Una ventana a la añoranza. (Relato breve con ilustración original del autor).

Con extremo cansancio físico, se fue aproximando a aquella que fuera antiguamente su morada.
Era una noche de luna nueva con las nubes amenazando la inminente descarga de una tormenta inmisericorde.
La hierba amortiguaba el paso desigual de sus pies descalzos y descarnados.
Le pesaban los párpados. Unas lágrimas gelatinosas empañaban su visión…
Con las mandíbulas permanentemente separadas, mostrando las piezas dentales que le quedaban encajadas en las ennegrecidas y sangrantes encías de su enloquecida sonrisa.
La ventana más próxima concitó toda su atención, dejándose apoyar con las palmas contra el cristal, atisbando a través de ella hacia el interior de la estancia.
Unos simples retazos de sus antaño prolíficos recuerdos consiguieron hacer aflorar un cierto sentido de añoranza en su conciencia adormecida para el resto de la eternidad.
Abrió por completo su boca supurante, recubriendo el vidrio con la saliva grumosa.
Una porción de tejido de su mano derecha quedó prendida en el marco externo astillado de la ventana.
Las primeras gotas surgidas del firmamento nublado perlaron su rala cabellera.
La luna fue revestida y desposeída de innumerables velos grises de apariencia arbitraria nada sugerentes en belleza al poderoso impulso veleidoso del viento.
Las horas de la madrugada se fueron sucediendo, hasta que la primera claridad del día trajo la cordura de los mortales.
Unas voces masculinas clamando en voz alta entre maldiciones.
La puerta principal de la casa abierta casi a patadas.
Pisadas presurosas dirigidas hacia la parte trasera de aquel lugar.
Sin dejar de permanecer hipnotizado y extasiado frente a la ventana, recibió innumerables disparos de sendas escopetas, acompañados de los desesperados deseos 
– ¡Por Dios! ¡Déjanos en paz y muere de una vez, padre!
de quienes habían sido sus propios hijos.



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Año y medio de Escritos de Pesadilla desde su primer seguidor oficial. Una celebración entre penumbras…

Hola, estimados lectores y seguidores de Escritos. Hoy se cumple una singladura de dieciocho meses desde que este rinconcito del terror más insignificante tuviera a bien obtener el reconocimiento en forma de su primer seguidor oficial con avatar. Je, je. Son los 250 que figuran ahí arriba. Sin rubor. Sin temor a quedar marcados para siempre. Señalados por el dedo criticón de la sociedad en general.
En agradecimiento a estos seguidores, además de a quienes prefieren mantenerse en la discreción del anonimato va dedicado este sucinto post.
En estos tiempos, difíciles para mi mente trastornada, resulta difícil seguir con ánimos de teclear frente al procesador de textos para conformar alguna nueva historia. Igualmente cuesta lo suyo animarme a bosquejar los dibujitos con los que intento contrarrestar el desasosiego de los relatos con el humor gráfico.
Sinceramente, reconozco que es jodido que en mi entorno más cercano, no se me valoren mis relatos. Cuando comento a mis familiares, amigos y compañeros de trabajo la existencia de este blog, la mayoría se extraña que escriba. “¿Cómo es que se te da por escribir historias de miedo?”, suelen comentarme como si fuera una incoherencia, una cosa inútil, una pérdida de tiempo.
Todo esto, concentrado con la época que me toca vivir, que no me motiva en absoluto, me sume en una melancolía real, similar a la de las dos ilustraciones más recientemente publicadas. 
“Ese es mi camino”.
“Puede”.
“Ahora”.
“A lo mejor”.
Diantres. Nunca se sabe. 
Menuda manera de celebrar que al menos hay personas anónimas inmersas en el océano de internet interesadas en algunos de los renglones torcidos que escribo.
En fin, dejando la eterna amargura que me invade, con el cual me siento cada vez más identificado con mi idolatrado Poe, os dejo una chispa de mi Álter Ego Pechuga de Pollo Mutante.
Cada vez más cabreado, enojado, a punto de explotar como si fuera una maldita bomba de racimo, de las vendidas a Gadafi para que ahora este se ponga ciego matando a civiles…


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Cuando sin Rostro, no hay Lágrimas.

El egoísmo arraigado,
exacerba nuestra impaciencia ante el hecho más insignificante,
tornándolo en el mayor de los desastres personales.
Sin embargo, a nuestro alrededor, quizás a unos pocos metros de distancia, otras veces en la lejanía,
el dolor más absoluto tiene lugar.
En ese caso se aplica la máxima de “cuando sin rostro, no hay lágrimas”.



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