al amo, les prometo que lo que venga en los próximos días de Escritos será terror y misterio en estado puro y duro.
Hasta que llegue ese momento, a aguantarse, je je…

Una tarde noche indeterminada de un verano del año 2150.

Mineola – Estado de Nueva York -.

Tim Braxtor se quedó parado al instante, fijo, inmóvil y consolidado como un bloque de granito sin esculpir ante la brillante y perturbadora superficie de la luna rectangular del escaparate. Los destellos que difundían las luces de neón que anunciaban de manera pomposa el nombre del establecimiento comercial “Almacenes Valerio Dellatorre” hacían que su reflejo de cuerpo entero apareciese en la textura solidificada del cristal en una mezcolanza de variantes coloristas, formando multitud de parches geométricos como si estuviera en el interior demencial de una discoteca “underhell” que emitiese música psicodélica, cuya principal letra inducía a la juventud independizada de los lazos paternales al suicidio colectivo mediante la ingestión de una sobredosis de pastillas sintéticas “sluggish”1. Su rostro demacrado y amargado, apolillado por la sinrazón de la rutina diaria auspiciada por el Primer Hombre, tan pronto adoptaba la tonalidad rojiza de un inmenso tomate californiano, hinchado y crecido por la exposición a la lluvia radioactiva, como variaba de color conforme la piel arrugada y reseca de un camaleón, tornándose en una máscara verde luminosa perfilándole un parecido externo con el de un alienígena aturdido que proveniente del lejano planeta “XO 15” acabara de sufrir un serio percance con la estabilidad de la nave espacial utilitaria, viéndose forzado por las circunstancias a aterrizar en pleno sembrado decadente del Medio Oeste, debiéndose de dar a la fuga nada más posar la bota de compresión en tierra y ver como el en principio accesible terrícola que le recibía con todos los honores asignados al protocolo de la cortesía interplanetaria, blandía nada más y nada menos que un destacable garrote de madera de roble de un metro de largo.
Un reguero incesante de personas indiferentes a cuanto les rodeaba surgía y desaparecía con suma rapidez por detrás de la figura inamovible de Braxtor. Este observaba su transitar reflejado vagamente y con indolencia sobre el vidrio de cinco centímetros de grosor del expositor como meros números digitales que debían cumplir con lo que el destino disfrazado de ecuación había determinado para ellos con meses y años de antelación. A esa hora en concreto, las ocho de la noche de un lunes tórrido y con los niveles de polución en su estado más soportable para la respiración, debían de pasar por ese punto en cuestión sincronizados por el software programado en la placa “One Mind”, que no era otra cosa que un inapreciable microchip implantado en el hemisferio dominante de sus cerebros en la primera semana del nacimiento. Desde ese momento de anquilosamiento intelectual, la devoción hacia el Primer Hombre sería íntegra y conjunta como un todo. Y ese todo equivaldría a una nación entera.
Aunque…
… existían los “Dañados”.
Los “Dañados” eran números deteriorados. Las órdenes almacenadas en la memoria de la placa “One Mind” no fluían con la limpidez y con la firmeza inflexible que sería deseable, fruto de lo cual se sucedía el desconcierto que conducía inexorablemente al caos y a la anarquía más absoluta. Y para remediar este desbarajuste que amenazaba con parasitar el cuerpo único, infectando las venas de la nación que conducían hasta el corazón de Nueva Washington, haciendo que degenerase en sus funciones, bombeando sangre carente de plasma, la ejecutiva del gabinete sobre el cual se sostenía la figura prominente e intocable del Primer Hombre configuró el cuerpo auxiliar de élite de los “Cumplidores”, integrado en su mayoría por las fuerzas de asalto que tomaron parte activa en el famoso derrocamiento del Presidente Wilson III, último sustentador del régimen democrático y sufragista que imperaba en los estados de la nación desde el final de la 3ª guerra civil, la Guerra del Gran Bienestar. Los “Cumplidores” disponían del decreto judicial de patrullar de incógnito por las calles de las metrópolis, vigilando los movimientos de sus habitantes, quebrantando su derecho a la intimidad y del libre albedrío, asegurándose por medio del software en tiempo real de su escáner de bolsillo, en cuya pantalla quedaba registrado quién obedecía las directrices de su “One Mind” y de quién se trabucaba rigiéndose por otro mandato no registrado en el orden del día. Quienes incurriesen en dicha disidencia, los números “Dañados”, eran erradicados del Sistema Único de inmediato.
Tim Braxtor era un número de lo más saludable. Formaba parte inmutable de los números de la Vida. Su misión puntual consistía en permanecer quieto e impasible, mirando sin interés de hacerlo hacia los maniquís desnaturalizados dispuestos al otro lado del escaparate, sumiso como un cordero durante los siguientes cinco minutos. Transcurrido semejante lapso de tiempo habría cumplido sobradamente con las pautas y las normas del comportamiento “pasivo”, inherente al “planning” estructurado en los laboratorios cibernéticos de la Nación Única que contemplaba la evolución preestablecida de su destino, y por lo tanto, ya podría ir a donde quisiese o se le antojase siempre dentro de los límites permitidos por el “pensamiento único” del Primer Hombre.
Su semblante adquirió un llamativo matiz azulado. Más tarde – las luces del escaparate mutaban cada diez segundos – medio semblante era cobrizo y el otro medio se le tiñó de un lívido tono grisáceo.
Anclado sobre su peana como si fuera un maniquí más, continuó observando con desinterés el discurrir de las personas por ese tramo de la acera de grafito. De repente, como si fuera un extra más de esa película insípida y aburrida, o una crisálida a punto de despojarse de su capullo para encarnar las vivencias de una polilla gris, surgió la presencia de una señora de trazo grueso paseando a su animal de compañía, situándose detrás de él a unos dos metros de distancia. La mujer tendría unos setenta años mal llevados, medía un metro sesenta y sobrepasaba con creces el peso límite de pesaje impuesto por la báscula parlanchina de farmacia. Su mascota era un perro insignificante, muy cercano al prototipo de la legendaria raza “chow-chow”: pequeñajo, de aspecto redondeado y con un babeo ciertamente desagradable. Sin duda era un “mutante cánido cibernético”. Se asemejaba a un aborto de la naturaleza. Afortunadamente para los transeúntes más cercanos el chucho estaba bien sujeto por una correa de eslabones de hierro enganchada al collar “repele parásitos” que portaba alrededor del cuello.
El reloj digital del Manchester Bank marcaba las 08:20 P.M.
La señora estaba cumpliendo con la hora asignada al destino artificial y arbitrario del animal. Era obligación sine qua non que paseara al can a esa hora y más en concreto, debía de obligarle a realizar sus necesidades en la farola emplazada de soslayo frente al escaparate del expositor de los “Almacenes Valerio Dellatorre”.
El horripilante boceto inacabado de perro se encaminó con destemplanza y sin gracia hacia el pie de la farola. Disponía de sesenta y cuatro segundos de margen para cumplir con el horario preestablecido por la sección creadora de Vida Artificial de Ayuda y de Acompañamiento a la tercera edad.
– Venga, “Tiny”, que se nos está echando el tiempo encima – gorjeó la anciana.
Braxtor entornó mínimamente los párpados, observando al “chow-chow” apoyar una pata trasera sobre el frío acero de la base de la farola. La mujer estaba controlando el tiempo por medio de su cronómetro de bolsillo. Faltaban escasos segundos para el plazo de tiempo estipulado e insertado en los miles de transistores del microchip “One Mind” de “Tiny”, cuando el contratiempo reencarnado en el espectro sombrío de un minino renqueante de la pata trasera derecha y con el sarnoso pelaje del lomo arrancado casi a mordiscos por parte de algún perro agresivo se magnificó en el meollo de la escena surgiendo de entre dos cubos de la basura. La mujer de edad avanzada no se percató de la inminente presencia del gato tiñoso, pero sí lo hizo su repelente “chow-chow”. El animalito se puso tenso, impregnado de una irritación instintiva enraizada de manera intrínseca en sus genes, echando a correr de forma endemoniada en pos del felino.
“¡guaaa! ¡guaa!”
Su dueña se dio cuenta tardíamente del incidente al tensarse la correa. La sorpresa la desbordó por completo y la sujeción de la cadena terminó por escurrirse de entre los dedos regordetes de la mano derecha.
– ¡Tiny! – barboteó la inmensa mujer, perpleja por ese imprevisto.
Miró a la hora parpadeante del cronómetro. Los dígitos señalaban que el tiempo otorgado para la micción del animal había finalizado ya desde hacía veinticinco segundos. Los ojos llorosos y frenéticos de la dama se entornaron, llevándose una de las manos a los labios apretados por la tensión.
– ¡Tiny! – profirió aterrada, mordiéndose las uñas y la piel de los nudillos.
“Tiny” proseguía obcecado en su correría desbocada, pegándose a los talones del felino hasta doblar la esquina que daba al interior de un callejón sin salida cercana a la gran avenida.
– Tinyyy…- musitó la mujer apoyándose contra la farola desesperada.
Un quejido lúgubre y pastoso surgió desde el callejón sombrío. Tres tajadas secas y profundas se fueron propagando por la atmósfera impregnada del polvillo flotante del plomo de la contaminación.
“zasss”
“zasss”
“zasss”
Braxtor las escuchó con nitidez y cuando comprendió el significado de las mismas escupió sobre el rostro protegido de uno de los maniquís. La flema viscosa se apelmazó en un solo grumo sobre el vidrio blindado, adquiriendo la forma de una célula muerta; segundos después tendría la forma de una ameba. El silencio que impregnaba a ese trecho de la gran avenida, con la muchedumbre caminando sin volver la vista atrás, sería violentado por los pitidos cortos y agudos de su reloj de pulsera, avisándole del cumplimiento del horario programado en su “One Mind”. Lo silenció al instante y se volvió de medio lado en dirección hacia la bocacalle que conducía hacia los entresijos del callejón sin salida posterior. De repente, y sin el menor aviso, surgió la silueta de un hombre atlético uniformado recortada a contraluz de la lumbre de una de las farolas que tachonaban el borde de la acera de la avenida, evadiéndose de la oscuridad del dintel del callejón. Fue doblando la esquina, con los pasos de sus botas reglamentarias de cuero negro resonando sobre el grafito del suelo de la acera.
“pas-pas-pas”
– “Tiny”…- sollozaba la dama sin querer afrontar la realidad de los hechos, renegando del futuro que iba a aguardarle a partir de esa misma noche.
El brigada de segundo grado del cuerpo de los “Cumplidores” se aproximó con aplomo a su lado, mostrando la dentadura blanca y reluciente como el marfil más puro, sin defectos en su esmalte, atendiendo a la sabiduría de la higiene dental.
Adelantó dos pasos más.
“pas-pas”
Emitió un sonido de reprobación con la punta de la lengua al restallarlo contra el interior de los incisivos, arrojando la cabeza inerte del “chow-chow” a un par de pasos de la mujer. Enseguida quedaría aderezada dentro de un charco de sangre avinagrada, mirando ciegamente al cuerpo desmoronado de su dueña.
– Señora… – se dirigió el brigada hacia la anciana.
– Tiny…- gimoteó ella con todo su dolor mirando a la cabeza decapitada del infortunado animal. La lengua del can colgaba desairada por entre los colmillos como un trapo de franela hinchado por la humedad.
Quien se ocupó de cercenar la vida de “Tiny” trató en mostrar su más sincera condolencia a la dama:
– Lo lamento profundamente, señora.
“No pude evitar hacerlo.
“Debía de cumplir con mi DEBER.
El “Cumplidor” se encogió de hombros, inmutable.
Era inútil explayarse. No merecía la pena justificarse. Ella ya lo sabía. El tiempo se había consumido. El destino de la precaria criatura era servir de alimento a los gusanos desde ese mismo instante. No había concesiones ni derechos a prórrogas añadidas. Y mucho menos tratándose de un miembro “Dañado” de la fauna cibernética. Por eso lo innecesario de que el brigada ocultase el cuchillo de supervivencia “Bleed to Death”2 que portaba en la mano derecha enfundada en un guante de látex. El filo laminado al carbono estaba manchado de rojo escarlata, de donde goteaban lágrimas de moribundo hacia el suelo…

