Balada del Paladín Sanguinario (Ballad of the Bloody Paladin)

Espada empañada de sangre.
Muéstrame el camino hacia la destrucción.
Vivir es sinónimo del sufrimiento,
más mi instinto primigenio me pide sobrevivir
al amparo del dolor de los demás.
Pertrechado en mi armadura desgastada
marcho a pie con pisadas pesadas y pausadas,
pues hace tiempo que mi cabalgadura ha muerto,
inclinada ante el peso de mí destino.
Recorro senderos de locura,
entrelazados hasta formar nudos donde
la cordura queda atascada.
Mi aliento gélido surge de mis labios agrietados,
atraviesan las hendiduras de mi yelmo
y se desvanecen en la quietud de la noche.
El frío del invierno demuestra lo liviana que es la protección que uso,
al igual que el calor del verano persiste en la inconveniencia de su uso.
Es mi marcha.
La marcha del dolor que inflijo a la normalidad que rodea a las personas.
Pues una vez que desenvaino la espada,
sesgando vidas sin reparar en la importancia de las mismas,
el sosiego es sustituido por el espanto,
gritos,
aullidos,
lloros,
súplicas,
gemidos.
Todo ello antesala del silencio.
Cuando todo queda transformado en la nada,
guardo mi arma
y con cada lámina que conforma mi armadura recubierta de fresca sangre,
abandono las tierras de los caídos ante mi ira irreprimible,
marchando al encuentro de nuevas almas
que contente a mi señora,
la  Dama de la Muerte.


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Locura infernal

Domingo y último día del mes de febrero. Estoy en la privacidad de mi despacho revisando un relato cuando recibo la visita más desesperante del día. Gurmesindo. Mi sobrino. Un solete de crío, más repelente que un gurú espiritual intentando convencer a mi servidumbre de adoptar una nueva creencia religiosa pagana. Buf.
– Hola, tío. ¿Qué estás haciendo? ¿Escribiendo un rollazo de los tuyos?
Niño, vete a jugar con Dominique. Ahora estoy a punto de pulir esta historia de argumento irracional.
– Dominique está encerrado en su dormitorio con sus sombras.
Pues vete a ayudarle a Bogus Bogus con la preparación de la comida.
– Tu cocinero es malo y grosero. Cada vez que me ve, me arroja un pulpo congelado a la cabeza.
Tienes a Harry…
– Me aburre dar de comer a tus miserables bichos. Y el tío es un muermo. No hace más que pucheros desde que la parienta lo mandó a paseo.
¡Vale, Gurmesindo! ¡Vete! Me estás impacientando con tu repetitiva presencia cuando me pongo a escribir.
– Dame algo de dinero para chuches y me piro.
Toma un céntimo.
– O me das diez euros o tendrás que verme dando botes a lo tonto encima de tu piano.
¡Demonios! Eres una criatura luciferina de lo más terca. Toma el dinero de tu dichoso chantaje y lárgate de una vez.
– ¡Adiós, tío! ¡Y que el relato te salga infumable!
Criajo miserable. Sus padres le están malcriando demasiado, y luego lo pagamos los parientes… Miserias del mundo.

Albert Belt se dirigió a grandes pasos uniformes hacia el cuarto de baño familiar. Pulsó el interruptor que revitalizaba el tubo fluorescente del techo, tipo circular, y se plantó en las narices de la pila del lavabo. Abrió la llave de paso del grifo con los dos pulgares redondeados como la cabeza de un martillo de bola, enjuagándose las manos y el rostro gratinado y granujiento de acné con un trapo sucio de franela que más bien pudiera pasar por la frazada del gato. El trapo, ensebado con los potingues cosméticos de la señora Fox, descasaba replegado justo debajo de la tubería del desagüe del lavabo. Esta carencia de pulcritud en otros tiempos le hubiera repugnado, pero su pusilánime aprensión remilgada quedó contenidamente aparcada en el garaje del subsuelo de su hemisferio izquierdo, toda vez que lo esencialmente importante consistía en conseguir que su tez y su piel lechosa se liberase de la capa de sangre que le recubría en forma de lunares caprichosos de tonalidades bermellones.
Al terminar de asearse, abandonó el cubículo de azulejos malva, encaminándose hacia el dormitorio situado al final del corredor de paredes color crema pastelera. Cruzó por la jamba, afrontando la oscuridad palpitante del interior con tanta torpeza, que se llevó por delante una diminuta mecedora, atropelló el “Bambi” de tamaño real, levantó una de las esquinas de la alfombra irlandesa, trazando medio giro en el aire, palmoteando en busca de poder asirse a algún saliente salvador, cayendo fulminantemente de bruces justo al lado de la camita cuna adornada con los habitantes del Mundo Disney. Se incorporó a medias pernoctando en su aturdimiento, se sacudió la cabeza para verificar si todo permanecía en su sitio, aguardó unos segundos a que los ojos se adaptasen a la penumbra, hasta encontrar los contornos rectos de la lámpara nocturna situada encima del centro de una mesa rinconera mejicana. Se arrastró hacia ella, sorteando los objetos derribados en la consumación de su cabriola circense, acuclillándose sobre sus talones. Encendió la tulipa de tela morada salpicada de siluetas deslucidas de los Picapiedra. Sonrió cansinamente a Pedro, a la vez que le daba las buenas noches a su adorada Wilma. Acto seguido se puso de pie y se miró en el espejo ovalado de cuerpo entero adosado a un armario ropero de un respetable tamaño.
Primero de frente, más tarde medio de espaldas, para finalmente observarse de perfil. De inmediato se desposeyó de la camisa hawaiana. Los lamparones que la adornaban no podían pasar por manchas de Ketchup. Era notorio que era sangre. Por lo demás no había ningún rastro de ella adherida en todo el resto de su anatomía, las muñecas, el cuello y menos apelmazado entre las raíces de su tupé vanguardista; ni sobre su camiseta de tirantes de algodón ni sobre sus vaqueros “shorts” de color caqui.
“Esto va sobre ruedas” – afirmó introvertidamente, esbozando una alucinante sonrisa de oreja a oreja, quedándosele remarcados los hoyuelos de las comisuras de los labios.
En efecto, para sus pretensiones nefandas, todo le había salido a las mil maravillas.
La hora intempestiva.
La soledad del momento.
La nula resistencia de la víctima.
Dios Santísimo, si encima los propios padres de Henry le habían allanado el camino al escogerle como su canguro particular…
Aunque a fuerza de ser sinceros, habría que reconocer cabalmente que fue Albert Belt en persona quien se ofreció como tal, demostrando un gran interés y derrochando litros de dosis de convicción, granjeándose la simpatía de la pareja, facilitando con ello que le pusieran al cuidado del simpaticón y regordete retoño.
– Esténse tranquilos. Disfruten de la velada en el “Regardiè”. Dispongo de toda la noche libre – les había dicho.
Cierto.
Completamente fidedigno en su declaración de principios. La noche era enteramente suya.
Quiso persuadir a los Fox sobre la idea loable pero innecesaria de querer recompensarle con una escueta cantidad monetaria en virtud de las horas que iba a derrochar en la vigilancia del sueño de Henry.
– No hay porqué.
– Venga. Venga. Quédeselo – insistió el señor Fox, estrujándole el billete negro de diez dólares, donde Hamilton era un mero busto sin rostro reconocible.
Albert contempló el viejo billete, seguramente emitido en la década de los cincuenta, aunque mirase donde mirase, no constaba la fecha de emisión.
– Si no hace falta. Con que me presten una vieja revista del “People”.
– Como quiera…
Antes de que Robert Fox cambiase de intenciones altruistas, Albert se lo resguardó en el bolsillo trasero de los “shorts” estilo André Agassi en su época de tenista profesional.
Diez miserables dólares casi caducados.
No era mucho dinero – en efecto NO LO ERA -, pero ellos adujeron prosaicamente que como el pequeñuelo apenas tenía un año de constantes vitales, no tendría mucho trabajo que lo empalagase. ¿Qué tipo de trabajo llevadero? Lo típico relacionado con estos casos de abandono infantil: cambiar los pañales nada más apreciar un cierto tufillo agridulce en el ambiente de la sala, aplicarle polvos de talco “Johnsson´s” en el culito terso, darle el biberón de leche templada al “Bourbon”, y antes de ponerle a dormir con el perro Snoopy, entonarle una serenata atosigante de gallos destemplados, engarzando de carrerilla con la escena estelar y truculenta de la noche, el seccionamiento de su cuello uniforme con el cuchillo eléctrico. ¡Sencillísimo, colegas de la morgue!

