Halloween 2015. Relato de estreno para la ocasión: "Nathan Dorke y su última noche de Halloween."


Nathan Dorke ardía en deseos que pasara la dichosa tarde noche de Halloween. Era la fastidiosa fecha del año en que los críos te daban la tabarra para que se les regalase caramelos a cambio de visitarte disfrazados con atuendos que debían infundir terror, pero en muchos casos más parecían diseños creados por las mentes enfermizas de sus padres en plena resaca tras un sábado de jolgorio nocturno festivo de lo más excitante..

       Nathan era soltero, tenía 45 años, venía de trabajar de un turno de 12 horas como vigilante de seguridad en un Walmart, y evidentemente no entraba en sus planes hacer el memo y regalar por la cara dulces a mansalva. No tenía el exterior de su casa  decorada  para tal evento. Es más, había colgado un cartel en la puerta principal con un explícito ¡ODIO HALLOWEEN! en letras mayúsculas rojas.
       Así que, confiado en que quedaba al margen de tener que formar parte de esa pantomima, se concentró en consumir una pizza tamaño familiar mientras estaba sentado en el centro del sofá de tres plazas frente al televisor encendido.
En plena degustación culinaria de comida rápida, sonó el timbre de la entrada. Nathan torció el cuello hacia la puerta para verla en su ángulo de visión. Se levantó y se encaminó en cinco zancadas.
     Al abrir:
           –¡Truco o trato, señorrr!
    vio a dos niñas y un niño, acompañados por una chica adolescente de secundaria como  tutora. Ellas disfrazadas de monsters high, el niño de Bob Esponja con pinta de padecer diarrea aguda y la supervisora de Cheerleader vampiresa.
           –¡Ni lo uno ni lo otro! – les contestó a los cuatro, cerrando la puerta con cierta contundencia. – Esta juventud actual… ¡Mucho abuso del móvil, las tablets y el wasup de las narices, y luego no comprenden el significado de lo que pone escrito en un simple letrero!
       Se asentó en el sofá, retomando su cena y perdiendo el tiempo dándole al mando a distancia del televisor, cambiando canales por mero aburrimiento.
Eran ya las diez y media de la noche. Bostezando de sueño, se incorporó de pie, dirigiéndose al cuarto de baño. Se aseó. En su dormitorio se puso el pijama. En ese instante alguien llamó a la puerta. Nathan gruñó. Iba a apagar la luz del cuarto e introducirse bajo el edredón de la cama, cuando insistieron con el timbre hasta ponerle de los nervios. Abandonó el lecho con premura y casi fuera de sí, abrió la puerta. Vio un niño de unos ocho años sosteniendo una jarra de cerámica vacía. Llevaba puesto sobre la cabeza una capucha con remiendos, simulando cicatrices, y unos enormes ojos abiertos como platos, donde las pupilas eran sendos orificios por donde miraban los ojos verdaderos del pequeño. Su vestimenta era  un jersey gris oscuro tres tallas mayor, unas mallas negras y una botas de monte del mismo tono oscuro. La capucha carecía de boca, así que su voz aguda infantil surgió muy atenuada por el tejido que la conformaba.
            – Vida o esclavitud eterna – le dijo el chavalillo.
Nathan se quedó perplejo por el saludo. No era el convencional y repetitivo con el que la chavalería daba la murga al vecindario.
            – Es truco o trato, niño. A ver si al menos te lo aprendes. Además no son horas y menos vagando sólo. No sea que te vaya a pasar algo malo. Así que mejor te largas a tu casa y que te soporten tus padres – Nathan cerró la puerta sin contemplaciones. – El que sea un crío no le exime de ser ya un gilipollas – rezongó, encaminándose por el pasillo hacia su dormitorio.
Entonces el timbre sonó, una, dos, tres veces, en una secuencia rápida y muy seguida. Aquel impresentable estaba jugando con el dedo sobre el pulsador.
Nathan  regresó al vestíbulo, abrió y vio al pequeñajo. Estaba conteniéndose de darle una buena patada en el trasero.
           – ¡Márchate enano de los cojones! En vez de con  caramelos te voy a hinchar los mofletes  con dos bofetones – le dijo con voz enojada.
          – Vida o esclavitud eterna – susurró el niño.
