El sueño de Dandy

Rebuscando en el baúl de los recuerdos, he dado con una fotografía descolorida y que data de unos cuantos años. Simplemente poneros al corriente, mis estimados lectores de Escritos de Pesadillas, que me hallo en el ático de la casa de Dandy. Esta vivienda tiene su leyenda negra, que no viene al caso. Pero echadle un vistazo a la instantánea. En ella aparece el orgullo de la familia. Un niñito de ricitos rubios y sonrisa adorable. Qué ternura de querubin. Lo malo es que con el paso de los años, estas criaturas crecen y adquieren malos hábitos. Y muy en especial el caso que nos contempla.


No te comas las uñas. Vas a morir de todas formas siseó la voz cavernosa cerca de la puerta del armario ropero.
Dandy estaba temblando de pies a cabeza. Quería sollozar entre hipidos de tristeza y desesperación. Era un niño de sólo siete años, y aquel extraño que había llamado al timbre de casa acababa de asesinar a su padre y a su madre con un bate de béisbol con la punta rematada por clavos de dos centímetros. Su locura fue irrefrenable, convirtiendo el vestíbulo y parte del salón en una especie de matadero, salpicando las paredes y el mobiliario con la sangre de sus queridos padres.
Sal, cachorrito. Satanás te reclama. Eres su piñata. Y como tal, se te ha de sacudir de lo lindo hasta que revientes…continuaba la voz, justo ya al otro lado de la puerta.
Dandy notó la humedad deslizándose por los muslos. Se había hecho pis por el miedo que le embargaba.
De repente la puerta quedó abierta del todo.
Una figura oscura escrutó su presencia encogida entre la ropa colgada de la barra del armario ropero. El bate aferrado entre los dedos de ambos manos.
Te llegó la hora, pequeñajo. Ven con la Muerte le saludó aquella bestia inhumana.
Cuando Dandy miró fijamente a los ojos del psicópata, perdió el conocimiento.
Todo se volvió negro.
Oscuro.
Sus cinco sentidos fueron anulados.
Dejó de sentir todo.
Le llegó la Nada.

– ¡Despierta! Dandy. El reverendo Morrow viene para tu última confesión – le despertó de su sueño profundo el guarda de prisiones Al Cupino.
Dandy se incorporó lentamente de su catre hasta sentarse.
La puerta de su celda quedó abierta un instante de manera automática, controlada desde el ordenador central de la prisión.
Un sacerdote de avanzada edad entró en su compartimento individual.
Dandy lo miró con infinita devoción.
– Hijo mío. ¿Hay algo de lo que te tengas que arrepentir antes de afrontar tu destino? – fue una de las preguntas del cura.
Dandy miraba las palmas callosas de sus dos manos.
Aquellas que veinte años atrás portaron un bate de béisbol.
– Aún diciéndoselo, padre, no eludiré la muerte – dijo resignado.
– Me temo que no, hijo mío.
Dandy confesó sus pecados. Desde los más veniales, hasta el más grave.
Este último hacía referencia a la fatídica noche en que se le cruzaron los cables, acabando con la vida de sus propios padres.
– Que Dios Todopoderoso te perdone todas tus faltas, hijo mío – culminó el reverendo en un susurro.
Dandy tenía los ojos llorosos.
Le temblaba el labio superior.
En el sueño era sólo un niño.
Daría cualquier cosa por entrar en aquella ensoñación y decirle a la silueta que portaba el arma mortal que dejara en paz a sus padres, que no les hiciera daño.
Que no deseaba luego ser una persona mayor encerrada en la galería de los condenados a la pena capital.
Sus lágrimas desbordaron las comisuras de los ojos.
Se dejó consolar apoyándose sobre el hombro del religioso.
Dandy, Dandy.
Era un diminutivo infantil.
Y él ya tenía cincuenta años.
Aquél sueño solo sería alcanzable cuando le fuera aplicada la inyección letal.
Entonces volvería la misma sensación de oscuridad.
De duermevela…
Dandy,
Dandy,

era su canción de cuna.
Después tocaba dormir para siempre.

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