– Adiós, “zampullín” nuestro – el señor Fox le frotaba la barriguita siempre antes de salir de casa.
Al bebé, nunca hacía tal cosa con Albert.
Y el bebé, en este caso despidiéndose de mamá, decía:
– Gu – gu.
– Diles adiós a tus papaítos, Henry – le susurraba Albert al oído, sosteniéndole en volandas, viendo congratulado como los Fox bajaban por las escaleras del rellano.
“Diles otra vez “gu – gu”, Henry…
– Gu – gu.
– … porque ya no los verás más.

Albert Belt cumplió recientemente la mayoría de edad otorgada legalmente al estado de Nueva York. La efemérides de sus veintiún primaveras daban por cobijo a un maníaco de estimable graduación etílica. Un breve pero esclarecedor recordatorio de su feliz infancia hasta el momento presente sería tal como sigue.
Al poco de aprender las funciones motrices, caminando erguido como la mayoría insigne de los bípedos mamíferos de alto coeficiente de inteligencia, empezó a sobresalir aventajadamente mostrando sus destrezas. En un principio sintió una especial predilección por morder a diestro y siniestro, y practicando para perfeccionar su estilo en búsqueda de la dentellada perfecta, se cebó con los muñequitos de peluche del entorno familiar de “Winnie the pooh”, interesándose paulatinamente por las protuberancias faciales de los seres MÁS ALTOS, allegados íntimos del “zampullín” Albert, despuntando parcialmente la nariz de su progenitor de un mordisco canibalesco y arrancando de cuajo el lóbulo de la oreja derecha de su santa madre. Tratado bajo un estudio exhaustivo por parte de un pediatra licenciado en Vancouver, este a su vez asesorado por la vasta experiencia de un especialista en los trastornos infantiles de ascendencia chipriota, fue de cierto modo enderezado en los subsiguientes años, hasta que la curvatura del gráfico de su estabilidad mental llegó a ser tan inestable, que terminaría por explotar como un neumático Dunlop al rajarse con la punta de un cristal a doscientos por hora. Las consecuencias fueron absolutamente desastrosas para él, para la familia que le arropaba y por qué no airearlo, para la entera seguridad del Mundo Moderno.
A la edad de diez años se vio súbitamente impelido a empujar un carrito de supermercado atestado de compras pendiente abajo por una calle de dos direcciones para alegría de los talleres mecánicos de los seguros de los coches implicados en el desastre, repitiendo el hecho un poco después, con la salvedad de que en esa ocasión lo que arrojó cuesta abajo se remitiría a una silleta de bebé con el infante correspondiente “al volante”. Fue internado en un reformatorio estatal durante un año bisiesto. Nuevamente en la calle, a los quince años asaltó con unas podaderas de setos un banco agrícola, destrozó una cabina telefónica adaptada a las condiciones de los minusválidos en silla de ruedas y fue asistiendo a las clases de la escuela primaria dos días salteados a la semana. A los dieciséis golpeó con una barra de hierro oxidado a una anciana en el pie aquejado de un ataque efectivo de gota, y achicharró las inexistentes vellosidades del brazo de un niño monaguillo de la iglesia de Saint Merrick con la colilla humeante de un cigarro puro habano. A los diecisiete se vio impulsado por una fuerza externa cuasi mística a maltratar a la profesora de Ciencias con un pollo de goma. Fue por consiguiente expulsado a perpetuidad del colegio. Prendió fuego a un buzón de correos y repateó a base de bien la mascota en forma de iguana de una tortillera cegatona. A los dieciocho se declaró ateo confeso, renegando de la religión protestante. Adoptó tendencias radicales y de signo xenófobas, y para mayor vergüenza, oprobio y escarnio de sus legítimos padres (por si todo lo anterior no hubiera bastado ya para haberle aislado eternamente del hogar paterno), dejó entrever que sus inclinaciones sexuales se iban encauzando hacia el territorio prohibido y depravado de la zoofilia, lo que representaría la definitiva ruptura del nexo familiar.
Era incompatible con ellos.
No había santa forma de que le “comprendieran”.
“Están chapados a la antigua. Ellos fueron educados convencionalmente. Lo cual les hace creer a ciegas en el binomio heterosexual “hombre-mujer”.”
La disyuntiva de tener que elegir entre ellos y sus tendencias perniciosas fue tomada con la abrupta brusquedad de un tosco leñador canadiense al talar un abeto centenario. El día que quedará inexorablemente marcado con hierro candente en los anales de la historia contemporánea americana, Albert se vio sorprendido en la intimidad de su dormitorio por la ilegítima intromisión de su padre, aún a pesar de haber colocado el evasivo letrerito de “PROHIBÍDO EL PASO A EXTRAÑOS, Y MUCHO MENOS A LOS CONOCIDOS”.
– ¿Se puede saber qué demonios estás haciendo, desvergonzado? En nuestra casa no tolero a ninguna de tus amiguitas mini falderas que se pasan todo el día fumando mariguana barata de contrabando… – le espetó el pobre hombre aún sometido a la cordura.
Se arrimó colérico a la cama, tironeó de la manta y la sábana…, y observó, primero estupefacto y después descompuesto, como además de la presencia en cueros vivos lógica de su hijo, acompañándole no estaba la esperada amiguita medio hippie.
No, no, noooo…
Ni tampoco se vaya a pensar desaprensivamente que le hacía compañía a su hijo una “loca” vodevilera.
No, nooo…
Colmándole de atenciones terrenales, bufando y gruñendo como un poseso, estaba la traza y figura primitiva de un primate. Su hijo agnóstico, militante activo de la facción fascista de “Los Hijos de Goering”, se lo estaba pasando de lo lindo con un chimpancé tirititero. El muy majadero estaba encima tan pancho, exhibiendo esa sonrisilla libidinosa.
– Pecador.
“PECADOR. Has vendido tu alma al diablo. Deseas arder en el infierno como una tea de pez.
– Bueno, qué se le va a hacer, tronco… Al menos, ya lo sabes de una puta vez…
Su padre, indignado ante tamaño dislate, no tardó en abalanzarse sobre el bicho peludo, agarrándole por la carne consumida de los omoplatos, para seguidamente arrojarlo por el hueco de la ventana abierta (vivían en un décimo piso), contemplando satisfecho la defenestración del mono.
Desde abajo llegaría la voz deformada y airada del vecino del quinto derecha, que a todas horas solía presumir de las prestaciones de su “Mercedes Black Shield”:
– ¡MI COCHE!
“Pero… Pero…
“¿Pero QUÉ le han hecho al techo de mi coche? ¿Y QUÉ COÑO ES ESTE MANOJO DE PELLEJO Y DE PELOS MARRÓNCEOS?
Su padre se volvió hacia su primogénito, sonriendo gélidamente:
– Ahora llega tu turno, Hijo de Satán.
Sin retardar más su aseveración, agarró el bate de béisbol de los Cardinals y se dispuso a calentarle las nalgas y las costillas flotantes de su hijo a base de bien.
La tremenda y brutal paliza – el bate acabó astillado – no le haría de trastocar sus gustos singulares. ODIABA poderosamente a las mujeres y a los niños pequeños. Sentía una terrible, inalienable y cada vez más creciente fobia en contra de todos ellos.

