Espíritus inmundos (1ª trama)

Kevin Stacey era feliz. Tenía una esposa estupenda y dos hijos maravillosos. Eran la típica familia de clase media americana. Vivían en una barriada donde había de todo, gente obrera, marginada y familias que casi siempre pasaban apuros a finales de mes, que ya era toda una hazaña tal como estaba el país, con el paro en lo alto de la cumbre gracias a los dos mandatos del peor presidente de toda la historia. Kevin y su familia estaban entre los que pasaban apuros para llegar a final de mes, pero aún así su satisfacción era plena. Vivían en un piso de la quinta planta de un edificio de alquiler que pertenecía a un supervisor de origen alemán que tenía en propiedad otras tres edificaciones más a lo largo del barrio. El alquiler era asumible por los dos sueldos que entraban en el hogar. Kevin era vigilante armado de un banco, y su mujer Kelly trabajaba a tiempo parcial de cajera en un supermercado local. Los niños estudiaban en una escuela pública, y de vez en cuando contrataban los servicios de una canguro para pasar los dos un rato junto a solas en el cine o en un restaurante que fuera asumible para su economía de gastos mensuales. Y una vez al año, pues Kevin no podía permitirse unas vacaciones normales, disfrutaban de una semana de asueto en visitas a parques nacionales o de acampada en tienda de campaña con los vecinos del segundo, un matrimonio sin hijos y con el cual guardaban una gran amistad.
Así era Kevin. Así era su familia.
Un año, en plenas navidades, con la ciudad cubierta de nieve, Kevin regresaba del largo turno diurno a casa. Habían sido doce horas, de ocho a ocho de la tarde. Estaba cansado, con ganas de pillar una buena ducha, vestirse algo cómodo, cenar con los suyos, tumbarse sobre el sofá y ver algo en la televisión antes de irse a la cama, que mañana tendría que volver a la custodia del banco. Realmente, el espíritu de la navidad estaba arraigado en la familia, aunque Kevin y Kelly no fuesen especialmente ni muy devotos ni practicantes de la religión católica a la que por tradición pertenecían. La asumían con la alegría de ver lo bien que se lo pasaban Ted y Nataly, quienes a sus cinco y ocho años respectivos, vivían la llegada de santa Claus con la típica ilusión que se tenía a esas edades. Esa tarde en que volvía a casa hacía bastante frío, sobre los dos bajo cero, pero lo llamativo para Kevin fue la sensación de que hacía mucho más dentro de su propio piso. Al abrir la puerta notó un cambio drástico de temperatura y conforme avanzaba por el recibidor, el frío era más acusado. Tocó el radiador más cercano para ver si acaso había vuelto a fallar el sistema de calefacción central del edificio, pero este estaba funcionando correctamente, notando la calidez bajo la palma de la mano. Era extraño. Aventuró que a lo mejor Kelly había abierto las ventanas para airear algo el piso antes de que él llegara, pero no encontró ninguna de las hojas de las ventanas subidas. Y lo más llamativo. No encontró a nadie de su familia.
Registró todo el piso. Las dependencias estaban en un estado de normalidad, y la mesa del comedor estaba preparada para empezar la cena. Entró en la cocina y vio la comida sobre el mostrador recién hecha y dispuesta para llevarla a la mesa. Pero Kelly
– Kelly – la llamó
ni Ted
– Teddy
ni Nataly
– Nataly
Ninguno de los tres salió a la llamada de sus nombres, pues todos estaban ausentes.
Kevin se empezó a poner nervioso. Su trabajo consistía en mantener en lo posible la compostura bajo presiones extremas al mantener la seguridad en el banco donde trabajaba. A veces cuando llegaba la crisis como él la llamaba, había que respirar de manera profunda y contar hasta cien antes de perder los nervios y liarse a tiros con el atracador que amenazaba a la cajera con una navaja automática. Claro que en este caso no se trataba del jodido dinero del banco, o de la vida de una extraña que simplemente se limitaba a saludarle y despedirse de él cuando entraba y salía de su turno de trabajo en el banco. Se trataba de su mujer y de sus dos hijos.
Era su propia sangre la que estaba en juego.
