Una ventana a la añoranza. (Relato breve con ilustración original del autor).

Con extremo cansancio físico, se fue aproximando a aquella que fuera antiguamente su morada.
Era una noche de luna nueva con las nubes amenazando la inminente descarga de una tormenta inmisericorde.
La hierba amortiguaba el paso desigual de sus pies descalzos y descarnados.
Le pesaban los párpados. Unas lágrimas gelatinosas empañaban su visión…
Con las mandíbulas permanentemente separadas, mostrando las piezas dentales que le quedaban encajadas en las ennegrecidas y sangrantes encías de su enloquecida sonrisa.
La ventana más próxima concitó toda su atención, dejándose apoyar con las palmas contra el cristal, atisbando a través de ella hacia el interior de la estancia.
Unos simples retazos de sus antaño prolíficos recuerdos consiguieron hacer aflorar un cierto sentido de añoranza en su conciencia adormecida para el resto de la eternidad.
Abrió por completo su boca supurante, recubriendo el vidrio con la saliva grumosa.
Una porción de tejido de su mano derecha quedó prendida en el marco externo astillado de la ventana.
Las primeras gotas surgidas del firmamento nublado perlaron su rala cabellera.
La luna fue revestida y desposeída de innumerables velos grises de apariencia arbitraria nada sugerentes en belleza al poderoso impulso veleidoso del viento.
Las horas de la madrugada se fueron sucediendo, hasta que la primera claridad del día trajo la cordura de los mortales.
Unas voces masculinas clamando en voz alta entre maldiciones.
La puerta principal de la casa abierta casi a patadas.
Pisadas presurosas dirigidas hacia la parte trasera de aquel lugar.
Sin dejar de permanecer hipnotizado y extasiado frente a la ventana, recibió innumerables disparos de sendas escopetas, acompañados de los desesperados deseos 
– ¡Por Dios! ¡Déjanos en paz y muere de una vez, padre!
de quienes habían sido sus propios hijos.



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Humor gráfico terrorífico: "Balada Triste de Oveja".

Imagen en exclusiva para Escritos de Pesadilla, donde se observa el motivo por el cual el Hombre Lobo Eustaquio Del Peral nunca se come una rosca con las ovejas asilvestradas del Peloponeso. Aún estamos intentando averiguar la identidad del zombi ovejero para su posterior reeducación canibalesco hacia el gusto por los cerebros de los homínidos.




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No se admite la sonrisa de ningún político en Escritos de Pesadilla. ¡A tomar el pelo a otro lado!

Nada, hoy me he levantado con dolor de tripas y con mal talante por ver repetidamente las estultas sonrisas de esta gente que vive del cuento dejando un país entero con más agujeros que un colador. Encima, uno ha querido infiltrarse a hurtadillas camuflado con el tocho de la Reforma Laboral, y he tenido que recurrir a uno de mis zombies para echarlo. Eso si, la sonrisa del político es siempre eterna.


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Sleepy, el Zombi

Sleepy tenía una sensación de hambre algo extraña. Nunca se había imaginado que al morir uno pudiera seguir teniendo ganas de comer. No vio el túnel con la luz al fondo. Según le dijo una voz muy temperamental, le correspondía el purgatorio antes de poder llegar a recorrerlo en su totalidad. Así que allí estaba, en medio de las tumbas del cementerio del pueblo. Las tablas de la tapa de su ataúd cedieron relativamente ante el impulso de las uñas largas de sus manos, y tras un rato de escarbar en la tierra que le cubría, pudo salir al exterior y contemplar el camposanto bajo el halo lúgubre de la luna en cuarto creciente, con el cielo despejado de nubes y perlado de estrellas lejanas.
Se miró a las ropas. Estaban sucias y medio rotas.
Dentro de los zapatos tenía alguna que otra china, pero no le molestaba tanto como para tener que descalzarse.
Quiso hablar.
Al principio le costó, pero había que romper con una de las reglas de los muertos vivientes.
– Eftoy vivo – dijo, satisfecho.
El purgatorio debía de ser una segunda oportunidad de redención.
El caso era que se parecía mucho al lugar donde siempre había vivido antes de morir fulminado por un terrible cáncer de pulmón.
Definitivamente, el limbo era su propio hogar.
Echó a andar con cierto garbo, estirando las piernas como si estuviera eludiendo pisar charcos de agua estancada. Poco a poco fue abandonando el cementerio de Santa Teodora.

Bob, “El Flaco”, estaba regresando a casa animado tras una noche de juerga con sus colegas del taller de reparación de motos, cuando vio a Sleepy acercándose por el mismo lado de la acera.
– ¡Jesús, Sleepy! Eres un condenado zombie – farfulló, con el rostro acalorado por el esfuerzo de intentar echar a correr los ciento veinte kilos de su anatomía sedentaria.
– No te fayas – le llamó Sleepy. – Tengo ganas de comer algo.
A pesar de su caminar mucho más lento de cuando vivía, logró prender a su antiguo amigo por los hombros.
– ¡No! ¿Qué haces? – gimió Bob.
– Yo tener que llenar mi estómago – se sinceró Sleepy.
Sus mandíbulas se engarzaron en las blanduras de Bob.
De verdad que estaba exquisito…

Sleepy abandonó las inmediaciones del pueblo exultante de felicidad. Su panza estaba repleta. Su hambre quedó saciada. Y además consiguió la compañía de un buen amigo. Lo que quedaba de Bob, “El Flaco”, le acompañaba como compañero de aventuras.
Así si que se podía ir por la vida en su nueva condición de zombie.