– Henry bien que lo sabe. Vaya, vaya si lo sabe. Ju-ju-ju… – murmuró Albert, acompañado de una débil carcajada.

Al día siguiente de la tunda maderera, decidió dejar el hogar familiar antes de que ellos le echaran a patada limpia, alquilando un piso en un edificio franco de la calle Denford, en una de las arterias cavas de Manhattan Sur. El alquiler era aparentemente asequible para su debilitada economía: ciento veinte dólares semanales. Claro que así era el piso: treinta metros cuadrados de cómodo espacio, saturado de humedad, goteras flemáticas y cañerías flatulentas. Dormitorio polifuncional. Podías hacer en él de todo: desde dormir a pierna suelta, cocinar el rancho, saltar a la comba con la cadenilla de la cisterna del inodoro, contemplar embobado la televisión empotrada en la pared, leer una de las revistas porno del revistero, hasta admirar la panorámica de la bahía subido encima del borde de la cornisa de la ventana emulando el poderío de un Tarzán urbano, todo ello salpimentado con la elevada fauna consistente en unas cucarachas del tamaño de un alpargata, las termitas devoradoras de la madera del ascensor, las polillas del armario ropero y las moscardas invasoras de la boñiga del perro del rinconcillo del rellano, cerca de la salida de incendios, que por cierto estaba atrancada con un par de maderos claveteados. El dinero lo extraía de sus menguados ahorros personales, más la suma pecuniaria obtenida de la ejecución de insignificantes trabajillos como el actual de niñero “degolla gallinitas”.
En una de esas ocupaciones laborales, llegaría a ejercer de profesor de inglés básico particular de una damisela italiana de buena cuna. Harto de recibir chismorreos por parte del mayordomo de la familia acerca de las bonanzas físicas de las cuales gozaba la exuberante ragazza, resolvió comprobarlo en el mismo estadio de los Yankees y no a través de la retransmisión televisiva de la CBS. Armándose de valor machista, y con ausencia de premeditación (los ataques de furia incontrolable no partían de él, sino de su Alter Ego psicosomático), intentó en vano consumar en una fría tarde de otoño el acto heroico de sajar en una ablación eufemística uno de los pezoncillos respingones de la joven con la intervención decisoria de una cuchilla de afeitar de filo mellado y semi oxidado, sorprendiéndola enmarañada entre los brazos de su amante secreto, envuelta entre los velos condensados del vapor emergente de la pera de la ducha. Por extraño que pudiera parecer, ninguno de los implicados en el ataque quiso atreverse a denunciarle.
“Quizás influyera el condicionante de que descubriera sus sentimientos más desaforados” – intuyó en su momento, sucumbiendo ante la chica universitaria que satisfacía los impulsos lúbricos de la latina, rogándole encarecidamente para que no difundiera la primicia a una revista sensacionalista, estableciendo el acuerdo que ellas dos harían la vista gorda sobre su acometida sádica con cuchilla de afeitar en ristre. Finalmente optó por dejar el empleo repelido por la imagen desasosegante de la ducha. Una relación “mujer-mujer” le producía urticaria en la espalda.
Tras andar divagando por aquí y por allí sobre su futuro contractual, lograría establecerse con un empleo en principio definitivo. Se trataba de la multinacional de reparto SOID. Le ofertaban 400 dólares semanales limpios de polvo y paja. El trabajo consistía en llevar el reparto de un volumen de libros en una furgoneta similar a las que conducían los carteros rurales. Los ejemplares al parecer destilaban religiosidad fanática por los cuatro costados, toda vez que figuraba impreso en cada una de las perceptivas portadas una estilizada cruz con el Dador de Vida y Esperanza clavado sumisamente. Lo estrambótico, peculiar y novedoso estribaba en que la susodicha cruz estuviera editada bocabajo, con El Salvador grotescamente invertido como los palos de golf en su bolsa de piel de vaca, enarbolando una sonrisa caricaturesca cercana al disfrute del tormento que le fue impuesto por los romanos. Albert pasaría por alto esta particularidad obscena, dedicándose a su labor de repartirlos por toda Manhattan.
Un día le llamó el Jefe de la Sección Sur.
– Quiero que me hagas un trabajito, Belt – le dijo. – Ganarás una cantidad respetable en dinero negro por ello.
– ¿No tendré que repetir el Juramento Apócrifo, verdad? Es desagradable que te pinchen los brazos y las piernas con alfileres de tricotar, como si fueras el muñeco de cera de una bruja de Salem.
– No habrá repetición de fidelidad infinita, Belt.
– Entonces no tengo nada que objetar.
El Jefe le estuvo observando mientras cargaba el furgón con las cajas que contenían el lote de libros de la cruz invertida.
– Cuando termines de introducir toda la mercancía en la furgoneta, pásate por mi despacho.
– De acuerdo, Jefe.
Y continuó acumulando las cajas en la parte posterior del vehículo.
Cuando hubo acabado, se acercó a la oficina del Jefe, interesándose por el asunto.
Querían un niño precoz.
Un ejemplar que no superase los dos años de edad.
Dos mil quinientos dólares sellarían el pacto, mil por adelantado.
Ese fue el motivo principal por el cual había aceptado los diez míseros dólares de la familia Fox. Los Fox residían en el apartamento contiguo al suyo. Los veía todas las mañanas y todas las tardes. A Robert Fox en sus idas y venidas del empleo de fontanero por cuenta propia. A Susana Fox yendo y viniendo de compras, tirando arduamente de la silleta de mecano tubo de Henry. Atento al crujir de los zapatos y al taconeo presuroso. Escrutando a través de la mirilla indiscreta de la puerta, atento al gorjeante “gu – gu” expectorado por la cosilla sonrosada embutida en su pijama de pana.