– Fue doloroso, aunque no sufrió mucho. Cuando se quiso dar de cuenta, ya le había asestado las tres cuchilladas, separándole la cabeza del tronco…- comentó el brigada a Braxtor a las puertas de un club nocturno situado no muy lejos de los “Almacenes Valerio Dellatorre”.
Cuando llevaban unos minutos de charla insípida y monocorde se coló por entre los dos un niño de nueve años, perseguido por otros dos. El niño delantero llevaba una pistola de aceite, y al defenderse de sus compañeros de juego no le importaba ni lo más mínimo si erraba el blanco manchando a algunos de los viandantes.
El “Cumplidor” miró de soslayo al niño.
– Esa actitud… – susurró tan calladamente que Braxtor ni le escuchó.
Desenganchó el escáner del control del comportamiento del parche de velcro de la cadera derecha. Centró su vista glacial en la pantalla, dirigiendo la mini-antena periscópica hacia los niños que estaban correteando en círculos alrededor de cada una de las farolas más cercanas. La pantalla táctil permaneció un par de segundos en blanco hasta que se disparó, mostrando una fotografía de primer plano del niño gamberro. Apretó un icono de salida de datos y estos quedaron reflejados de forma centrada al lado de la fotografía tridimensional.

SINCLAIR, DAVID DAVIS
Rd. 155, Big East
MINEOLA (Estado de Nueva York)
Número Id: 10005321 – Serie A33
ANOMALÍA DE LAS ÓRDENES DE CONDUCTA:
93/53/71AB/977 Subcódigo 4.56.4009
Estado actual: Prescindible.

