El fin de una raza

La virtud de Lettisier residía en su capacidad de hacer germinar el fruto del odio entre los suyos. Era una raza agonizante. Sin esperanzas. Sin deseos casi de supervivencia. Desalentada. Decidida a extinguirse de este mundo. Un vasto mundo con muchas zonas aún inexploradas. Regiones donde el hombre estaba por adentrarse en sus corazones virginales. Del mismo modo que se desconocía la presencia de Lettisier y los suyos anidando en algunos de esos sitios remotos.

– ¡Caminad deprisa! – arengó uno de los biólogos a los portadores con los voluminosos pertrechos científicos y de supervivencia sobre sus espaldas dobladas por el peso en sí de los mismos.
Los ayudantes estaban inquietos. El grupo estaba en mitad de la selva en medio de un aguacero despiadado. Decidieron detenerse en una zona donde los troncos de los árboles estaban más espaciados entre sí. Extendieron lonas para improvisar un refugio pasajero mientras durase la tormenta.
– Esto es de locos. Nos vamos a poner todos enfermos en pocas horas – comentó el segundo biólogo a su compañero con las ropas empapadas.
– No podemos echarnos atrás. Demasiado tarde. Tardaríamos otros tres días en regresar al poblado. Hay que tirar hacia delante como sea.
Los dos estaban situados bajo una de las lonas dispuestas entre dos troncos, mientras los cuatro porteadores lo hacían tiritando de frío bajo otra lona sin soporte ninguno que la mantuviese extendida y sujeta. Los nativos cuchicheaban. Estaban aterrorizados. Gesticulaban desesperados por haberse dejado convencer por los científicos en acompañarles hasta el nacimiento del río Ococo.
El científico de mayor edad quiso encender un cigarrillo, pero estaba flojo y blando por la humedad y no prendió. Lo tiró sobre el suelo enlodado presa de la frustración.
– No hemos tenido suerte. Se suponía que la temporada de lluvias llegaba la semana próxima a esta.
– Eso reflejaba el parte meteorológico que nos mandaron desde la central en Berlín. Tenemos toda la tecnología del mundo dando vueltas alrededor del planeta, pero ni con los más avanzados satélites predicen el tiempo como Dios manda.
La intensidad de la lluvia fue creciendo en su apogeo. Golpeaba con fuerza las hojas y las ramas de alrededor, sumiendo el campamento improvisado en una cacofonía donde apenas se podían escuchar lo que uno le decía al otro.
Entonces vieron las figuras. Estaban entre las lianas de los troncos situados enfrente de ellos. Serían unas diez siluetas. Los dos científicos se restregaban los ojos de las gotas de lluvia para apreciarlos mejor. Se quedaron boquiabiertos.
– Jesús Santo – se le escapó al biólogo más veterano.
Los cuatro porteadores enloquecieron del horror. Abandonaron su sitio bajo la lona y cada uno huyó a su aire. Los científicos vieron como detrás de cada porteador iban dos figuras persiguiéndolos hasta alcanzarlos y tumbarlos de espaldas sobre el lecho fangoso.
– Es imposible. Si miden casi TRES METROS – dijo el científico más joven.
Les fueron arrancadas las cabezas a cada uno de los porteadores. Luego las piernas y los brazos con la misma facilidad que si se estuviera desmembrando un muñeco de peluche.
El científico más joven, que se llamaba Thomas, vio petrificado como su compañero era tironeado de una pierna por una de las figuras demenciales, siendo arrastrado hasta desaparecer detrás de un tupido matorral.
Estaba solo. Todas las demás figuras, los restos de los porteadores y su colega de profesión habían desaparecido de la escena. La lluvia continuaba inclemente. Se quiso incorporar entre temblores. Lo consiguió a duras penas. Se fue alejando de la lona hasta que tropezó con una de las sobrecargadas mochilas, cayendo de medio lado sobre la rodilla derecha. Notó un crujido seguido de un fuerte ramalazo de dolor. Se había producido una rotura de ligamentos. Hizo lo posible por darse la vuelta hasta quedar sentado con la espalda recostada contra las abultadas escamas de la corteza de un tronco.
Al otro extremo resurgió la figura de Lettisier. Medía dos metros ochenta. No era el más alto del grupo, pero si el más carismático. Les había dicho a los demás que iba a encargarse él solo de ese hombre. Cogió impulso desde sus talones y pegó un brinco descomunal de siete metros que lo situó frente a Thomas. El científico contempló a la criatura con un pánico incontenible.
– Esto no es real. Tú no puedes existir – murmuró atónito.
Los cabellos de Lettisier eran lacios y oscuros y le llegaban hasta las rodillas, tapándole el rostro por completo. Estaba desnudo. Su piel era algo escamosa y sus articulaciones eran extremadamente delgadas. Su olor corporal era nauseabundo al estar recubierto por los excrementos de sus propias víctimas. Transcurrieron unos segundos de quietud, hasta que la criatura decidió que era hora de cebarse en Thomas. Lo hizo con tal presteza, que no le dio tiempo ni a aullar de dolor antes de morir.

Lettisier estaba un poco más esperanzado ante el futuro de su raza. Los restos de los seis hombres estaban amontonados en el centro de un claro. Había parado de llover. Miró a sus hermanos. Alzó su rostro oculto entre mechones de largos cabellos hacia la espesura de las copas de los árboles y prorrumpió en un alarido de satisfacción. Los demás le acompañaron en la letanía, convencidos que con el liderazgo de Lettisier su extinción iba a posponerse en los siglos venideros. Pues sus vidas eran longevas y sanas y tan solo les quedaba hallar una compañera con la que perpetuar y asegurar la especie.