Tenía que averiguar lo antes posible qué demonios les había pasado. No encontró signos de resistencia. Todo estaba en orden. No faltaba nada. No había sangre por ningún lado. Se dejó caer de rodillas desesperado y juntó ambas manos. Quiso rezar una plegaria.
– dios mío, por favor no me hagas esto…
Estuvo sesenta segundos sin reaccionar, hasta que decidió que lo mejor era ya llamar a la policía. Fue hacia la mesita del corredor principal donde estaba ubicado el teléfono inalámbrico insertado en su cargador. Antes de llegar vio como la mesa se tambaleó un poco y el teléfono salió volando de su cargador para impactar sobre su cabeza contra la pared hasta quedar del todo inservible para su uso. Kevin miró en derredor suya. No vio nada. Estaba solo, pero algo había cogido el teléfono y se lo había lanzado a la cabeza. Entonces escuchó una serie de sonidos procedente de la cocina. Fue corriendo. Al quedarse en el quicio pudo ver que toda la comida con la vajilla y la cubertería estaban tiradas y diseminadas sobre el suelo. La luz del techo chispeó un par de veces y se apagó. La sensación de frío era ya terrible. El aliento cobraba formas arbitrarias conforme respiraba cada vez más aceleradamente. Salió de nuevo al pasillo principal y desde la entrada al salón vio avanzar una figura oscura. Estaba situada a gatas y parecía una sombra en un antinatural relieve. Se le fue acercando gateando a trancas y barrancas. Un gruñido hosco surgía de su garganta.
Kevin – le siseó la criatura.
Kevin lo veía llegar con el espanto de quien ve un hecho de difícil explicación. Eso no podía estar sucediendo. No en su propia casa.
La sombra se le acercó por completo y alzó su rostro.
Kevin sintió una fuerte convulsión antes de perder el conocimiento y caer al suelo.

– Papá…
– ¡Kevin! ¿Estás bien, cariño?
Poco a poco fue recuperando la consciencia. Estaba rodeado por su familia. El piso estaba nuevamente como debería haber estado desde que entró hacía media hora por su puerta de entrada.
Se puso en pie con la ayuda de Kelly.
– Papá, papá, te has caído y te has hecho daño- se interesó Nataly.
Kevin no dijo ni palabra.
Pasado el susto, se fueron a cenar. Fue una cena muy atípica, donde Kevin no quiso ni hablar media palabra con su familia. Kelly estaba preocupada. Su marido estaba teniendo un comportamiento extraño. Los niños estaban tristes porque su propio padre no les hacía caso, y su madre prefirió llevarlos al cuarto de juegos para que no siguieran viendo el semblante serio y taciturno de Kevin.
Cuando Kelly regresó del cuarto vio como Kevin se disponía a salir de casa.
– ¿Qué haces? ¿Se puede saber qué te ocurre?
Kevin ni se molestó en mirarla. Abrió la puerta y salió. Kelly se situó en el quicio y lo vio dirigirse hacia el ascensor. Estaba indignada.
– ¿A dónde crees que te vas? Contesta. Has fastidiado el día de los niños y piensa que te puedes ir así de rositas, sin dar ni siquiera una sola explicación.
Las puertas del ascensor se abrieron de par en par. Kevin avanzó dos pasos hacia su interior. Cuando las puertas volvieron a cerrarse y el ascensor inició su descenso, Kelly cerró la puerta del piso de un fuerte portazo.

*****

El callejón no tenía salida por el fondo. Estaba situado detrás de un restaurante ruso de poca monta y estaba decorado con los contenedores de la basura y algún que otro mueble viejo y abandonado. La nieve lo recubría todo. Solía estar frecuentado por gente sin techo que se refugiaba entre cartones para dormir a la fresca, pero en esos días invernales tan inclementes preferían el subsuelo del metro. Entre dos de los contenedores de basura estaba Kevin. Agazapado, sentado casi sobre sus talones, con los brazos cruzados sobre el pecho. Estaba tiritando. Lo notaba. Pero no podía ejercer dominio sobre su cuerpo. Estaba controlado por otra entidad. La entidad estaba refugiada en su mente. Y le estaba enloqueciendo con sus blasfemias. Y sus risas malignas. Le hablaba por dentro en lenguas extrañas que Kevin no entendía. Y le hacía de adoptar las posturas que él quisiera. Si lo deseaba, le hacía de arañarse su propia cara. O de comerse los mocos. O de hacerse sus necesidades encima.