Apagó la pantalla del escáner y lo volvió a enganchar en el soporte de velcro de la cadera.
Sus ojos taciturnos discreparon por una fracción de segundo con lo que acababa de leer.
Declinó reflejar sus sentimientos externos a Braxtor, ofreciéndole la espalda, y con voz monocorde antes de ir en pos del niño “Dañado”, terminó por sincerarse ante su interlocutor:
– Esto me mata. El sólo hecho de tener que hacérselo también a un niño…
“A un niño “Dañado”… Me estremece con un remordimiento inusual. Y lo malo de todo es saber que por mucho que lo intentes, acabará sufriendo.
“Y cuando ves que sufren, empiezas a dudar del Sistema Único. Y esto tienes que sacártelo de la cabeza, porque si no…
“Si no…
“Dios.
“Estás igual de acabado que “ellos”.
Fue avanzando con el rostro contrito.
Un paso.
Dos.
Los niños lo vieron llegar con la admiración que daría contemplar a cualquier jugador destacado de la liga profesional de “Push´em Out”. 3
El hombre uniformado se situó entre ellos, colocándose de cuchillas al lado del niño “Dañado”.
Ensanchó una sonrisa de campeón, granjeándose de entrada la confianza del pequeño.
– Tú debes de ser David Davis Sinclair.
– ¿Cómo es que me conoces?
– Sé muchas cosas acerca de ti, David. Quizás demasiadas…
Le revolvió el pelo encrespadamente castaño.
– David Davis. ¿Qué te parecería si te invitase a dar una vuelta en mi nave patrulla?
David exhaló un grito de felicidad.
– ¡Guaaa…! ¿Quieres decir que volaremos a mil pies de altura, observando la ciudad por el visor telemétrico de rayos infrarrojos?
– Exactamente correcto, David Davis. Ejercerás de copiloto de la nave. Y podrás pulsar los botones de ignición.
David no podía caber en sí de gozo. Circular por los aires contaminados en el interior de un “Glider Invisible Eagle” era el anhelo máximo de toda la chiquillería. De repente se sintió algo avergonzado por su egoísmo. Miró al hombre uniformado, con el desconsuelo de sus amiguitos por no sentirse mencionados en la gran aventura reflejado en sus rostros.
– ¿Y qué hay de Pat y Fence? También podrán venir con nosotros, ¿verdad?
El brigada meneó la cabeza.
– Sabes tan bien como yo que el vehículo es un dos plazas – Y para hacer concebir unas falsas esperanzas a los dos críos, añadió: – Si nos damos la suficiente prisa, puede que a tus dos compinches me los lleve de garbeo cuando regresemos.
La promesa contentó a David.
– Nos veremos luego, chicos… – se volvió para despedirse de Pat y Fence.
El “Cumplidor” de las normas de conducta de nivel Primario – animales de compañía y menores de edad – lo asió de la mano derecha, encaminándolo hacia el callejón de las últimas esperanzas.
– ¿Lo tienes ahí aparcado?
– Sí. Lo bueno de los “Gliders” es que los puedes estacionar en cualquier parte, por muy estrecho y angosto que sea para la circulación terrestre.
– ¡Caray!
Entraron por debajo del umbral de la callejuela, con la mano izquierda del brigada apoyada sobre la cabezuela de David y su torso inclinado mientras su mano derecha palpaba la empuñadura del cuchillo de supervivencia.
A la vez que lo acariciaba, la negrura del callejón los fue envolviendo, mitigando en parte lo inconcebible del Sistema Único. Por segunda vez en lo que llevaba de turno de noche, los goznes de su miembro superior derecho chirriaron con displicencia, tardando demasiado en la eliminación de la unidad “Dañada”, cuyos gritos agónicos de dolor se encargaron de quebrantar la imparcial quietud de la noche, saturada con una tonelada de densa tensión y que recubría a ese oscuro rincón del callejón con sus alas membranosas de murciélago.
Mientras depositaba el armazón sin vida del niño sobre un manto de fango mullido, pudo reparar en una disfunción cerebral.
Su mente armónica ya no era perfecta.
Ecuánime.
Subordinada a los intereses de la gran maquinaria norteamericana del Primer Hombre.
Entonces le llegó la voz de un niño gimoteando a sus espaldas.
– ¡Hala! Ha matado a David.
“Lo ha matado.
Por vez primera en su ordenada vida marcial, una lágrima ácida osciló desde la comisura de su cuenca derecha, marcando una línea húmeda sobre la mejilla como si fuera la veta de una losa de mármol.
– ¡Dios!
“¡DAVID!
“¡DAVIDDD…! – surgió una figura femenina en su área de acción. La figura se inclinó sobre el niño tendido boca arriba en un charco de sangre y fango hediondo.
La visión del brigada se tornaba cada vez más deficiente por la proliferación de las lágrimas.
– Lo siento, señora.
“Cumplía con mi deber.
“Su hijo era “imperfecto”. Cada vez cometería más infracciones al código de las Normas de Conducta Única.
– ¡Era tan sólo un niño, miserable hijo de puta!
“¡UN NIÑOOOO…! – chilló la madre entregada a los sollozos.
La escena era tan devastadora.
Tétrica.
Cada vez sentía la cabeza más pesada. Desconectada del mundo real. Ajeno a las leyes del espacio y del tiempo. La carga del blindaje del uniforme se le hacía cada vez más pesada. Al poco un nuevo curioso iba a añadirse al velatorio del niño “Dañado”.
Era Braxtor.
Su rostro reflejaba un rotundo desacuerdo sobre aquel desenlace, pero por temor a infringir una de las reglas de subsistencia de su “One Mind” se conformaría con tratar de hacer reaccionar al brigada, que parecía sumido en la indecisión:
– ¿Acaso piensa dejarlo allí? ¿Tendido entre la inmundicia? Al menos llame al camión de recogida de las mentes contradictorias.
La madre llorando.
– Uhhuu… Un niñooo… Era tan sólo un niñoo…
Sus amiguitos entristecidos por la pérdida.
– David. NO puedes ESTAR MUERTO.
“Nooo.
Braxtor asediándole a preguntas.
– ¿En qué piensa? Llame al cuerpo de recogida. Esto… Contemplar esta escena tan patética produce un malestar general. Nos puede afectar a todos. Nos puede confundir la mente, ponernos en peligro de pensar… en otras cosas.
El brigada extrajo de la funda de su cinto la pistola reglamentaria antidisturbios que detonaba bengalas explosivas.
– ¿No oye lo que le estoy diciendo?
SAQUE A ESE PUTO CRÍO DE AQUÍ. ¡Sáquelo!
Abrió sus labios humedecidos por la saliva, haciendo encajar la punta del ancho cañón entre los dientes perfectos. Lo lamió con la punta de la lengua.
Una lágrima más recorrió el lado derecho de su rostro hasta desembocar en el promontorio de su mentón bien afeitado.
Cerró los ojos con fuerza.
– Un niñooo…
– ¿Qué va a hacer? ¿Se ha vuelto loco…?
Y antes de que Braxtor pudiera pronunciar otra palabra más, apretó el gatillo, transformando su Pensamiento Único en una tea ardiente, dejando para la posteridad los rescoldos perdurables de su divergencia reprimida en una parte no muy alejada de donde estaba implantado su “One Mind”.

1.- “Sluggish”. Traducido literalmente al español sería. “Estado inactivo”. Píldora inactiva, que como su propio nombre indica, induce a ese estado de aletargamiento. (N. del A.)
2.- “Bleed to death”. Morir desangrado. (N. del A.)
3.- “Push´em Out”. “Echadles a empujones”. Un juego salvaje propio de la época en que discurre el relato. (N. del A.)

El primer paso

Dentro de Escritos de pesadilla tengo un pequeño hueco destinado al género de la ciencia ficción. En parte, en homenaje póstumo al insigne Gloglorian Tosco Hambreñam, un gran amigo procedente del planeta Irrigation Tetris 9, fallecido en accidente de circulación terrícola mientras probaba un Seat Panda a cuarenta por hora en la M-30. Tenía un millón y medio de años irrigationtetrisenses, equivalente a los ochenta años en nuestro planeta. Una gran pérdida. Siempre que venía de vacaciones, se alojaba en la suite principal del ala oeste de mi castillo, y en el restaurante comía a la carta, dejando jugosas propinas. Que estés en la gloria, amigo mío. Va por ti esta obra literaria de relumbrón… Buaa…. Perdonen, pero es que uno es muy sensible…
¡Dominique! Tráeme un pañuelo porfa, que me entran ganas de llorar a moco tendido…

Corre el año dos mil doscientos quince. Han transcurrido ya 365 días desde que se celebrara el centenario del primer encuentro entre dos razas interplanetarias distantes una de otra en más de quinientos mil años luz. Para poner en un breve tiempo al lector en situación – para más detalles, consultar los seiscientos tomos de la Enciclopedia “Primeros pasos en pos de vida inteligente allende la Estratósfera terrestre”, Editorial Big House Eaten by an Alien, 1ª edición 15/10/2085 -, les recordaré que por aquel lejano entonces la remotísima posibilidad de un encuentro en la tercera fase era algo completamente impensable para la mentalidad conservadora de los terrícolas, sobretodo una vez cesado el furor histriónico del mito fatuo de los “platillos volantes”. Pasado esta “manía visual” por parte de innumerables testimonios sin fundamento, casi no se tuvo en cuenta en la estación lunar “El Álamo Gris” (USA) el mensaje telemétrico que llegaba desde las ondas del espacio exterior procedente desde un supuesto planeta habitado de vida supra inteligente, llamado a secas Trebla, situado en pleno ombligo de una galaxia de origen ignoto para los avezados técnicos de la NASA, bautizado por el descubridor de turno por el nombrecito de “Regius”(en honor a su mascota personal, una lombriz mutante de metro y medio de largo y quince kilos de sobrepeso). En dicha misiva se empleaba un perfecto inglés americanizado y se hacía constatar que deseaban mantener un encuentro inminente con la raza terrestre, informando que ya habían puesto para dicho fin una nave nodriza en camino con diez mil tripulantes a bordo, donde descollaban sobremanera científicos eminentes del planeta en cuestión. Al final del mensaje se incluía a modo de posdata informal la frase ya mundialmente famosa en un perfecto español chicano: “¡Nos vemos en el asteroide de plástico, Gringos de la gran chingada!”. Tras encontrar el consabido traductor, se llegó a la conclusión que se debían de estar refiriendo a la estación espacial de reciente construcción, diseñada por el arquitecto napolitano De Pastriani In Corpore Sepulto, y cual asteroide artificial acompañaba a la luna en su interminable periplo alrededor de la órbita del planeta Tierra. Tras un ínfimo compás de espera en ver cuál de las tres superpotencias mundiales tomaría primero cartas en el asunto, se optó por escenificar un tenso y denso debate en el plató número 23 bis del Estudio 13 de la British Tabloide Broadcasting entre los máximos dirigentes de los Estados Unidos, China y Bangladesh. Todo el mundo estuvo pendiente de esa disputa cara a cara de los tres bandos, y tras permanecer pegados al holograma tridimensional durante cuarenta y siete horas estomagantes, la audiencia pudo al fin suspirar de alivio al plasmarse un firme acuerdo mancomunado para ir preparando entre todos la recepción de bienvenida en la estación espacial. Transcurrió un período bastante dilatado de tiempo (un año y medio) y la nave nodriza procedente de Trebla no hacía mención de comparecer por ningún lado. Los gobernantes supremos de los países de los cinco continentes andaban ya un pelín escamados y con la mosca zumbándoles detrás de la oreja. En pleno clímax de indecisión y suspicacia más propio de guerra fría añeja, la imponente nave acopló su compuerta de tránsito peatonal en la zona de desembarque de la estación espacial. A partir de esta fecha ya grabada en los anales de la Historia a golpe de martillo pilón, ambas civilizaciones permutaron conocimientos, conquistaron planetas como buenos hermanos, construyeron centenares de planetoides artificiales contaminantes con plutonio y se hacían intercambios culturales de residentes de un planeta al otro.