– SOID necesita un niño, Belt – le hizo saber el día anterior su superior.
– ¿Un… niño?
“¿Para qué coño necesita un niño? – inquirió Albert, mostrándose intrigado hasta los huesos.
– No puedo comunicártelo. Es…”confidencial”.
– Ya sabes de sobra que puedes confiar en mí.
El Jefe de la Sección Sur se rascó su protuberante nariz verrugosa. Tras unos efímeros segundos de indecisión, reconvino en matizar tenuemente los detalles:
– Verás, Belt. Lo necesitamos estrictamente para los fines del… accionista principal de la empresa. Requiere un primerizo con urgencia. SOID lo reclama en las condiciones estipuladas en la última reunión de autos.
– Comprendo.
“Lo sintonizo.
“Y, ¡cojones! Alucino. Sois en realidad una secta – Albert estaba a favor de la fomentación e implantación de todo tipo de creencia flipante. Le encantaba cómo confundían a la juventud…
El Jefe dio un sonoro puñetazo encima del escritorio de su despacho. Se le tensaron la mayoría de los músculos del rostro. Enarcó las recias cejas, llevándose uno de los lapiceros del cubilete a la boca, mordisqueando el borde.
– Belt, “lea mis labios”…
“SOMOS mucho más que una simple y mediocre secta del carajo. Significamos mucho más.
“Infinitamente más.
Farfullando entre dientes, partió el lápiz justo por el centro con el apoyo de un dedo anular.
Albert se encorvó como un sauce llorón, reculando la vista hasta las punteras de sus zapatillas deportivas. Tragó saliva.
“glup”
Había herido a su Jefe de sección con su bochornosa apreciación personal.
Por extensible, había herido e irritado a SOID.
“No – noo.”
“Pero QUÉ TORPE SOY. QUÉ TORPE…”
Destrozado y deshonrado por la frescura aldeana de su lengua viperina, recogió el rabo entre las piernas igual que un zorro apaleado en las cercanías de una granja avícola, cabizbajo en su retirada. Pero su Jefe aún debía de comunicarle otra cosa antes de que ahuecase el ala. La postdata de la misiva papal. Lo fundamental del encargo.
– Belt, el niño ha de ser entregado con vida. SOID es muy exigente al respecto. Ha de estar vivo.
“V -I- V – O.
Estaba bien explícito que si no cumplía con este condicionante, todo lo demás resultaría baldío. No valdría para nada. Equivaldría a CERO. NULIDAD ABSOLUTA.

“¡Cristo!” – bramó Albert para sus adentros.
Corrió alocadamente por el pasillo central, dirigiéndose hacia la sala de estar.
La cuna de mimbre estaba ensangrentada, al igual que el parque donde acostumbraba el pequeñuelo a jugar con sus juguetes de peluche cuando sus padres estaban atendiendo los quehaceres de la vida adulta.
Desvió su atención desquiciada hacia el lugar evocador donde reposaba el cuerpo inánime de Henry. Parecía estar dormitando angelicalmente, recogidito encima de la alfombra étnica amerindia que cubría el parqué flotante del suelo.
Estaba tan natural en la pose, encantador…
Cuan lastimoso era que le faltase la linda cabecita.
– Madre mía… ¿Dónde está su cabeza?
“¿DÓNDE? – gritó Albert, crispado.
El infante proseguía tumbado sobre el suelo, despatarrado y remojado sobre un charquito de sangre que iniciaba ya su proceso natural de coagulación, como si fuese una hogaza de pan tierno en un bol que contuviese leche cremosa.
– ¡Su cabezaaa…! – berreó Albert, mesándose los cabellos ensortijados.
Buscó por toda la estancia, incidiendo en los lugares más recónditos, pero la preciosa y diminuta cabecita no aparecía por ninguna parte.
Salió de la salita empleando solemnes zancadas de grulla, con el sudor corriéndole por la frente ceñuda y por las piernas peludas. No tenía más remedio que revisar todo el apartamento a conciencia, habitación por habitación.
Para desesperación suya, comprobaba exaltado que lo que más anhelaba hallar no se encontraba en el fondo desinfectado del cubo de la basura de la cocina. Tampoco estaba encima del televisor del dormitorio del matrimonio Fox, ni dentro del espectral lecho marino del acuario de peces plateados de la biblioteca. Ni tan siquiera se guarecía en el interior del congelador del frigorífico.
– ¡LA CABEZA! – aulló en una letanía escandalosa.
– ¿Se quiere callar de una vez? – le llegó el ruego del vecino del piso superior.
– ¡ES QUE BUSCO UNA CABEZA, JODER!
– ¡Que se calle, tío impresentable!
– ¡CABEZAAA…!
– ¡QUE CIERRE LA BOCA DE UNA VEZ, DESGRACIADO, O LLAMO A LA POLICÍA!
– ¡Ahh…!
Retornó a la sala de estar. Lo que quedaba del chavalín seguía rebozado en el charco de sangre. Albert se aproximó al cuerpo decapitado, se arrodilló encima de la alfombra empapada, sujetando la manita derecha del niño entre sus dos manazas.
– ¡Bastardo! Dime dónde está tu condenada cocorota. ¿Dónde?
“¡Venga! Dímelo… – masculló enfurecido, agitando el cuerpo inerte de Henry arriba y abajo como si estuviera ondeando una bandera nacional en la quinta avenida durante la celebración del cuatro de julio.
En ese preciso instante de desenfreno irracional, se le iluminó la mente con la potencia energética de un faro costero.
Recordaba.
Rememoraba los hechos acaecidos media hora antes.
Todo afluía a su conciencia con la pureza de un río serpenteante y contaminado por la evacuación química de una central nuclear.
– Si. Eso es. Ya te tengo.
Dejó caer el cuerpo maltrecho dentro de la cuna, para salir del salón y precipitarse como una flecha de cerbatana hacia la despensa.
Revisó entre los estantes…, y ahí estaba.
La cabeza de Henry Fox dormitaba solazmente dentro de una olla a presión.

