El egoísmo arraigado,
exacerba nuestra impaciencia ante el hecho más insignificante,
tornándolo en el mayor de los desastres personales.
Sin embargo, a nuestro alrededor, quizás a unos pocos metros de distancia, otras veces en la lejanía,
el dolor más absoluto tiene lugar.
En ese caso se aplica la máxima de “cuando sin rostro, no hay lágrimas”.