Discurridos estos ciento un años, los terrestres andaban embarcados en un ambicioso proyecto de mejora genética, el de la transformación de las costumbres indisolubles e inveteradas de los animales artificiales (designados despectivamente como “Animaloides”), por los hábitos de los seres humanos. Aprender a declamar un texto apergaminado de Shakespeare ante un público de mil almas en vez de prorrumpir en graznidos de queja por la tardanza del rancho por parte de su cuidador; caminar verticalmente sobre dos patas traseras cuales modelos atléticos desfilando en la pasarela con los diseños más renombrados de la moda franco andorrana sin recurrir al uso de las cuatro extremidades para evacuar la vejiga al lado del socorrido buzón de correos; desarrollar sus propias ideas, conceptos, pensamientos, dudas, preocupaciones, etc…, formaba parte primordial del programa de Mejora del Comportamiento en la IA de la Robótica No Humana. Este asunto estaba bajo la endiosada y prepotente supervisión del doctor Redtears desde hacía ya dos años. Hasta el presente día, todas las pruebas han resultado fallidas. Sonoros fracasos en la gestión del programa. La inmensa mayoría empezaba a cuestionar la profesionalidad del científico, a pesar de que este mismo se consideraba honestamente como uno de los más prestigiosos del Universo. Por eso debía de nadar contra la corriente de un río crecido y salvaje. El tiempo corría cada vez más en su contra, y una de sus últimas oportunidades podría tener cabida hoy mismo…

– ¡Camina! – gritó encolerizado el doctor Redtears a Herbert.
Herbert guiñó mecánicamente el ojo derecho, esbozando a la vez una sonrisa de payaso jubilado de mejilla a mejilla. Inclinó un poco la cabeza picuda y observó con interés sus rodillas escamosas.
– ¡Camina, he dicho! – volvió a berrear Redtears, rozando un gallo. Ya llevaba media hora intergaláctica aleccionando a Herbert que debía ponerse de pie y empezar a caminar con el donaire de un aristócrata monegasco.
– Tengo miedo – se disculpó Herbert en un susurro.
El doctor alzó su mirada hacia el techo como pidiendo explicaciones celestiales de semejante situación ridícula y adversa a sus intereses particulares de celebridad.
– Herbert. La operación ha resultado un éxito total. No hay fallos. Lo único que te falta es la convicción necesaria de que puedes andar como un ser humano cualquiera.
El animal robotizado continuaba sentado encima de la mesa metálica, con las piernas colgando sin que las plantas de los pies tocasen la superficie musgosa del suelo vegetal de la habitación “ROMBO” del “Orbital Hospital”. Herbert prefirió no decir ni pío, aunque podía hacerlo perfectamente. Su mente estaba ya preparada para refutar cualquier tipo de opinión. En cambio introdujo el dedo índice en uno de sus enormes orificios nasales.
– ¡Dios! ¡Dios! ¡DIOS! – graznó el científico. – Te estoy diciendo que la operación que te hicimos para que pudieras hablar resultó de maravilla, ¿no? ¿Entonces por qué demonios la referida a la rehabilitación del movimiento coordinado no ha de salir igual de bien?
Herbert observó con sus ojos verdes de reptil al doctor. Pestañeó dos veces seguidas.
Redtears se estaba volviendo visceral en sus maneras, al borde de un colapso.
A pesar de estar vestido con una reluciente bata blanca de médico, su larga mata de pelo negro ensortijado, los pendientes de huso de colmillo de oso marino perforándole los lóbulos carnosos de las orejas, la pulsera biónica Dayla 89 de la muñeca derecha y sus recién estrenadas zapatillas deportivas de veinte mil dólares marca Truelife le restaban el porte necesario que debiera de corresponder a todo médico biólogo en la rama de la genética artificial, y más si se era uno de los más relevantes de los Estados Unidos.
– Tengo mucho miedo – repuso Herbert, soltando una llamativa carcajada.
– Deja de repetirte como un pepino, ¿quieres?
El doctor Redtears empezó a caminar de un extremo a otro de la habitación y viceversa, con aires de honda preocupación. Con frecuencia echaba una ojeada de refilón hacia el resultado de su experimento…

– Si Herbert 122 recorre un par de metros sobre sus dos patazas inferiores, además de dejar mi prestigio incólume, me convertiré en un hombre rico. Un hombre creso y famoso – había comentado Redtears a su ayudante de origen mesopotámico antes de haber iniciado la enésima operación.
– ¿Y para qué necesita una celebridad como usted tener más dinero del que posee en su libreta de ahorros? Con la ingente cantidad de personas sumidas en la pobreza y el hambre más manifiesta… – le espetó Hassa, el referido ayudante.
– Vosotros, los mesopotámicos, no entendéis de estas cosas – dicho esto, Redtears se colocó la mascarilla anti-microbiótica en la boca. Según su particularísimo punto de vista racial, no había motivo de perder más tiempo prolongando una insípida charla con un extraterrestre de tres narices y una sola oreja. Estaba claro que Hassa y sus congéneres habían sido erróneamente confeccionados por el que mandaba Allí Arriba.
La operación duró medio minuto – lo que significaba mucho, dado lo avanzado que andaban ya quirúrgicamente gracias a la ayuda aportada por los científicos de Trebla -.
Tras un día de reposo absoluto dado a Herbert 122, hoy era el día decisivo tanto para el Animaloide como para el futuro profesional del científico.
Resumiendo, era el día H, de Herbert.

– Tengo miedo – reiteró Herbert por décima vez, en esta oportunidad acompañado de un hipido.
El médico Redtears se quedó de piedra durante unos instantes, para posteriormente salir del trance. Se acercó hacia el intercomunicador emplazado justo al lado del marco de la puerta. Su alargado y esquelético dedo índice de la mano derecha pulsó el botón negro donde dos letras impresas en blanco decían “ON”:
– ¿Diga, profesor? – le llegó una voz ronca a través del aparato. Era difícil precisar si pertenecía a una mujer o a un hombre.
– Que haga el favor de comparecer el doctor Mikimusi – solicitó Redtears con voz tormentosa.
Herbert vislumbraba esta escena sin aparentar curiosidad alguna. Simplemente guiñó el ojo derecho y dijo:
– Tengo miedo.