“SOID LO REQUIERE CON VIDA, BELT”
“VIVO. ¿ME ENTIENDES?”
“LO QUIERE CON EL CORAZÓN PALPITANTE”
“NOS LO EXIGE…”
“VIVO”
“V – I – V – O”

Ese era el requisito que le había impuesto el Jefe de la Sección Sur de Manhattan.
Las frases perseverantes revoloteaban dentro de su cráneo de cavernícola como una bandada de gorriones errantes por entre las bóvedas ruinosas de una iglesia abandonada, produciéndole una infernal jaqueca. La migraña sólo remitiría si preparaba una tortilla de cuatro huevos de avestruz, aderezada aromáticamente con un frasco de pastillas masticables “Bayer”.
– Ya sé. Sé cómo solucionar este entuerto – se dijo, sonriendo aun a pesar del dolor de cabeza.
Rebuscando en la cesta de costura de la señora Fox se esmeró en dar con una aguja y su correspondiente carrete de hilo.

El Jefe de la Sección Sur de Manhattan se vio en la obligación plausible de despachar con rigurosidad ejemplarizante al subordinado logístico nº 245768/ZAB, conocido por Albert Belt, empleando para tal contingencia cinco balazos en la perforación del bajo vientre.
Mohamed Al-Sir, el subordinado infiltrado nº 245690/ZFR, un enorme afroamericano de dos metros de estatura y ataviado con indumentaria marinera – aún estaba de servicio, cumpliendo con la Patria -, entró en el despacho para llevarse el cadáver mientras su Superior Jerárquico desenroscaba el silenciador de la “Mauser”. Una vez guardado el arma en uno de los cajones de doble fondo del escritorio, se dejó repantigar contra el respaldo de su sillón de cuero negro.
Estaba muy contrariado. Sobre todo enfadado. Pero que muy, muy cabreado.
Para desahogarse de la bilis aglutinada en su interior efervescente, recurrió a la tradición de blasfemar tres veces seguidas en alto, sin importarle que se le oyese con nitidez al otro lado de la puerta.
¡Dita sea!
SOID no recibiría el niño.
SOID iba a encolerizarse por la falta del sacrificio quincenal.
Y al no poder consumarse este, RODARÍAN CABEZAS.
SOID no iba a contentarse simplemente con la aplicación de un leve tirón de orejas.
No – no – noo…
El Jefe de la Sección Sur consolidó su mirada vidriosa por segunda vez en el absurdo y aberrante objeto traído por Albert. La “cosa” permanecía tirada en el suelo de mala manera.

– Aquí tiene el niñato, Jefe.
“Edad de la ofrenda: quince meses – le había dicho el subordinado nº245768/ZAB, para terminar agregando: – Y no se crea que por su aparente fragilidad externa denote su inactividad operativa. Para que vea, está más vivo que “Bugs Bunny”.

El estúpido e incompetente de Albert había recurrido a la unión de la cabeza de un niño – en este caso el de Henry Fox – con el cuerpo de un muñeco robot que funcionaba a pilas, mediante la aplicación de unos cuantos zurcidos insustanciales. Había sustituido la pella del muñeco andarín por la cabeza del niño gorjeante.

Uno de los dedos ásperos de Albert apretó el resorte digital que existía en la espalda del muñeco, cercano a la rabadilla. Este emitió un zumbido, empezando a moverse pesadamente como un elefante reumático, haciéndole concebir ciertas esperanzas de éxito.
Un pasito
Dos pasitos
Tres
Y la cabeza de Henry se soltó de sus costuras, rodando por el suelo como si fuera un melón en oferta.
– ¿Sabe lo que le digo, Belt?
– No, Jefe.
– Afortunadamente para el porvenir artístico de los mentores de “Bugs Bunny”, este sólo es un personaje de dibujos animados.
– No puede ser cierto. Si el otro día le vi en Macy´s obsequiando a la chiquillería con caramelos y globitos de aluminio…
Albert vio como su Jefe extraía la “Mauser” de uno de los cajones del escritorio.
– Belt, ¿qué es lo que estoy empuñando en estos instantes?
– Una pistola, Jefe.
– ¿Y qué crees que voy a hacer con ella?
Belt se quedó pensativo.
– Recastañas… Pues encenderse un puro. He visto un par de encendedores similares al suyo.
– Demonios, Belt, que hasta en los preámbulos de tu muerte me tengas que salir con una sandez.
Sin esperar a más, vació el cargador en el abdomen liso de Albert Belt.

Definitivamente, SOID iba a enojarse con la Sección Sur.

Al día siguiente, la Sección Sur de Manhattan desapareció del mapa como si nunca antes hubiese existido.

La risa enfermiza

Bueno, tengo una admiradora que tiene una risa espontánea cuando le da. Es por ello que este minirelato va dedicado a Nikkita. Desde luego, no creo que logre conseguir carcajadas con el terrible argumento que en él expongo. El personaje principal del relato es un pelín controvertido cuando le da por reírse. Y el caso es que no le importa causar extrañeza en los demás cuando se troncha a mandíbula batiente. Desde luego, el empatizar con el vecindario no va con Edgar.

La risa no mitiga el dolor. Su presencia en todo tipo de comportamiento altamente inestable es síntoma de locura e irracionalidad.
Es un concepto que lo llevo claro desde hace meses.
Me presento. Soy Edgar Nails, y llevo medio mes fuera de la institución mental de Gillmore, en la cual estuve internado cinco años. Aparentemente estoy más sano. Pero me sigue perdiendo la risa.
Un ejemplo.
Si coges cualquier odioso animal doméstico, pongamos un gato. Encima que pertenezca a la venerable anciana vecina de la casa de al lado. Ella está sentada en su mecedora, tomando el sol, pues es el mediodía y la mujer ya tiene sus añitos. Echa de menos a su mascota. Está preocupada y la llama en voz alta por su ridículo nombre de “Pusquis”. Llegado ese caso de extrema desazón, le visita un mocoso de doce años. Lleva una caja de cartón del tamaño de poder contener una televisión de quince pulgadas. Es un crío conflictivo de unos vecinos cercanos, al que le he pagado quince dólares por entregarle la caja a la mujer mayor. El crío se marcha, mientras la mujer abre la caja sin levantarse de su mecedora. La tiene colocada sobre el regazo.
No tarda en quedarse petrificada por el horror. Su rostro ajado se descompone. Empieza a percibir funestas palpitaciones nerviosas en la frente y el pecho.
Dentro de la caja están los restos de su añorado gatito pasados por la picadora.
Primero lo fui troceando cachito a cachito con un machete, hasta luego dejarlo de esa manera más desmenuzado.
Y yo me río.
Ja ja ja ja.
La mujer está al borde de un colapso. Tiene la dichosa fortuna que su nieta está en casa, y al verla tan desmejorada, sin reparar aún en el contenido de la caja, llama a urgencias.
La ambulancia no tarda en llegar. Quince minutos.
En cuanto entran los enfermeros, disimuladamente me arrimo al vehículo y en un periquete rajo dos de las ruedas de un mismo lado con una navaja multiusos que siempre llevo encima.
Al poco salen los enfermeros llevando a mi vecina sentada en la camilla plegable y con una mascarilla de oxígeno. Están tan preocupados por el estado de la señora, que en ningún momento se fijan lo desinfladas que están las dos ruedas que he acabado de acuchillar con saña. Cuando la montan en la parte trasera y empiezan a marcharse del vecindario, la ambulancia sale descontrolada al llevar el lado derecho en llantas vivas. Frena deprisa y corriendo, chocando frontalmente con un árbol. Los de la ambulancia se bajan maldiciendo al ver que alguien les ha hecho una gamberrada execrable. Abren las puertas traseras, inquietos por la salud de la anciana.
Cuando percibo que comentan que la están perdiendo…
me río.
Ja ja ja ja
Es una risa trastornada, pero no puedo remediarlo.
Un vecino me mira extrañado.
No entiende que me esté dando un ataque de risa.
Tampoco le tengo que dar explicaciones.
Hay risas alegres.
Risas tontas.
Y risas malsanas.

