Espíritus inmundos (2ª trama)

– Está dentro – se lo indicó con un gesto de la mano libre. La otra empuñaba una beretta con un silenciador acoplado a su cañón.
– Vale. Entramos a saco y nos lo cargamos – susurró su compañero.
Ambos llevaban protección ligera en los codos y chaleco antibalas kevlar. Uno de los dos se situó frente a la puerta de madera de entrada a la habitación número 23 del motel de carretera “Teodoro´s”. No tendrían testigos que les molestara. Eran pasadas las tres de la madrugada, el resto del motel estaba vacío tras la comprobación pertinente en el registro de la recepción y el dueño estaba criando malvas detrás del mostrador con dos balas en el pecho. Ni siquiera se presentaron ante él. Simplemente entraron por el vestíbulo y se lo cargaron. Lo mismo que iban a hacer ahora con ese desgraciado que le debía veinte de los grandes a su jefe.
Le pegó una patada a la puerta con la bota derecha. Estaba la madera tan envejecida que casi se partió en dos por los cuarterones centrales. El interior estaba a oscuras. Esa situación era previsible. Ambos se colocaron las gafas de visión nocturna y se pusieron a escudriñar desde el quicio. Las ventanas de la habitación estaban cerradas, las persianas bajadas y las cortinas echadas. En un extremo había una vieja televisión con el mando a distancia tirado sobre el suelo. La pantalla estaba encendida y emitía la señal de estática de un canal inexistente. La cama estaba en el lado contrario. Se veían las sábanas movidas por las prisas del que abandonaba su lecho al preveer una visita no deseada.
– Nos esperaba – se dijo el uno al otro en voz baja.
– Calla.
Entraron con precaución en la estancia. Uno cubriendo el lado contrario del otro. Eran dos profesionales. Sabían lo que se hacían. El más cercano a la televisión optó por apagarla. Quedaba por registrar el baño. La diminuta habitación no daba para más.
– Tiene que estar allí adentro.
– Si.
– Ya me adelanto yo. Tú cúbreme por si acaso. Puede que vaya armado.
– Estate tranquilo.
Uno de los dos se dirigió hacia la puerta del baño. Estaba encajada en el marco. El pomo se ofrecía como señuelo, pero pensaba abrirla del mismo modo que hicieron con la puerta de entrada al nº 23. Adoptó la postura de asalto cuando la luz de la habitación fue encendida sin previo aviso. Al llevar puesta la visión nocturna, se quedaron medio cegados.
– Coño… Qué…
– No pierdas la concentración…
– Cómo lo ha hecho… Joder, hay que quitarse la visión nocturna. No veo una mierda.
Cuando lo hizo pudo ver que la puerta del baño se abría hacia adentro y su compañero fue forzado a entrar en su interior por una fuerza desconocida.
– Dios… No… NOOO.
Desde el centro de la habitación percibió un crujido de huesos y el ruido característico de un cuerpo que se desplomaba sobre el suelo. Se puso nervioso. Aquello no estaba saliendo según lo planificado. Había una baja. Y aún estaba por cargarse al tipejo que adeudaba el dinero al jefazo.
Entonces la luz de la habitación se apagó de nuevo.
– Mierda.
Se colocó de manera precipitada la visión nocturna. La luz del baño fue encendida, expeliendo su haz sobre la cabecera de la cama desarreglada.
Se pasó la mano libre por la frente sudorosa.
Miraba fijamente al vano de la puerta desde donde surgía el chorro de luz.
– ¡Cabrón! Es tu fin. Pagarás por la deuda y por lo que acabas de hacerle a Gregori- bramó con ganas de descargarle el cargador entero a ese bastardo con mayúsculas.
Entonces le llegó la risa.
Una risa conocida.
Eran las carcajadas de su compañero.
Eso le hizo detenerse en su avance.
No podía ser posible.
Estaba claro que el cabrón acababa de liquidar a su colega.
Pero…
Las risas continuaron.
Cada vez más notorias.
Hasta rozar el escándalo.
Y sin previo aviso Gregori se asomó en el quicio con un semblante desquiciado y le apuntó con su arma directamente hacia el entrecejo.
– No
Apretó el gatillo y le acertó de lleno, haciéndole caer fulminado sobre la alfombra deshilachada colocada en el suelo. La beretta y las gafas quedaron desperdigadas a escasos centímetros de su cadáver.
Gregori se detuvo en su risotada. Dejó caer su arma a un lado. Y seguidamente se derrumbó igual de muerto que su compañero. Por algo tenía el cuello abierto por la garganta con la pechera del chaleco antibalas empapada de sangre.
La luz de la habitación cobró vida otra vez. Y del cuarto de baño surgió la persona a quien buscaban. Era un hombre de treinta años. Estatura media. Rostro anodino. Cabellos cortos rubios. Estaba vestido de calle. Se acercó a los dos cadáveres para contemplarlos de cerca. La garra de su brazo derecho recuperó la forma original de una mano humana. Esbozó una sonrisa diabólica. Estaba feliz con su cuerpo. Estaba en una forma muy saludable. Y ahora que se había librado de la amenaza que había acechado a su ocupante anterior, podría vivir tranquilo.
Se sentó en el borde de la cama. Respiró profundamente.
Esos dos matones.
Podría revivirlos si quisiera.
Convertirlos en parte de su defensa personal.
Desechó tal idea.
Era correr un riesgo innecesario.
Aparte de que su poder era absoluto.
Ningún ser humano podría echarle de ese cuerpo.
Bueno. Siempre y cuando no fuese un jodido exorcista de la iglesia católica de Roma.
Pero en fin. Procuraría no llamar demasiado la atención. Él era muy diferente a los lacayos de Lucifer, que se conformaban con invadir un cuerpo para su simple deleite basado en la tortura física y espiritual. En cambio al tratarse de un arcángel caído, la ocupación de un cuerpo humano representaba dominarlo para convivir entre los demás humanos. Era otra manera de ofender a Dios.
Recogió todo lo imprescindible, se deshizo a su manera de los restos de los dos cadáveres, tomó prestado su vehículo y emprendió camino hacia la otra costa de los Estados Unidos. Así evitaría posibles represalias de los secuaces del mafioso que había encargado la muerte del dueño original del cuerpo que ahora él poseía en su totalidad.
No lo hacía por precaución.
Simplemente era que no le apetecía ir aniquilando vidas ajenas con demasiada asiduidad.
Era un ser poderoso.
Y matar ratas era una labor de los seres inferiores.
Mientras conducía, su mente se puso a pensar en diversidad de lenguas vivas y muertas.
El motel fue quedando atrás.
En la lejanía.
Pasado un tiempo dejó de formar parte de los recuerdos de aquel cuerpo.
Pues su dueño actual daba preferencia a las reminiscencias arcanas de su mente milenaria.
Una mente que formó parte inicial del coro de ángeles de Dios Todopoderoso antes de sumirse en un estado de rebelión que lo condenó a la expulsión eterna del Paraíso.
Su venganza consistía en rebelarse contra el Juez Supremo que lo condenó a su caída en el averno.
Aquel cuerpo representaba el comienzo.
Uno nuevo.
Con un final distinto a lo escrito en los evangelios.
Así al menos Él lo esperaba.
Siguió conduciendo, ensimismado en sus pensamientos impuros.
Sentirse como un vulgar humano era una sensación excitante.
Pensaba prolongar esa sensación hasta el infinito.
Recreándose en todo aquello que fuese a sacar a Cristo de sus casillas…

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