Pasadas treinta y cuatro densas horas de espera, el doctor Mikimusi se presentó en la habitación “ROMBO”. Como la inmensa totalidad de los habitantes del planeta Trebla, era físicamente de estatura baja, pues no rebasaría el metro treinta, el pelo brillaba por completo por su ausencia sobre su grasienta calva perlada de excrecencias pustulosas y su tez era de tonalidad olivácea.
Nada más entrar, sus ojillos diminutos de tonalidad ambarina se fijaron en la patética presencia del robot mutante, para luego trasladarse hacia la silueta trastornada de su colega de profesión.
– ¿Me llamaba, Redtears de mis desilusiones? – inquirió Mikimusi. Los treblarianos solían expresarse siempre con una excesiva familiaridad.
– Si – respondió Redtears con sequedad.
– ¿Y se puede saber qué tripa se le ha roto? Ando muy saturado de trabajo. En concreto tango una operación sumamente delicada de “cutis de lagarto” que debo practicarle a la señora Hills, y está a la vuelta de la esquina como quien dice.
“Ya está alardeando este renacuajo en lata” – pensó para sí mismo Redtears, juntando ambas manos con firmeza.
– Creo que preciso una mínima parte de su colaboración – logró decir al fin.
Mikimusi colocó las manos encima de su calva e intentando mostrarse sorprendido, dijo:
– “¿Una mínima parte?”
– Bueno… ¡Leches, Mikimusi! Me hallo necesitado de toda su ayuda para que este prototipo se decida de una puñetera vez a caminar a dos patas como Dios manda – reconoció Redtears, señalando a Herbert 122.
Mikimusi dirigió de manera despectiva la mirada hacia el espécimen cibernético. La estructura metálica de la mesa gemía cada vez que este balanceaba sus escamosas “piernas”.
– ¿Quieres decir que tu fabuloso “Animaloide” se niega a dar ni tan siquiera un solo paso? ¿Me estás diciendo con ello que el mejor de todos los ciento veintidós ejemplares creados hasta el momento presente bajo tu supervisión está atrofiado? ¿Quieres decir que necesitas de mi inestimable ayuda altruista para tratar de evitar el fracaso número ciento veintidós en estos últimos dos años? En resumidas cuentas, ¿imploras que un simple treblariano interceda en este asunto del todo retrógrado que pertenece por derecho propio de autoestima ególatra a los terrícolas?
– Tú mismo lo has dicho todo, ¡brrr…! -contestó Redtears con resignación. La arrogante vanidad de Mikimusi le fastidiaba, enojaba y enfermaba, y para mayor inri, en esta ocasión no le quedaba más remedio que aguantarse.
Mikimusi se acercó hacia Herbert 122. Su diminuta mano derecha extrajo una ultra lupa del bolsillo superior de su bata, y se dedicó a examinar minuciosamente al “Animaloide” de arriba abajo. Cuando estaba observando la compacta y pulcra dentadura postiza de Herbert, este le soltó un ruidoso y al mismo tiempo apestoso eructo.
– ¡Por mil patanes! – exclamó Mikimusi, indignado.
– ¡Je, je! – rió Herbert.
Mikimusi miró completamente enfurecido al doctor Redtears.
– Tu “Animaloide” es un mal nacido y de los grandes, colega capullo.
Redtears se limitó a encogerse de hombros, disimulando – bastante mal, por cierto -, una sonrisa maliciosa.
Mikimusi volvió a centrarse en Herbert.
– A ver. Usted… – volvió su cara hacia Redtears. – ¿Cómo diablos se llama este condenado bicho?
– Herbert 122. Igual que sus ciento veintiún predecesores. Así se llamaba mi difunto progenitor, y así se lo puse como recuerdo póstumo en honor a su memoria. Dese cuenta que perdí a mi padre cuando yo tenía simplemente seis años. Estábamos presenciando un desfile promocional del circo Pulgas Grandes, cuando un hipopótamo furioso abandonó la formación y se lo llevó por delante.
Mikimusi dejó escapar un solemne “ajá”, para retornar al escrutinio de Herbert.
– De acuerdo, Herbert 122 de media chufa. ¡Habla! – le ordenó.
– Ese no es el problema, Mikimusi – le interrumpió Redtears. – Lo que ardo en deseos es de que ande.
Mikimusi introdujo la lupa en el bolsillo y extrajo unas gafas de alta fidelidad. Se las puso con una exagerada pomposidad.
– Fácil que este bobalicón no te ande, ni llegará a hacerlo bajo las condicionantes estresantes que le estás proporcionando a cada minuto. Hay que proceder con cautela. Sin prisas pero sin pausas. Tienes que intentar granjearte su confianza. Observe.
– Ya – Redtears asintió, ladeando ligeramente la cabeza.
Mikimusi se acercó hacia Herbert 122. Este guiñó el ojo derecho, para acto seguido sacar su enorme lengua sonrosada. Evidentemente, por no se sabía qué extrañas ideas, quería relamer la coronilla achatada de Mikimusi.
– ¡Mete esa lengua!
Herbert la introdujo en su cavidad bucal sin rechistar, guiñando de seguido el otro ojo.
– Así me gusta. Ummm… ¡A ver! Habla, Herbert. HABLA.
Herbert dirigió la mirada hacia su creador. Redtears le dio su consentimiento con un gesto de ambas manos.
– Me llamo Herbert 122 – dijo.
Mikimusi se excitó al oír la suave y susurrante voz del “Animaloide”.
– ¡Sigue! ¡Continúa, muchacho! – le espoleó. Se guardó las gafas en el bolsillo superior de la bata.
– Soy un “Alemanoide” – Herbert esbozó una pequeña sonrisa de timidez.
Redtears se tiró de los cabellos al escuchar esta revelación.
– ¡No! “Alemanoide”, no. ¡NO!
“¡Estúpido! Eres un condenado “Animaloide”.
“A – NI – MA – LOI – DE.
“Sólo faltaría que te oyera un inmigrante de la Renania…
– Bueno, soy eso. Y además me llamo Herbert 122 – dijo alzando el pico y mirando con una pizca de orgullo a sus dos interlocutores.
Mikimusi emitió un notorio bufido.
– ¿Es esto todo lo que sabe expresar? – se interesó enojado.
– Si le conminas a caminar con la soltura de un atleta de 20 kilómetros marcha, te dirá otra cosa – indicó Redtears.
Mikimusi retornó de nuevo al lado del “Animaloide”, musitando entre dientes “¿quién me mandaría perder el tiempo de esta forma?”. Herbert, nada más ver que regresaba el pequeño hombre cuya cabeza apenas rebasaba el borde de la mesa, hizo mención de sacarle la lengua.
– Herbert 122, te ordeno que camines – dijo Mikimusi empleando para ello voz autoritaria.
El espécimen animal robótico cerró los ojos al oír la última palabra.
– Tengo miedo – se limitó a decir.
– ¿De qué tienes miedo?
– De caerme.
– Por el delicioso relleno de la bollería industrial humana, si no lo intentas, nunca se te pasará ese miedo fóbico propio de un bebé de quince meses. ¡Vamos! Anda con garbo. Que se te vea mover el culo.
Para dar mayor énfasis a su mandato, Mikimusi hizo que su zapato derecho golpease con estrépito sobre la resbaladiza superficie del suelo.
Redtears rezaba para que su creación número ciento veintidós se pusiera a caminar.
– Tengo miedo – confirmó Herbert. Al decir esto, estornudó con virulencia, esparciendo las mucosidades nasales y sus habitantes, los microbios, en la plenitud del rostro oliváceo de Mikimusi.
– ¡Maldito “Animaloide” de villa estrecha! Como no se te ocurra dar unas cuantas zancadas en menos de diez segundos, te secciono en mil pedazos con una batidora gigante con hidrógeno en estado puro, haciendo sopa de galápago para mi hermano que regenta un restaurante marino en la Costa Seca del Norte de Trebla – chilló Mikimusi, pasándose un pañuelo de lino fino recién sacado de la lavandería por todos sus rasgos faciales.
Al percibir todos estos denuestos, Herbert se estremeció, abriendo los párpados hasta tener sendos ojos como dos enormes platos predispuestos para acoger la jugosa visita de dos pizzas boloñesas…, y empezó a mover las rodillas.
– ¡Increíble! – exclamó Redtears, acongojado por el asombro.
– Vea, Redtears. Mi método de persuasión instantánea ha funcionado – se jactó Mikimusi, volviéndose de espaldas hacia el “Animaloide”. Continuó pasándose el pañuelo por el rostro cuyos poros transpiraban sudor en exceso. No se percataba de lo que acontecía detrás de su espinazo.
El “Animaloide” emitió un bufido por sendos orificios nasales. Los globos oculares estaban inyectados en sangre. Este detalle agresivo no pasó desapercibido para Redtears. Es mas, hasta le hizo de esbozar una amplia sonrisa de gratitud.
– ¿A qué viene esa sonrisa insípida, Redtears? – se interesó Mikimusi un tanto perplejo.
Al amparo de la sombra perfilada en el suelo del científico treblariano el buenazo de Herbert se puso de pie.
Ya no tenía miedo.
Sus patas delanteras recubiertas por escamas sujetaron a Mikimusi por los hombros. Nada más percibir esa opresión súbita, este se sobresaltó en exceso, dejando que el pañuelo repleto de mucosidades y gérmenes patógenos cayera para al final reposar sobre el humedecido suelo.
– Qué diablos
Herbert 122 lo empujó con violencia hacia la moqueta natural. Las gafas de alta fidelidad salieron despedidas del bolsillo de la bata del doctor. Mikimusi apoyó las palmas de sus escuetas manos sobre el musgo, girando el cuello hacia los contornos del “Animaloide”, y dejó escapar una exclamación de sincera admiración al presenciar la figura del inmenso Herbert 122 ubicada allí de pie, mirándole desde las alturas como el segundo coloso de Rodas antes de ser demolido por Ulises 59 en una de sus frecuentes borracheras portuarias. Aunque también experimentó otro tipo de sensación.
Estaba ATERRADO.
– ¡Redtears! ¡Cojones de tío! ¡Ayúdeme! – suplicó.
– Y un jamón – respondió su colega sin dejar de sonreír como un párvulo con un chupa chus.
Herbert 122 observaba a la figura insignificante de Mikimusi, tirado como un pelele sobre el suelo musgoso de la habitación “ROMBO”.
– De acuerdo, Herbert 122. Ya te has incorporado de pie – le dijo Redtears, alejándose varios metros del cuerpo espatarrado de Mikimusi.
Cuando ya se hallaba situado a una distancia prudencial, elevó el tono de su voz:
– Ahora vamos a pasar a la prueba final. El ensayo de la elasticidad.
Mikimusi continuaba paralizado en su estado de estupor, sin intentar movimiento alguno. Su reluciente calva estaba chorreante de un sudor frío gelatinoso.
Redtears se relamió los labios. Era la hora concreta de cortarle las alas de la suficiencia infinita a ese engreído de palmo y medio.
– Herbert. Esta es la prueba decisiva y definitiva.
“Tu última tentativa para alcanzar la condición social de humano.
“SALTA.
– Tengo miedo – repuso Herbert 122, extrayendo su colosal lengua, pero sin tener esta vez la inocente intención de lamer la calva de Mikimusi.
– Tranquilo, amigo mío. El doctor Mikimusi se encargará de amortiguar tu caída con sumo agrado.
– Usted está majareta, Redtears. Como una regadera sin orificios. Se acordará de esta escena toda su jodida vida. Juro que se acordará, porque estará acabado como profesional del ramo y tendrá que mendigar unas monedas a la salida de cualquier antro de interrelaciones sexuales al por menor – el doctor Mikimusi soltó toda esta parrafada acompañada de una sarta de insultos en su lengua natal.
– Lo dudo mucho – sentenció Redtears.
Herbert 122 se lo pensó por espacio de una decena de segundos.
Introdujo la lengua.
Cerró los párpados y dijo:
– NO tengo miedo.
Acto seguido cogió impulso y saltó sobre el cuerpo tumbado del doctor Mikimusi.