El rostro de la guerra

… llevaba una eternidad insomne. Apenas gozaba de la vitalidad precisa para mantener la pesadez de la mirada fija en la vigilancia del inactivo frente secesionista; apostado de rodillas en la zanja más saliente de la térrea trinchera, con los prismáticos de visión nocturna prendidos, ocasión tras ocasión, contra las cuencas de las órbitas ojerosas. Los zapadores urdieron la línea desigual de parapeto a lo largo de media milla, justo al amparo zaguero de una minúscula colina devastada por la utilización a mansalva del fuego cruzado de artillería de corto alcance – las prestaciones logísticas no eran muchas -, en plena eclosión reconquistadora por parte de las huestes nacionalistas. En su vertiente norte quedaba emplazado el enclave de Verezda, un simple punto insignificante de vida agropecuaria, compuesto por ocho granjas, unas cuantas tierras cercadas, un recinto de pastizales que hubiera dado grato gusto ver de día unas semanas en retrospectiva, y unas áreas dispersas de cultivo en barbecho.
Se le suponía a la aldea una población cuantificada en cuarenta o cincuenta habitantes, la mayoría gente anciana, mujeres y niños pequeños, casi carente de toda reserva varonil superior a la mera adolescencia, el interés prioritario de los lugartenientes del desatinado y cruel General Hergacevic – un iluminado que preconizaba a la larga la estulticia imperial de un Gran Estado Adriático -, y a cuya vera arribaban después de haber regenerado sus crecientes filas en villas cercanas a la presente. Pero todo cuanto encontraron al poco de espantar a las líneas de defensa fue la representación trágica de una postal turística agonizante al ser pasto de las llamas. Los rebeldes optaron por saquear Verezda a conciencia, quemando las posesiones, acribillando el ganado a tiros e inutilizando el medio de vida general de la cual se nutría, aparte de llevarse a las féminas más jóvenes y de buen ver, desdeñando el espectro restante de la escala de edades, confinándolo en el compartimento de descarga de los enormes silos, en un exterminio de crueldad sin límites bajo el derrame infinito de trigo y centeno allí almacenado. Recordaba el acto insano del descubrimiento: la palidez de la piel aderezada de granos, el horror reflejado en la sobriedad de los ojos, las bocas hacinadas del producto de la cosecha anual… Tardaron un día entero en dispensarles un destino de descanso eterno más acorde con la sinceridad de sus corazones agrarios, mientras los zapadores destinaban centilitros de sudor en la constante elaboración de la trinchera. Mil doscientos metros más allá, enmascarados en los recovecos naturales que les ofrecía un espeso y tupido bosque de robles, la guerrilla miliciana daba vía libre a su infame alegría, canturreando una retahíla de composiciones de antiguo cuño, relegada en la estirpe de su lengua materna, creencias y costumbres hereditarias del pasado; sin duda agrupados en un campamento improvisado, al fragor de la sibilina empatía de la hoguera, mediando caricias descarnadas con las cuatro o cinco chiquillas bonitas arrebatadas a Verezda. A ello era debido en gran parte la proliferación incesante de sus gritos suplicantes, emergentes esporádicamente en el cénit del anochecer. Lamentablemente dicha noche constituyó una excepción en el conocimiento de las referencias orales del estado anímico de las civiles hechas rehenes. Nunca más se las volvió a oír. Nunca más se supo de su desasosiego. Presumiblemente estarían muertas. Estranguladas a sangre fría, o rematadas a golpe de culatazo de fusil en la base de la nuca, pues jamás se escucharía la detonación de un sólo disparo de gracia procedente de la inmensidad de la arboleda.
El desfilar de firmamentos estrellados se sucedería noche tras noche, y a cada madrugada discurrida en vela, el cansancio físico, anímico y mental hasta entonces acumulado quedaba engarzado sobre sus espaldas, unido a los omoplatos con el tesón de las pinzas de un cangrejo, tentando la entereza de su raciocinio. El militar al mando del pelotón – todos los integrantes eran reservistas y alistados por fuerza mayor – le aconsejó echar alguna que otra cabezada reparadora en los recesos temporales de calma bélica que compensara su actual déficit de insomnio… Pero todo cuanto intentase constituía un fracaso anticipado. Vez que se acostaba sobre el macuto, con un oído libre del estorbo de la lona por si surtía un imprevisto inminente, predispuesto a cerrar los párpados y a dejarse llevar por el revuelo de un sueño agitado, la mente se le ponía en blanco, inmaculada como si fuera la aureola de una figura sagrada adorada por miles de fieles semi-cristianos; incapaz de esbozar una instantánea de su vida pasada, virtual o de simple fantasía freudiana. El folio en blanco disfrutaba de unas propiedades transitorias que consistían en desmembrar cualquier atisbo de imagen trenzada al albur por la diligencia del extremo inferior de un palo en la arenisca de la playa, consiguiendo que pasara al precoz olvido con la subida inmediata de la marea. Una ola sabrosa lamía la superficie interior de la cala, tersándola con la bravura infantil del mar hasta restaurar en segunda instancia el pliegue monótono de arena blanquecina en su período de gris duermevela.
El susurrar de la resaca reiteraba la difusión del eco en el trasfondo de su ser, de su YO adormilado e invidente.
“Libérate. Déjalo todo. TODO. Y ten cuidado con el HOMBRE SIN ROSTRO. No te dejes obnubilar por el poder obsceno de sus facciones indefinidas, pues si acaso cedes y lo haces, lo perderás todo. TODO. “
“Incluida tu propia vida.”
El vocablo ulterior permanecía aleteando en el intrincado entramado de su sistema auditivo, aún cuando recobrase el sentido del presente.
– Qué. ¿Por fin dormiste algo? – se interesaba con intermitencia su superior.
A lo que solía responder con un movimiento de cabeza estéril.

