Es la hora de mi paseo (Is time to take a walk)

Es la hora de mi paseo. Me llamo Verónica. Pero también podría ser Manuel. O Alejandra. O Francisco. O Laura. O Javier…
Qué risa me dan mis cortos pasitos de viejecita. Dicen que tengo ochenta y cuatro años. Pero yo opino que no tendré más de treinta. Es mi nueva ilusión. De ser joven de nuevo.
Estoy viviendo en una residencia para ancianos en Pamplona. Se llama la Casa de Misericordia. Aquí estamos bien atendidos por las monjitas, los doctores, los celadores, el hombre de la portería…
Visitas recibo ya pocas. Se me mueren antes que yo. Es lógico. Yo vivo mucho. Demasiado para el gusto de alguno. Que se chinchen.
Bueno, con la ayuda del bastón ya voy recorriendo el parque cercano. Es la Vuelta del Castillo. Es un sitio muy bonito. Encima me dicen que estamos en los sanfermines. Por eso veo tanta gente vestida de pamplonica, claro. Y también tanto extranjero. Y son muy jóvenes, los muy bandidos. Beben mucho y caen dormidos en cualquier parte. Eso me interesa. La juventud de las personas.
Bueno, primero voy a sentarme un ratito en un banco, a la sombra de un árbol. ¿Ya les he dicho que me llamo Arantxa, verdad? Tengo setenta y siete años, y estoy ya un poco delicada de salud…
Me concentro en los paseantes. La zona cercana a los baluartes de la Ciudadela está acotada por los fuegos artificiales de la noche, para que la gente no esté tan cerca y evitar quemarse con los restos de algún cohete pirotécnico que caiga por la zona. Pero aún falta un buen rato para verlos. El espectáculo empieza siempre a las once de la noche. Tengo buena memoria. Como que me llamo Patricio. Tengo ochenta y tres años y cataratas en mi ojo derecho.
Voy a levantarme. Me cuesta un poco. Ya no estoy para muchos trotes. ¡Hay que ver qué calor hace hoy! Treinta y tres grados. Me cuesta respirar. Voy mirando tratando de recordar el camino que he recorrido para llegar hasta el banco. Pero no me interesa desandar lo andado, jolines. Aún es temprano. Sólo son las seis de la tarde. Con dificultad, me subo a la hierba y me dirijo hacia el puentecito que conduce a la ciudadela por la Puerta del Socorro. Menuda historia tiene el puente. Hubo gente fusilada en la Guerra Civil bajo sus ojos. Me llamo Guillermo, y me acuerdo de esa época. A un chico lo salvé yo. Yo por aquel entonces también era mayor, y Francisco era un chiquito de veinte años…
Bueno, bueno… Hay bastante movimiento de personas por la ciudadela. Yo ya estoy cansado y me dirijo a un banco, cuando un joven se me acerca. ¿Qué querrá?
Me ofrece ayuda. Se interesa por mi salud. Claro, me ve en muy mal estado. La edad, el calor, los achaques que tengo…
Le pido amablemente que me lleve a una parte algo alejada del bullicio, donde haya sombra y podamos charlar un poco…
Aquel cuerpo ya no me era útil.
Estaba muy enfermo. Los tumores se expandían por los órganos vitales, especialmente en los pulmones, la tráquea y el hígado, donde los nódulos cancerígenos se hacían implacables en el deterioro de los mismos. Su osamenta estaba tornándose frágil. De hecho, cada vez estaba más fatigado. Sin muchas fuerzas.
Su respiración era atroz.
Simplemente su fin estaba muy próximo.
Tuve que aprovecharme del descuido de la cuidadora para marcharme de la habitación y de la residencia de ancianos. Con las fuerzas que me quedaban, busqué un joven en la Ciudadela.
Se llamaba Asier. Tenía veintidós años.
Fue perfecto.
Cuando intercambiamos cuerpos, me alejé de él, dejándole sentado en un banco a la sombra de un árbol. Tenía lágrimas en los ojos e imploraba que no me fuera.
Lo hice.
Debía sumarme a la fiesta. Estrenar mi nueva personalidad en el regocijo de los sanfermines.
Ya no me llamaba Alejandro. Ni tenía noventa años.
En realidad no tengo un nombre  en concreto.
Y mi edad es infinita.


http://www.google.com/buzz/api/button.js