Kevin no entendía la razón de que aquella entidad hubiera reclamado su cuerpo. Ni comprendía cómo había surgido en el corazón puro de su hogar. Nunca habían tenido interés en temas ocultos, ni habían practicado algún tipo de juego peligroso como el de la ouija. Pero allí estaba. Dentro de su interior. Haciéndole ya la vida imposible. Deseando que morir fuese una solución a sus males. Pues su familia no merecía soportar su sufrimiento incurable.
Tras cinco horas atrapado en esa postura, lo que anidaba ahora en su interior le hizo de alzarse. Eran las tres de la madrugada. Enormes copos de algodón caían sobre sus cabellos y los hombros. Fue avanzando en un caminar desigual hacia la otra calle. No se veía a nadie. El frío era intenso. Tenía las manos congeladas. Los pies ya ni los sentía.
Las voces…
Continuó andando un buen trecho por las calles del barrio. En un momento determinado llamó la atención de un agente de policía que estaba resguardado dentro de su coche patrulla.
– ¡Oiga, señor! ¿Está usted bien?- se interesó el policía.
Al ver que no le hacía caso, puso en marcha el vehículo hasta situarse al lado de Kevin. Asomó la cabeza por la ventanilla y lo contempló tal cual era. Se asombró de que aquel hombre no estuviera al borde de la hipotermia. Su estado revestía una gran gravedad. Tenía el rostro surcado de múltiples arañazos y los nudillos de las manos agrietados y sangrantes al igual que las uñas rotas y melladas de restregarlas contra los ladrillos del callejón sin salida.
– Cristo. Se ha autolesionado usted mismo, ¿verdad? ¿Qué te has metido, hijo?
Kevin escuchaba la voz del policía.
Pero por encima de aquella voz sobresalían las voces que le atormentaban en las últimas horas.
Las voces que le habían destruido una vida idílica.
Las voces que le habían separado de su familia.
Esas puñeteras voces.
– ¡Callaos de una puta vez! – gritó Kevin en voz alta, llevándose las manos a los oídos.
Y entonces
– Relájate, chico. Levanta las manos. No hagas nada raro. Si te comportas, te llevaré a que te vea alguien para que te examine – le estaba diciendo el policía.
entonces la cosa que le dominaba le hizo de revolverse hacia el agente, buscándole el cuello con las manos semicongeladas.
– Qué haces…
haciéndole de apretar y apretar hasta que…
un tiro del arma del policía le dio de lleno en la cabeza y le hizo caer desplomado de espaldas sobre el colchón de nieve.
Kevin miraba hacia el firmamento.
Parecía que estaba formando ángeles en la nieve con los brazos extendidos
– Maldito hijo de puta. Qué coño te has metido, que casi me matas…
ahora descansaba libre de toda presencia enfermiza en su interior
estaba libre
estaba feliz
lo único que lamentaba era que ya nunca más iba a volver a ver a Kelly, Ted y Nataly…

Espíritus inmundos (2ª trama)

– Está dentro – se lo indicó con un gesto de la mano libre. La otra empuñaba una beretta con un silenciador acoplado a su cañón.
– Vale. Entramos a saco y nos lo cargamos – susurró su compañero.
Ambos llevaban protección ligera en los codos y chaleco antibalas kevlar. Uno de los dos se situó frente a la puerta de madera de entrada a la habitación número 23 del motel de carretera “Teodoro´s”. No tendrían testigos que les molestara. Eran pasadas las tres de la madrugada, el resto del motel estaba vacío tras la comprobación pertinente en el registro de la recepción y el dueño estaba criando malvas detrás del mostrador con dos balas en el pecho. Ni siquiera se presentaron ante él. Simplemente entraron por el vestíbulo y se lo cargaron. Lo mismo que iban a hacer ahora con ese desgraciado que le debía veinte de los grandes a su jefe.