*****

– Está que asusta hasta a los muertos de este pueblo – comentaban sus compañeros de pelotón cuando lo perdían de vista.
– Será porque es un campesino. Lo reclutaron en Zaprica. Al parecer no se resigna a perder todo contacto con sus prójimos.
– Según tengo entendido, vive solo con sus padres, éstos ya muy mayores. Debe de disponer de un buen terreno de labranza, pero al permanecer tanto tiempo apartado de su completa supervisión, lo debe de haber perdido todo.
– Vaya. Entonces sus padres viven a expensas del esfuerzo diario del hijo.
– En efecto. No pueden defenderse por sí mismos. La alquería se habrá ido al carajo.

*****

¿Y quién no carga acaso con el supuesto de tal clase de desazón? Los dramones familiares no tienen cabida en los pensamientos de un soldado. Si te obsesionas con la suerte permanente de los tuyos, te conviertes en un muñeco de trapo: no piensas, no razonas, no respondes de manera eficiente al AFÁN de la GUERRA. El mejor guerrero es aquel que no lleva alma. Una vez que todo finalice, la recuperas, y te llega la ocasión de preocuparte de nuevo o sonreír aliviado al retornar a la cuna del nacimiento.
“Están vivos”, dirás, llorando de alegría.
“Estoy vivo”, te responderá una voz interior.
“Estás íntegro.”
“Redimido”

*****

Verezda era un esqueleto socarrado, pulverizado en el mortero de una hechicera laica extemporánea, dispuesto a ser diseminado al libre albedrío del conjunto de arrullos de la brisa mediterránea que recorría los camposantos en la noche de difuntos, borrando el menor de sus restos arqueológicos, desdeñando la atención cualificada y científica del mundo futuro con la nadería de su extensión árida y desértica.
“Buscad, buscad, ingenuos universitarios. Cavad. Barred la corteza superficial con vuestros complejos instrumentos de rastreo, pues no encontrareis ni la quimera de la impronta de una piedra primaria sobre la cual, se supone, debía asentarse una de las paredes maestras de la morada de la FAMILIA PERDIDA PARA SIEMPRE. Perded el tiempo, derrochando el maná en forma de subvención que se os ha concedido por parte de una institución privada americana, que de nada os servirá.”
“La desolación se reirá de vuestra inútil perseverancia. Su DESCENDENCIA inmaterial se jactará, a risotada limpia, de haber enrevesado la vastedad de vuestros conocimientos académicos hasta maniatarla por medio de grilletes y cepos medievales, pregonando con voz henchida y despótica:
– Habéis hecho mal al acudir al ruego lisonjero de la ruin bruja. Ella os ha engañado como si fuerais más cándidos de lo que en principio aparentáis. Pero no habrá clemencia para los indecisos, ni condonación de la pena máxima para los indolentes y confiados insolidarios, antaño indiferentes hasta la médula ante cualquier contienda bélica que les fuera ajena a sus propias llagas. Ni con el ardor supurante procedente de heridas superficiales agasajadas por las yemas malditas del DEMONIO en pleno recorrido lascivo de la piel, ni asimismo las súplicas álgidas de los voceros emergentes del cuerpo examinado por las dotes sonsacadoras del Inquisidor harán que de marcha atrás en mi decisión de devolveros al pozo ponzoñoso del cual procedéis. Y una vez que abandonéis la tierra desheredada por la gracia de Dios por la implicación de la Reina Guerra – abanderada nupcial de Satán – en el curso ritual de la historia reciente del HOMBRE, agachareis vuestras cabezas, instalándoos en la crudeza del tormento más despiadado que pueda uno encontrarse más allá de la defunción propia: es la agitación a coro de la gente adoctrinada y engañada, reclamando sed de venganza por el embuste destructor urdido por cada individuo ávido de codicia y de poder plenario que, oculto entre las sombras de su despacho gubernamental acaricia – noche si, noche también – el botón de ignición del propulsor principal de la contienda interracial, logrando el odio de las etnias implicadas en el conflicto.”

“Y recordad esto último en extremo:

Ay de aquel que caiga en desgracia,
que no habrá quien lo levante.”

¡AY DEL PUEBLO QUE SEA LLEVADO POR UN ALUCINADO,
PUES TARDARÁ CIEN AÑOS EN RECONSTRUIRSE
DESDE SUS TROPELÍAS EXPANSIONISTAS!