El barrendero Kowas entró en la habitación “ROMBO”. Arrastraba consigo la monstruosa aspiradora “Maximus”. El doctor Redtears le aguardaba impaciente en la jamba de la entrada.
– ¿Cuál es mi cometido a desarrollar, doctor? – quiso saber con voz anodina.
El genetista robótico dejó recaer el peso de su brazo derecho sobre los hombros de Kowas haciéndole sentir como si entre ambos hubiese una amistad de quilates, y con el otro brazo señaló hacia el interior tenuemente iluminado de la estancia.
– Mira, debes de recoger todos esos restos VITALES diseminados por la sala de experimentación. No debes de dejarte ni una millonésima parte de escoria y detritus. Quiero ver esto limpio y brillante como una patena para cuando vuelva.
– Sí, doctor -respondió el barrendero con sequedad.
Redtears recogió su brazo y chasqueó los dedos pulgar e índice de la mano. Algo emergió de entre la oscuridad del rincón junto a la mesa metálica.
– Herbert 122. Ven. Acércate a tu amo – dijo el doctor.
Kowas dejó escapar un silbido.
– ¡Mi madre! Un “Animaloide” – exclamó.
Redtears sonrió al oír esto.
– Ha dejado de ser ya un simple “Animaloide”. Ha logrado superar la última prueba de urbanidad cívica. Ahora ya es tan humano como usted y yo – le detalló al barrendero.
– Pues aún conserva el aspecto exterior de un galápago gigante, si se me permite la observación, doctor.
– Lo de la apariencia es lo de menos. Lo primordial es que piensa, razona, habla y camina como un ser humano – aseveró Redtears. Alzó una mano, atrayendo la atención del “Animaloide Humanis”: -Vamos, Herbert 122. Hoy vas a dar tu primer largo paseo de cincuenta kilómetros sobre tus dos patas traseras.
Herbert 122 inició su marcha, para posteriormente acercarse hacia su creador. Eso sí, lo hacia con suma lentitud sobre sus grandes y escamosas patas inferiores. Debía de tener mucho cuidado para que el sobrepeso del caparazón de la espalda no le desequilibrara y se diera de bruces con la húmeda superficie del suelo, quedando tripa arriba y a merced de cualquiera que quisiera gastarle una broma pesada.
– No te precipites, Herbert 122 – le advirtió Redtears.
– De acuerdo, papá – dijo Herbert con sumisión.
Kowas los dejó a su aire, ladeando la cabeza en señal de “son como chiquillos de teta”, activando el motor del aspirador. Los restos VITALES entraban con vertiginosidad por el hueco rectangular de la máquina. Transcurridos dos minutos, durante los cuales Redtears instruía a Herbert 122 para su inminente excursión por las inmediaciones del “Orbital Hospital”, se escuchó otra exclamación sonora de Kowas.
– Ey, doctor… Entre los restos VITALES he encontrado vísceras, una mano con una alianza de oro en un dedo, un pulmón, globos oculares, lentes de miope… ¿Ha estado usted efectuando la autopsia a un inspector de hacienda? – preguntó sin inmutarse ya lo más mínimo. Ya estaba habituado por completo a descubrir cosas peores en la sopa enlatada procedente de Nueva Malinas del Sur.
– No, por Dios. Qué cosas de decir.
“¡TE HE DICHO QUE ANDES CON CUIDADÍN, HERBEEERT! – Redtears prestó entonces atención a lo que le había señalado el barrendero. – Lo que sucedió es que el estúpido e incompetente del doctor Holland trajo consigo esta mañana un ejemplar de “Mono Titi” para que le echara un vistazo y comprobara si tenía inicio de amigdalitis. En ese preciso momento estaba inmerso en plena tarea pedagógica enseñando a Herbert 122 la mejor forma de dar sus primeros pasos… Perdió la verticalidad y se cayó encima del pobre mono.
– Caramba.
– El resto no es difícil de imaginar. Herbert 122 pesa exactamente ciento cincuenta kilogramos y el mono titi pesaba quince. Herbert 122 lo aplastó sin miramientos, esparciendo sus restos por toda la estancia… En fin, una auténtica pena para el novato del doctor Holland. Era su tesis de fin de curso y puede que pierda la beca.
“¡TEN CUIDADO, HOMBRE! (se refería a Herbert 122, que en su torpeza se había llevado por delante un armario fichero que pesaba más de ochenta kilos).
“Bueno, nos vamos. Ya sabes…
– Si, doctor. Quiere usted que se lo deje todo como los chorros del oro para cuando vuelvan.
– Eso es – agarró de una pata a Herbert 122 – ¡Hasta entonces!
– Chao, doctor.
Kowas los vio desaparecer por el largo e interminable corredor, donde al final del mismo aguardaban los ascensores. Aumentó la potencia del aspirador. Cuanto antes acabase, antes podría irse a tomar unas tapas en la taberna propiedad de su hermanastro.
Empezó a tararear una canción pegadiza del grupo de rock “Los Devora Sesos”, dirigiendo la aspiradora hacia la esquina de la habitación que daba ángulo con la mesa metálica.
– ¡Menudo resto! – dijo, acompañado de un estridente silbido.
Allí mismo, adherida con masa encefálica junto al ángulo inferior del rincón había una cabeza humana de tamaño reducida… arrancada de cuajo de su tronco. Bueno, en concreto guardaba más semejanza con la cabeza de un treblariano.
– Son imaginaciones mías. Todos sabemos que la cabeza de una “Animaloide Mono Titi” guarda un gran parecido con la de un tipejo de Trebla – se dijo Kowas.

