Una ventana a la añoranza. (Relato breve con ilustración original del autor).

Con extremo cansancio físico, se fue aproximando a aquella que fuera antiguamente su morada.
Era una noche de luna nueva con las nubes amenazando la inminente descarga de una tormenta inmisericorde.
La hierba amortiguaba el paso desigual de sus pies descalzos y descarnados.
Le pesaban los párpados. Unas lágrimas gelatinosas empañaban su visión…
Con las mandíbulas permanentemente separadas, mostrando las piezas dentales que le quedaban encajadas en las ennegrecidas y sangrantes encías de su enloquecida sonrisa.
La ventana más próxima concitó toda su atención, dejándose apoyar con las palmas contra el cristal, atisbando a través de ella hacia el interior de la estancia.
Unos simples retazos de sus antaño prolíficos recuerdos consiguieron hacer aflorar un cierto sentido de añoranza en su conciencia adormecida para el resto de la eternidad.
Abrió por completo su boca supurante, recubriendo el vidrio con la saliva grumosa.
Una porción de tejido de su mano derecha quedó prendida en el marco externo astillado de la ventana.
Las primeras gotas surgidas del firmamento nublado perlaron su rala cabellera.
La luna fue revestida y desposeída de innumerables velos grises de apariencia arbitraria nada sugerentes en belleza al poderoso impulso veleidoso del viento.
Las horas de la madrugada se fueron sucediendo, hasta que la primera claridad del día trajo la cordura de los mortales.
Unas voces masculinas clamando en voz alta entre maldiciones.
La puerta principal de la casa abierta casi a patadas.
Pisadas presurosas dirigidas hacia la parte trasera de aquel lugar.
Sin dejar de permanecer hipnotizado y extasiado frente a la ventana, recibió innumerables disparos de sendas escopetas, acompañados de los desesperados deseos 
– ¡Por Dios! ¡Déjanos en paz y muere de una vez, padre!
de quienes habían sido sus propios hijos.



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Cuando sin Rostro, no hay Lágrimas.

El egoísmo arraigado,
exacerba nuestra impaciencia ante el hecho más insignificante,
tornándolo en el mayor de los desastres personales.
Sin embargo, a nuestro alrededor, quizás a unos pocos metros de distancia, otras veces en la lejanía,
el dolor más absoluto tiene lugar.
En ese caso se aplica la máxima de “cuando sin rostro, no hay lágrimas”.



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