Le pegó una patada a la puerta con la bota derecha. Estaba la madera tan envejecida que casi se partió en dos por los cuarterones centrales. El interior estaba a oscuras. Esa situación era previsible. Ambos se colocaron las gafas de visión nocturna y se pusieron a escudriñar desde el quicio. Las ventanas de la habitación estaban cerradas, las persianas bajadas y las cortinas echadas. En un extremo había una vieja televisión con el mando a distancia tirado sobre el suelo. La pantalla estaba encendida y emitía la señal de estática de un canal inexistente. La cama estaba en el lado contrario. Se veían las sábanas movidas por las prisas del que abandonaba su lecho al preveer una visita no deseada.
– Nos esperaba – se dijo el uno al otro en voz baja.
– Calla.
Entraron con precaución en la estancia. Uno cubriendo el lado contrario del otro. Eran dos profesionales. Sabían lo que se hacían. El más cercano a la televisión optó por apagarla. Quedaba por registrar el baño. La diminuta habitación no daba para más.
– Tiene que estar allí adentro.
– Si.
– Ya me adelanto yo. Tú cúbreme por si acaso. Puede que vaya armado.
– Estate tranquilo.
Uno de los dos se dirigió hacia la puerta del baño. Estaba encajada en el marco. El pomo se ofrecía como señuelo, pero pensaba abrirla del mismo modo que hicieron con la puerta de entrada al nº 23. Adoptó la postura de asalto cuando la luz de la habitación fue encendida sin previo aviso. Al llevar puesta la visión nocturna, se quedaron medio cegados.
– Coño… Qué…
– No pierdas la concentración…
– Cómo lo ha hecho… Joder, hay que quitarse la visión nocturna. No veo una mierda.
Cuando lo hizo pudo ver que la puerta del baño se abría hacia adentro y su compañero fue forzado a entrar en su interior por una fuerza desconocida.
– Dios… No… NOOO.
Desde el centro de la habitación percibió un crujido de huesos y el ruido característico de un cuerpo que se desplomaba sobre el suelo. Se puso nervioso. Aquello no estaba saliendo según lo planificado. Había una baja. Y aún estaba por cargarse al tipejo que adeudaba el dinero al jefazo.
Entonces la luz de la habitación se apagó de nuevo.
– Mierda.
Se colocó de manera precipitada la visión nocturna. La luz del baño fue encendida, expeliendo su haz sobre la cabecera de la cama desarreglada.
Se pasó la mano libre por la frente sudorosa.
Miraba fijamente al vano de la puerta desde donde surgía el chorro de luz.
– ¡Cabrón! Es tu fin. Pagarás por la deuda y por lo que acabas de hacerle a Gregori- bramó con ganas de descargarle el cargador entero a ese bastardo con mayúsculas.
Entonces le llegó la risa.
Una risa conocida.
Eran las carcajadas de su compañero.
Eso le hizo detenerse en su avance.
No podía ser posible.
Estaba claro que el cabrón acababa de liquidar a su colega.
Pero…
Las risas continuaron.
Cada vez más notorias.
Hasta rozar el escándalo.
Y sin previo aviso Gregori se asomó en el quicio con un semblante desquiciado y le apuntó con su arma directamente hacia el entrecejo.
– No
Apretó el gatillo y le acertó de lleno, haciéndole caer fulminado sobre la alfombra deshilachada colocada en el suelo. La beretta y las gafas quedaron desperdigadas a escasos centímetros de su cadáver.
Gregori se detuvo en su risotada. Dejó caer su arma a un lado. Y seguidamente se derrumbó igual de muerto que su compañero. Por algo tenía el cuello abierto por la garganta con la pechera del chaleco antibalas empapada de sangre.
La luz de la habitación cobró vida otra vez. Y del cuarto de baño surgió la persona a quien buscaban. Era un hombre de treinta años. Estatura media. Rostro anodino. Cabellos cortos rubios. Estaba vestido de calle. Se acercó a los dos cadáveres para contemplarlos de cerca. La garra de su brazo derecho recuperó la forma original de una mano humana. Esbozó una sonrisa diabólica. Estaba feliz con su cuerpo. Estaba en una forma muy saludable. Y ahora que se había librado de la amenaza que había acechado a su ocupante anterior, podría vivir tranquilo.