Había un chiste pésimo que hacía clara alusión a esto último:
“Un “Animaloide Mono Titi” se diferencia de un habitante de Trebla básicamente en que el primero va desnudo por la vida y el segundo lleva taparrabos.”

Kowas se olvidó del asunto, imprimiendo máxima potencia al aspirador.
La cabeza entró por el gran hueco rectangular, dando vueltas sobre si misma.

Agujeros de topo

Bueno, mientras el nuevo relato va siendo ultimado poco a poco, he decidido repescar una historia corta medianamente divertida. Ustedes, estimados lectores, dirimirán si con él consigo aglutinar sonrisas o reproches, je, je. Mientras le echan un vistazo, yo me cojo los palos de golf y me voy a jugar una partidita con Artola Quebrantahuesos. Es el día perfecto. Llueve a mansalva y los rayos que no cesan…

– Métalo en el coche – ordenó el sheriff Tanner a su ayudante.
– Como usted diga, señor. Venga para adentro, inútil – le hizo de agachar la cabeza al detenido para que pudiera entrar en la parte separada trasera del coche patrulla.
– Diantres. No tenga tanta prisa, que me desnuco – se quejó Samuels, con las manos inmovilizadas a la espalda por las esposas.
– A quejarse usted al bicharraco que le ha puesto al descubierto – agregó el ayudante, dándole un cachete en el pescuezo antes de cerrarle la puerta.
Samuels estaba desolado. Todo su plan para eliminar disimuladamente a la parienta se había ido al carajo por un imprevisto en forma de… topo.
Eleonor ni se había enterado del veneno depositado en el mosto de uva negra. Era algo más que un purgante. De tanto tener que ir al baño, se deshidrató y perdió fuerzas de tal manera que terminó por irse al otro barrio por una delgadez extrema en menos de veinticuatro horas. La parte primera había ido de maravilla. Ahora le correspondía el trabajo más desagradable, tronchar su anatomía en infinitas porciones para luego irlos enterrando en el huerto de lechugas. Una manita por aquí. Un piececito por allá. La cabeza más alejada del resto de su cuerpo cortadito a cachos. Era madrugada avanzada cuando culminó con su labor de hacer desaparecer el cadáver de Eleonor.
Eleonor la charlatana. Nunca callaba y tras veinticinco años de matrimonio le había convertido en un adicto a la aspirina.
Eleonor la criticona. Ella siempre odiaba la manera en que él intentaba ocultarse parte de la calvicie al extender los mechones más alargados por encima de la calva.
Eleonor y sus reproches hacia él como mal amante. Jamás tuvieron descendencia por su bajo nivel de espermatozoides.
Nada bueno sacaba su esposa de él, que, aunque tarde y a destiempo, decidió lo mejor era mandarla al cielo cuanto antes.
Creyendo que había hecho bien los deberes, Samuels se fue a la cama y durmió como un lirón.
Lo que menos esperaba era que a la mañana siguiente fuera despertado por los berridos aterrorizados de dos Testigos de Jehová. Estaban adentrándose por el camino que llevaba al pórtico de su casa, cuando a la altura del huerto vieron dos ojos, un pie y una oreja humana entre lechuga y lechuga.
Samuels no se lo podía creer.
– Si lo hice todo bien – gruñó a espaldas del ayudante del sheriff.
Este se había vuelto para observarle a través de los orificios de la mampara de hierro de separación.
– El principal sospechoso sigue alterado, ¿eh? – preguntó Tanner a su ayudante.
– Si. Esa idea suya de haber cavado en el huerto para ocultar los restos de su esposa es lo que peor se le había podido ocurrido hacer en plena actividad febril de los topos. No hacen más que crear túneles, y cuando dan con algo que se interpone en su construcción, forman un agujero de salida hacia la superficie para sacarlo al exterior.
“De esta manera es cómo más de una tercera parte de la pobre mujer volvió a quedar a la vista.
– Dichosos topos… – se lamentaba Samuels, golpeándose la espalda contra el respaldo del asiento trasero.
Si su mujer estuviera viva, también le criticaría lo malo que era ocultando el cuerpo del delito…

Estado febril

La semana pasada, quienes habitamos el castillo de Escritos de pesadilla, sufrimos un proceso catarral de tomo y lomo. Dominique estuvo muy cerca de dormir eternamente bajo una confortable manta de tierra apisonada, con una lápida reivindicativa de su máxima lealtad hacia su ominpotente amo y señor, o lo que es lo mismo, quien les habla. El cocinero Bogus Bogus tuvo un virus gástrico que le hizo de visitar el excusado más de cincuenta visitas diarias durante casi cuatro jornadas seguidas, perdiendo treinta kilos de golpe. Y yo mismo, tuve ambas cosas, más congestión nasal goteante y dolor de cabeza por haberseme ocurrido ver la televisión pública. En fin. Mejor correr un tupido velo. El siguiente relato guarda por ello gran relación con nuestros padecimientos. Espero que lo lean de cabo a rabo, y con él vean lo pernicioso que es ponerse uno malito de veras.
Empiecen. Yo, mientras, me pongo a saltar a la comba. Ahora estoy recuperando la forma física…

38ºC. Malestar general.

Rupert Morris empezó con los primeros síntomas catarrales en el propio trabajo. El inicio fue un ligero cosquilleo de garganta, para luego ir progresando a lo largo de la tediosa jornada revisando pautas de comportamiento de la inteligencia artificial en la pantalla de su ordenador con pesadez de ojos y congestión nasal. Nada más terminar con los scripts de una misión de transición, se abrigó abotonándose la pelliza hasta el cuello, yendo en pos del transporte público. Estando esperando sentado en la parada del autobús urbano, su deseo era llegar cuanto antes a casa, tomarse una sopa de sobre, automedicarse con un par de aspirinas y meterse en la cama bajo dos mantas hasta el día siguiente.
Y así hizo. La fiebre y el cansancio supremo que sentía sobre cada músculo del cuerpo facilitaron su descanso en la comodidad del lecho.

39ºC (pirexia) Abundantes sudores, con palpitaciones.

Cuando se despertó a las siete y media de la mañana, se sentía sumamente débil y enfermo. Estaba sudando copiosamente, sintiendo la camiseta adherida al torso por la humedad de la transpiración. Supo que no eran los síntomas de un simple catarro, si no más posiblemente los de una gripe.
Sentado medio mareado sobre el borde de la cama, alargó el brazo para recoger el teléfono inalámbrico de la mesilla de noche, para acto seguido marcar el número de la empresa donde trabajaba. Les comunicó que sintiéndolo mucho, no se encontraba en condiciones de poder acudir debido a su precario estado de salud. Sus mandos superiores fueron muy comprensivos, otorgándole unos días de descanso, deseándole una pronta recuperación.
Rupert hizo un esfuerzo notorio para levantarse de la cama y dirigirse a tumbos, apoyándose con las manos en las paredes, hacia la cocina. Se preparó un té con leche más el acompañamiento de unas galletas con pepitas de chocolate. Tenía el estómago vacío, y era conveniente que comiese algo antes de tomarse la medicación. Una vez hecho todo, regresó al dormitorio, se cambió la ropa interior y se introdujo en la cama, acurrucándose bajo las mantas, dejándose llevar por los efluvios de la fiebre y las ganas de dormir.

40ºC. Mareos, deshidratación, debilidad, náuseas, vómitos, dolor de cabeza y sudor profundo.

Rupert Morris residía en un pequeño apartamento de cincuenta metros cuadrados, ubicado en la quinta planta de un edificio común de la avenida Glenford Norte. Era vivienda suficiente para un hombre soltero, sin compromiso y sin vida social disipada en exceso. Tenía unos pocos amigos, con los que se limitaba a relacionarse en algún que otro bar o local de comida rápida. Sus padres y restantes hermanos vivían en estados diferentes, reuniéndose cuando llegaban las fechas navideñas.
Así que cuando el bueno de Rupert estaba indispuesto, como en esta ocasión, debía de cuidarse él solito, sin esperar ayuda de la familia o una supuesta novia preocupada por su salud, cosa que no era el caso.
En su segundo día de ausencia justificada al trabajo, su estado no sólo no remitía, sino que cada vez se sentía peor. No tenía ningún apetito ni deseos de beber nada. Tiritaba y sudaba. Tenía un fuerte dolor de cabeza y un dolor de barriga que iba a conllevar una más que posible descomposición. Las ocasiones en que podía incorporarse a duras penas para ir al baño y tomarse la temperatura, el registro del termómetro le marcaba una cifra cada vez más preocupante.
Pero estaba tan debilitado, y con tantas ganas de reposo, que en vez de luchar contra su atonía por llamar a urgencias, se metía en la cama, como si con dormir bastara para pasar la terrible fiebre que estaba padeciendo.