          – La vida la tengo de sobra.
Estampó la puerta contra la jamba. Coincidió el sonido del golpe con el de la rotura de cristales de la ventana del salón.
          – ¡La madre que te parió! Ese cristal lo van a pagar tus padres. Y si eres huérfano, tus abuelos.
  Nathan abrió la puerta para coger al crío por los hombros, pero en el porche delantero no había ya nadie. Le llegó una ráfaga de aire frío procedente del salón. Se dio la vuelta y vio al niño frente al quicio de la estancia. A su lado había una figura enorme, disfrazado igual que el mocoso: capucha con falsos ojos grandes, sin boca, surcado de variopintas cicatrices. Su ropa también era idéntica.
           – Ha escogido esclavitud eterna – dijo el pequeño a su acompañante.
    La corriente hizo que la puerta principal se cerrara. Su indignación cedió el paso al terror. Aquella figura gigantesca, de más de dos metros, no llevaba capucha. Aquel rostro era real.
    Genuino. De carne y hueso. Demencialmente horripilante.
    Nathan estaba tan espantado, que se quedó unos segundos paralizado, quieto en su sitio como si tuviera los pies hundidos en cemento a punto de secarse del todo. La figura de rostro deforme se abalanzó sobre su pecho, lo tumbó de espaldas contra el suelo.
             – ¡Nooo! ¡Déjame en paz! – gritó Nathan, tratando de escabullirse, pero una de las rodillas de aquel ser se apretaba contra su pecho, imposibilitando que se moviese.
    Una mano poderosa le hizo a Nathan de separar  las mandíbulas. Con la otra le aferró la punta de la lengua, haciéndole sacarla al límite. Tiró y se la arrancó de raíz, silenciándole.
    El dolor fue inmenso. La sangre fue surgiendo de la boca de Nathan. La figura buscó al niño. Arrojó el órgano contra la pared más cercana y extendió la mano abierta, aguardando que le fuera entregado algo. La cabeza de Nathan se agitaba, con los ojos entrecerrados, cerca de perder la conciencia. Entonces notó la llama del pequeño soplete que aquel engendro monstruoso dirigía hacia el interior de su cavidad bucal para cauterizarle la brutal herida. El suplicio fue tan insoportable, que le hizo de perder el conocimiento.
     No sabía el tiempo que llevaba inconsciente. Sólo que era noche avanzada. Y que ya no estaba en su casa. Recibió una patada en la pierna derecha. Centró su visión borrosa y pudo apreciar que estaban en el bosque cercano. Notó los grilletes que llevaba colocados en las muñecas y los tobillos, además de un collar de acero herrumbroso alrededor del cuello. Del centro del collar, de una argolla, surgía una cadena de recios eslabones. Recibió una segunda patada, que le hizo de alzarse. De pie pudo ver que no era el único unido a esa larga cadena. Una mujer joven, de poco más de treinta años, a la que no tardó en reconocer como una camarera de una cafetería local, estaba amordazada con un trapo húmedo, con las cuencas de los ojos ensangrentados, los párpados hinchados, pues le habían arrancado los globos oculares, y a su lado un hombre de unos cincuenta años en la misma situación de endeblez física que él, mudo de por vida por la falta de la lengua.
     La cadena fue tensada por la figura enorme de rostro deformado, y tironeando de ella,  obligó a que los tres prisioneros le siguieran por un camino, alejándoles más y más de sus hogares. Al lado de aquella monstruosidad iba el niño canturreando con diversión:
                    ¡Vida o esclavitud eterna!
              La vida cada uno de ellos la quiere

                    Así que total obediencia se nos debe.
                   ¡Vida o esclavitud eterna!
                   ¡Qué gran dilema!
                   Si la vida no cedes y por tanto no te mueres,
                   Esclavitud consigues, y la libertad pierdes.
                   ¡Vida o esclavitud eterna!
                   Bien harás en atinar,
                   Que luego ya no habrá vuelta atrás.
                   ¡Vida o esclavitud eterna!
      La figura de gran tamaño y la más pequeña condujeron a Nathan y a las otras dos personas apresadas hacia su esclavitud eterna en plena noche de

Halloween.