Se sentó en el borde de la cama. Respiró profundamente.
Esos dos matones.
Podría revivirlos si quisiera.
Convertirlos en parte de su defensa personal.
Desechó tal idea.
Era correr un riesgo innecesario.
Aparte de que su poder era absoluto.
Ningún ser humano podría echarle de ese cuerpo.
Bueno. Siempre y cuando no fuese un jodido exorcista de la iglesia católica de Roma.
Pero en fin. Procuraría no llamar demasiado la atención. Él era muy diferente a los lacayos de Lucifer, que se conformaban con invadir un cuerpo para su simple deleite basado en la tortura física y espiritual. En cambio al tratarse de un arcángel caído, la ocupación de un cuerpo humano representaba dominarlo para convivir entre los demás humanos. Era otra manera de ofender a Dios.
Recogió todo lo imprescindible, se deshizo a su manera de los restos de los dos cadáveres, tomó prestado su vehículo y emprendió camino hacia la otra costa de los Estados Unidos. Así evitaría posibles represalias de los secuaces del mafioso que había encargado la muerte del dueño original del cuerpo que ahora él poseía en su totalidad.
No lo hacía por precaución.
Simplemente era que no le apetecía ir aniquilando vidas ajenas con demasiada asiduidad.
Era un ser poderoso.
Y matar ratas era una labor de los seres inferiores.
Mientras conducía, su mente se puso a pensar en diversidad de lenguas vivas y muertas.
El motel fue quedando atrás.
En la lejanía.
Pasado un tiempo dejó de formar parte de los recuerdos de aquel cuerpo.
Pues su dueño actual daba preferencia a las reminiscencias arcanas de su mente milenaria.
Una mente que formó parte inicial del coro de ángeles de Dios Todopoderoso antes de sumirse en un estado de rebelión que lo condenó a la expulsión eterna del Paraíso.
Su venganza consistía en rebelarse contra el Juez Supremo que lo condenó a su caída en el averno.
Aquel cuerpo representaba el comienzo.
Uno nuevo.
Con un final distinto a lo escrito en los evangelios.
Así al menos Él lo esperaba.
Siguió conduciendo, ensimismado en sus pensamientos impuros.
Sentirse como un vulgar humano era una sensación excitante.
Pensaba prolongar esa sensación hasta el infinito.
Recreándose en todo aquello que fuese a sacar a Cristo de sus casillas…

Fuerza letal (Dios bendiga América)

Bueno. Este es un relato antiguo, al que le antepongo una entrada explicativa. FUERZA LETAL ha sido publicado, aparte de en mi blog, en varias webs de relatos. En todas ha recibido buenas críticas, y han comprendido que es la visión que debe de tener un asesino en masa para llevar hacia adelante su macabra gesta. Es un relato crudo y bastante duro, no apto para estómagos sensibles. En una web de cuentos de terror, para mí sorpresa, muchos lectores se pensaron que eran las ideas del autor del relato. Y se me insultó gravemente sin que lograran distinguir que simplemente es un relato de ficción. Evidentemente repudio las tropelías de estos engendros que matan por matar. Repito, simplemente es un relato, donde intento ponerme en el preludio de la mente asesina instantes antes de incurrir en su acto de violencia indiscriminada.


Todo me da absolutamente igual.
No sufro pena, ni siento dolor.
Lo que le sucede al resto de la humanidad me importa un bledo.
Si hay hambre en el mundo, es porque se lo merece.
El ser humano es vil y mezquino.
Ojala desaparezca de la faz de la tierra.
Que vuelvan a dominar los enormes reptiles del pasado.
El egoísmo, la prepotencia, ver todo ello reflejado en los seres que me rodean me repugna.
Siempre pienso de la misma manera. Ese desgraciado del traje italiano y su BMW, aprovecha tu puto desenfreno a tope. Dentro de setenta años habrás criado algo más que malvas y seguro que tus aires de grandeza no te servirán de nada bajo tres metros de tierra del mismo cementerio donde a tu lado estará enterrado un gilipollas que las pasó canutas con un divorcio a cuestas y tres hijos a que pasar la pensión de su mísero salario de mil dólares mientras su ex se la estaba pegando con un repartidor de leche a domicilio.