41ºC. Estado de Urgencia. Al paciente se le acentúan todos los síntomas anteriores, acompañado de delirios, alucinaciones y somnolencia.

El teléfono sonó a las nueve y media de la mañana. Rupert estaba bañado en sudor, tratando de situarse. Buscó la mesilla de noche con la mirada extraviada, pero no encontró el aparato. Vagamente recordó haberlo dejado encima de la encimera de la cocina.
Supuso que sería alguien del trabajo, preocupado por su estado de salud.
Se removió lentamente bajo las mantas. Estaba muy débil. No tenía fuerzas.
La fiebre dichosa. Los virus y las bacterias del demonio.
La persiana de la ventana estaba bajada, pero no con firmeza, permitiendo que se tamizase la iluminación del día a través de las rendijas de las tablas, proyectándose contra la pared frontal donde estaba la puerta de la habitación. De esta manera, de forma indirecta, podía percibir el interior con cierta nitidez.
Fue estirando las piernas, tratando de recobrar cierta lucidez. Fue entonces cuando vio como algo parecido a una culebra se movía bajo las mantas. Rupert se sobresaltó, y con un acto reflejo de defensa, se apoyó contra la almohada con la ayuda de los codos, intentando alejarse del alcance del ofidio. Al hacerlo, apreció que desde debajo de la manta arrugada tan sólo se percibía el relieve de su pierna derecha. Horrorizado vio surgir el pie izquierdo sobre el borde de la cama, antes de deslizarse con el resto de la pierna, llegando al suelo y reptando por el mismo. Era una completa locura. La extremidad estaba desnuda al haber abandonado la pernera de su pijama, y fue recorriendo la distancia que le separaba de la cama al quicio de la puerta, para atravesarla y desaparecer en el pasillo subsiguiente.
Rupert fue perdiendo el conocimiento, hasta quedar rendido en la cama.

De vez en cuando se despertaba, pestañeando. Notaba las mantas y la almohada impregnadas del constante sudor que transpiraban los poros de su piel. Consternado, se removió con dificultad, notando que volvía a poseer ambas piernas. Se llevó una palma de la mano a la frente. La tenía ardiendo. Con la sensación de un clavo perforándole el cráneo.
Al recostarse contra el cabecero de la cama, vio la luz en forma de rayos perpendiculares proyectada contra el papel decorativo que cubría la pared frontal. La textura del papel estaba cediendo, y al poco, como si fuera la cera de una vela aplicada a la boca de un soplete, la pared al completo empezó a derretirse, acumulándose sus restos al pie de su cama.
Rupert se llevó los puños a los ojos y se frotó las legañas ahí depositadas, tratando de aclararse la vista. Las neblinas desaparecieron durante un pequeño intervalo de tiempo, dándose de cuenta que la pared seguía fija en su sitio, sin haberse alterado su estructura en absoluto.
Entonces notó que la lámpara del techo temblaba ligeramente, como si hubiera un movimiento sísmico que afectara a la región donde vivía. Desechó esta posibilidad en cuanto el techo en su conjunto empezó a descender sobre su cabeza. Rupert gritó, sacando el alma por la garganta, tapándose la cabeza bajo la almohada, incapaz de soportar la sola idea de morir aplastado como si estuviera atrapado dentro de una máquina trituradora de chatarra.
Respirando profusamente bajo la almohada, perdió nuevamente el conocimiento, sin deseos de vivir los escasos segundos que presumiblemente le quedaban antes de convertirse en un amasijo de carne, huesos y vísceras, empaquetado en su propia cama.
Cuando se desveló, ya era avanzada la tarde. El techo estaba en su sitio. Él estaba entero.
Los sudores.
Los deseos de vomitar le asaltaron, aunque tenía el estómago bien vacío.
Tenía que levantarse y dirigirse a la cocina. Estaba claro que lo que afectaba a su salud era otra cosa más preocupante que una simple gripe invernal. Cogería el maldito teléfono y llamaría a Urgencias para que le ingresaran en un hospital, y así le pusieran un tratamiento efectivo que lo salvara de ese sufrimiento.
A duras penas logró sentarse sobre el borde de la cama. El pijama y la ropa interior estaban asquerosamente empapados con sus infinitas gotas de sudor, exudadas por su organismo infectado.
Haciendo de tripas corazón, y tras tres intentos fallidos, se puso erguido. Su visión era borrosa. La habitación parecía una coctelera y él la mezcla de licores vertida en su interior. Dio unos pasos al frente, con riesgo de caída evidente. Fue avanzando, hasta que se detuvo frente al espejo de cuerpo entero de su armario ropero. Contempló su propia imagen reflejada en la superficie, y no se reconocía, del terrible aspecto que ofrecía. La placa de vidrio fue difuminando su copia fisonómica, oscureciéndose la superficie y emergiendo repentinamente unas especies de tentáculos de gran tamaño. Las ventosas buscaron un lugar donde poder aferrarse, tratando de atraparle y rodearle para integrarle en el fondo del espejo.
Rupert se puso a gatas, y avanzó por el resto del cuarto hasta abandonarlo y así afrontar la seguridad del pasillo principal del piso. Miró de soslayo, aliviado al comprobar que los horripilantes tentáculos cesaron en su empeño de perseguirle.
Ahora entrecerró los ojos, intentando ubicar el lado en que estaba la cocina.
Al fondo del pasillo se apreciaba la puerta de entrada a su apartamento.
Avanzó gateando con más pena que gloria, respirando con dificultad. Sintiendo nuevas arcadas. Toda su anatomía temblando como la gelatina.
Entonces el pasillo tuvo un cambio de perspectiva. Se fue alargando de manera interminable, quedando el quicio de la puerta de la cocina a varios metros de distancia, y la puerta principal del piso se perdía en la lejanía.
Rupert se concentró en tratar de llegar a cualquiera de los dos sitios. Cuando llevaba medio minuto abriéndose camino por el pasillo, este repentinamente se acortó y se encontró frente a la puerta abierta de su piso. A través de la jamba apreció el rellano de la quinta planta y el ascensor.
Rupert estaba decidido a huir de su casa. Enardecido por la fiebre, continuó con su recorrido hasta plantarse ante las puertas del ascensor. Apoyándose con las manos, fue incorporándose lo suficiente de pie para alcanzar el botón de llamada. El sonido del panel indicando que el compartimento estaba bajando le sumió en un estado de euforia desmedida.
En cuanto se abrieran las puertas, pulsaría el botón de la planta baja, y una vez allí, se dirigiría al puesto del conserje para que llamara al servicio de urgencias.
Expectante e impaciente, estuvo aguardando a la llegada del ascensor.
Estaba en el nivel de la séptima planta.
Ahora en el de la sexta.
El panel reflejó el número en fosforito de la quinta planta.
Las puertas se abrieron y Rupert Morris se resguardó en su interior…

El tema estaba claro para el oficial Simms. El afectado hizo caso omiso tanto a las cintas de seguridad colocadas frente a las puertas abiertas, como al cartel de peligro que rezaba: “ASCENSOR AVERÍADO”. Hacía dos días que habían fijado la cabina del aparato en el nivel del sótano para su reparación. Lo que no se explicaba era cómo las puertas respondieron a la llamada de Rupert, abriéndose y facilitando que este se precipitara mortalmente a través del hueco vacío del ascensor.
Encima, cuando habló con uno de los jefes del finado, este le remarcó que el infeliz muchacho llevaba tres días ausentes del trabajo por los efectos de una gripe.
“- Es una completa lástima” – le reconoció compungido el jefe de la empresa al policía. – “Rupert era nuestro mejor programador de videojuegos. Estaba supervisando los últimos detalles de nuestro próximo producto antes de lanzarlo al mercado. Un juego de acción en primera persona dentro del género del terror psicológico. En él, el personaje principal está afectado por una terrible enfermedad, que le hacer vivir todo tipo de espantosas alucinaciones que él cree creíbles desde el principio.”