Alzó la vista desde su atalaya semisubterránea, buscando la soldadesca que estaba entonando dicho cántico a las huestes de Hergacevic. Procedía de una ramificación dispuesta en una avanzadilla de la trinchera original. Eran los encargados de abrir paso con la zapa, amén de constatar que el camino escogido no quedaba plagado de minas sensitivas de contacto ligero. Con ese canturreo quedaba demostrado el descontento creciente entre las propias tropas del sanguinario general.
En la lejanía de la vigilia, el bosque se intuía por la cortinilla lechosa desprendida por la luna visible a un cuarto de considerarse llena. El follaje y los troncos se perfilaban con el misterio propio de la medianoche. No había rumor de animales correteando a ras de suelo, ni de lechuzas surcando el vacío de rama en rama en busca de algún roedor desprevenido. Todo permanecía en un revelador silencio, autoimpuesto por la acampada ilógica de la milicia popular. Nadie entendía a ciencia cierta el motivo que les impulsaba a vivaquear a una milla escasa del ejército nacionalista. Si hasta el momento el teniente encargado al mando de la tropa no había decidido dar pleno avance, era más debido a la escasez de medios de asalto y de personal cualificado, habida cuenta que la infantería allí reunida era sumamente inexperta y no sabía si podría responder de forma adecuada a la orden suya de un ataque terrestre, que conllevaba la sempiterna lucha cuerpo a cuerpo. Por eso aguardaba, expectante, la llegada de la III Columna de Campo, que vendría acompañada de tanquetas, morteros y jeeps lanzallamas. Con algo de vehemencia, arrasarían el robledal en media hora a lo más, y consigo, a los doscientos componentes del comando rival.
Estaba atento a la vaga presencia del lindero del bosque, cuando le llegó la síntesis de un sueño profundo. Su espalda se apoyó contra la pared de la trinchera, a modo de respaldo, y dejándose deslizar de manera pausada, se dejó acomodar sobre la tierra apisonada, con los prismáticos apresados entre los dedos de su diestra. No supo lo que iba a soñar a continuación – ¿sería de nuevo la NADA?, ¿el folio en blanco?, ¿la playa deshabitada?, ¿la lógica de su propio hastío hacia todo reflejo inconsciente que representara toda confrontación civil, por efímera que ésta fuera? -, pues un golpe contundente en una de sus piernas le hizo de despertar. Tuvo una visión ciega hasta que el enfoque de los ojos quedó habituado a la negrura de la noche. El teniente le estaba mirando a medio erguir con un rostro pétreo. “¡Venga! Muévase. Ha llegado la hora de luchar por la PATRIA.”, le arengó con rabia.
– ¿Ha llegado ya la Tercera Columna?
– No – el hombre al mando de la situación eludió entrar en mayores consideraciones, otorgándole la visión de su ancho espaldar. Llegado el caso, se dirigió a lo largo de la trinchera, solicitando la presencia del encargado de transmitir órdenes por radio.
Se incorporó de pie, con las articulaciones desgastadas por el clímax de la tensión contenida a duras penas. Al surgir de su parapeto de vigía pudo observar a sus compañeros de pelotón saliendo de las zanjas, ocupando el llano en silencio reverencial, con los subfusiles semiautomáticos a punto de entrar en calor. Con la metodología de un robot confuso y en apariencia obsoleto para la lucha, procedió a imitarles. Las suelas de sus botas de cuero pisando maleza amarillenta requemada y pedruscos de dolientes aristas. Hasta se topó de improviso con la madriguera de una liebre, oculta dentro de un matorral asentado este en una brusca elevación del terreno, estando por tal motivo en un tris de perder la verticalidad. Alguien innominado lograría sujetarle por un brazo, y sin aguardar a que se lo agradeciese, continuó marchando al frente. En alguna parte indeterminada pudo escuchar un cuchicheo revelador:
“Dios mío, que no se me encasquille la condenada. Que no se me encasquille…”.
El registro moribundo del avance consistía en la ligereza de las pisadas y el movimiento consiguiente del subfusil al cambiar de mano en mano de posición. Nadie tosía. Se luchaba por contener la respiración, como si acaso esto pudiera delatarles.
Faltarían menos de cien metros y qué grande parecía el bosque visto de tan cerca; un guante nudoso de mil dedos dispuesto a arracimar la totalidad de la formación de un sólo intento, comprimiéndolos en un apretón mortal de necesidad. No se percibía ningún signo artificioso que evidenciase el cobijo dado al bando insurrecto. La luna tendía a juguetear solitaria entre las altas copas de los árboles y el sotobosque quedaba a unos pocos pasos de los primeros soldados que abrían paso. De repente se vieron sorprendidos por una silueta. Esta se instaló a su flanco derecho y ordenó a todo el mundo pararse, para posicionarse sobre una rodilla. Era el teniente, con el velo aterciopelado de las tinieblas borrando toda expresión hosca de su cara alargada y sudorosa. Respiraba de manera acelerada y, por lo visto, su autoprotección se reducía a una pistola de asalto extraída ya de su funda. “Cuando queráis”, gruñó a media voz, echando a correr de zancada en zancada, adelantándose a toda estrategia estudiada, con el halo vaporoso de la luna iluminando el acceso frontal al bosque. El continente de la formación siguió sumisa al requerimiento del sorpresivo ataque, avanzando a paso de marcha, afrontando la primera hilera de troncos escamosos.
Él no quiso ser menos que nadie, y dando algún que otro tumbo sobre la hierba en estado irregular, internose en el bosque. Sentía las piernas aflojadas, el pulso desbocado, la cabeza nada serena.
“Recordad que no hay confusión posible. Esa gentuza no va vestida de uniforme”, comentó una entidad anónima en voz baja.
Y justo al pronunciar la explícita aseveración, una ráfaga de fuego cruzado surgió de cada rincón de la vegetación. Sólo alcanzó a ver los destellos rojizos de la munición rugiendo sobre el casco que le cubría la cabeza al tiempo que se echaba sobre el suelo agreste, tapándose los oídos, con los dientes apretados.
Las ráfagas de las ametralladoras Brunzag fueron aniquilando a los reservistas y demás reclutados en las poblaciones de menor relieve sociológico del país. Muchos quisieron huir de la escabechina pero eran rematados al asaltar el matorral del sotobosque, conformando una cadena patibularia de eslabones sanguinolentos, que delimitaba la llanura devastada del margen exterior de la arboleda.
Encogido entre las raíces protectoras de un recio roble, con el subfusil aprisionado entre sus brazos contra el regazo, pudo escuchar los gritos aterrorizados de los demás compañeros de filas, hasta que terminaron sus días agonizando con la misma facilidad que los caídos en la linde del bosque. “RA-TA-TA-TA”, rugía una Brunzag no muy lejos del roble que le servía de eventual escudo protector. “RA-TA-TA-TA” le contestaba una segunda emplazada a metros de distancia una de la otra. El parloteo entre ambas, contundente y demoledor.
– No, no, no…- gimoteaba, acorralado en territorio enemigo.
Entonces percibió unas pisadas que se encaminaban hacia donde se hallaba apostado.
Extrañamente, las ametralladoras cesaron en sus comentarios acerca de la MUERTE HUMANA, tales como:
– ¡Cuán fácil resulta acabar con ellos! Es como una caseta de tiro al blanco: las dianas sustituidas por personajes uniformados, las escopetas de feria, graciosas pero inútiles ellas, reemplazadas por nuestra peculiar contundencia. Expresamos nuestras proclamas con jerga destructiva y
“¡PAM!”, el mozuelo de la barba de tres días descansa en paz armoniosamente.
Pegamos otro berrido y
“¡PAM!”, ya nos queda la mitad por aniquilar.
Revolvemos otro poco en un guirigay altisonante y
“¡PAM! ¡PAM!”, nutrimos la tierra con el abono de la otra mitad.
Eso si, dejemos al chico de la perilla. Ese que está tan asustado.
“Ese no nos pertenece… Su futuro no nos incumbe.

– Levántese, Lubulag – oyó decir a metro y medio de distancia real.
La voz le era muy conocida. Vaya si lo era.
Se desenroscó lo necesario. Alzó la vista al frente y se encontró al HOMBRE DESPROVISTO DE TODO ROSTRO. Continuaba sudoroso, aunque ya no se le notaba en absoluto nervioso.
– Mi Teniente…
– ¿Acaso deseas dormir, Lubulag? ¿Conciliar una tibia dosis onírica?
“¿A ser posible, una ensoñación BENDITA que te libere de las miserias que afligen a este país?
Lubulag vio el semblante del teniente, iluminado indirectamente por un haz de luz lunar que se colaba a través del copioso ramaje de un árbol. Su fisonomía borrada. La cabellera rasurada. Las cuencas irradiando la perfidia enquistada en las raíces de su ALMA.
No pudo consentirlo más, y sosteniendo el arma entre las manos temblorosas se dispuso a eliminar a esa vil criatura, gritando hasta rasgarse las cuerdas vocales:
– ¡Usted!
“USTED NOS HA TRAICIONADO.
“NOS HA TENDIDO ESTA EMBOSCADA.
“NOS HA VENDIDO…

Quiso apretar el gatillo, pero para entonces el HOMBRE SIN ATISBO DE ROSTRO había acoplado la boca del cañón de su pistola a la sien derecha del soldado, y sin mayor demora, lo desposeyó de toda vitalidad para más tarde sentenciar en un murmullo inaudible:
– Así es, Lubulag.
“Así es cómo se gesta una GUERRA.
“Y del mismo modo, así es cómo se la MANTIENE.

*****

En las afueras del bosque, una SOMBRA definitoria se asentó sobre la extensión del mismo, devorando todo cuanto encontró en su interior…