Enciendo y apago la televisión mil veces en una hora.
Me fumo cinco cigarrillos de tabaco rubio en media hora.
Atisbo a través del cristal de una de las ventanas.
Cierro los dedos de la mano derecha con fuerza, formando un puño cerrado y me pongo a golpear la pared con un odio irreprimible hacia mi existencia.
Dios, cuánto hubiera dado por no haber nacido.
Menuda equivocación la de mis padres al haberse conocido en un baile de fin de curso de la universidad.
Me doy una ducha fría.
Estoy furioso. Me dan ganas de coger el bate de béisbol que guardo en la despensa, bajar corriendo de dos en dos los escalones de la escalera hasta salir a la calle y ponerme a reventar los parabrisas delanteros de los coches estacionados en frente del edificio donde vivo.
Me quedaría quieto, esperando a la reacción de los dueños. A ver si salía uno encabronado y me pegaba un tiro.
Dios, me restriego la panza con la esponja reseca hasta ponerla roja por el roce sin jabón ni nada.
Me seco y me visto de nuevo.
Doy vueltas arriba y abajo del pasillo.
Cuánto detesto vivir en este mundo.
Cuando estoy así, pienso en el recurso del suicidio, pero lo encuentro muy estúpido.
Tengo que abandonar este puto planeta haciendo algo grande.
Que se me recordara para siempre.
Busco debajo de mi cama y saco una caja de cierre hermético. Pulso un botón y se abre la tapa.
Dentro tengo mi beretta modificada.
Suelo alejarme en mi coche hasta las afueras de la ciudad y me pongo a disparar a los árboles, a las ramas, las hojas…
Ven Harry El Sucio. Te voy a meter veinte balas por el culo.
Me estoy excitando.
Puede que sea el día.
Si tengo agallas, hoy será el día que pueda despedirme del resto de la estúpida América de los cojones.
Fuerza letal.
Dos palabras.
Si consigo que se pronuncien por alguien que yo me sé, habré solucionado el dislate de haber formado parte de seis mil millones de patéticos ejemplares.
Me pongo una defensa abdominal de hockey hielo y por encima un grueso jersey negro de lana. Así parezco que llevo un chaleco kevlar debajo de la ropa. Pantalones negros de muchos bolsillos, mis botas de monte y un pasamontañas.
Me miro reflejado en el espejo.
De puta madre.
Es mi día.
El definitivo.
Me enfundo la pistola en el cinturón y abandono mi piso.
Un vecino se queda de piedra al ver mi aspecto.
Le pego un tiro en la frente y sin parar a cerciorarme si la ha palmado, termino de bajar por el tramo de escalones hasta llegar a la calle. Me introduzco en mi coche y me largo de allí.
Mi corazón palpita desenfrenado por la emoción del momento.
Tengo un subidón de adrenalina impresionante.
Pongo la radio a tope. Escojo una canción de rock duro.
Estoy con ganas de armarla.
Y tengo decidido dónde.
Un centro comercial.
El más cercano.
Será fácil.
Está muy poco vigilado. Como mucho un par de vigilantes desarmados.
Me haré notar.
De tal manera que esto provocará las dos palabras que tanto ansiaba fuesen pronunciadas por las fuerzas de asalto.
Fuerza letal.
Joder, cuánto me asqueaba toda la gente…
Voy a disfrutar cuando todo se vaya al carajo.
Detengo el coche de mala manera en el parking. Me bajo de él y me encamino a buen ritmo hacia la entrada. Todos se me quedan mirando por mi atuendo. Y pronto surgen gritos, chillidos. Empiezo a vaciar el cargador… Dispongo de diez más…
Esto es un placer.
Estoy en la gloria.
Todo es un caos.
Acierto y fallo.
Hay muertos, heridos y el resto sale en desbandada por las puertas automáticas.
No merezco haber nacido.
Lo tengo claro.
Hoy es mi día.
El último.
La Fuerza Letal me espera.