El peso de la conciencia

Hoy estoy feliz. En mi celda de castigo habilitado en las mazmorras tengo un prisonero que se merece los mayores tormentos. Hizo una cosa mala en el pasado. Me juramenta que toda la culpa procede de un conocido suyo, que por cierto, está purgando penas en el potro. Nunca dejaré de estar agradecido a Susan. Una chica maja, bondadosa e inocente. Pero que cuando tiene que salirse con la suya, lo consigue. Lástima que ya haya cumplido con su labor. La voy a echar de menos. Y no digamos nada, mi fiel lacayo Dominique, que estaba por ella hasta los huesos…
Ahora os narro su historia.

Martin estaba sentado en el borde de la cama de su dormitorio. Tenía la cabeza gacha, sostenida entre las manos, observando sus propios muslos. Vestía ropa interior de una semana. Estaba descalzo. Cansado. Desnutrido. Bebía pocos líquidos y se alimentaba precariamente de comida enlatada, sin desayunar ni cenar. Había adelgazado ocho kilos en diez días. Sus ilusiones estaban muertas.
– Martin. Comprendo que llevas una mala racha – le dijo la muchacha.
Era una chica de no más de veinte años. Muy linda. Larga cabellera castaña, de pelo alisado sobre los hombros. Esbelta y de tez ligeramente pálida. Sus ojos eran azules celestes. Muy grandes. Le observaban desde el quicio de la puerta. De pie. Luciendo un camisón largo hasta las rodillas. Estaba igualmente descalza.
Martin se volvió hacia ella.
Dios, que hermosa se le mostraba.
Y a la vez cuan incómoda resultaba su presencia allí.
– Déjame. No tengo ganas de verte – le dijo, tajante.
– Tienes que decidirte, Martin.
“Hace mes y medio fue tu padre.

Fue rápido. Un cáncer de estómago que lo condujo a la fase terminal en menos de quince días. Se quejaba de fuertes ardores en las últimas semanas. Hasta entonces había estado fuerte como un roble. Por eso no se les ocurrió llevarle a que le hicieran una analítica. Cuando súbitamente empezó con los vómitos densos y oscuros, fue ingresado en la clínica, donde la realización de una exploración por el TAC dio el resultado del avance de varios nódulos cancerígenos con metástasis derivados desde el original en el estómago, hacia el hígado, esófago y riñón derecho. Estaba viudo. De hecho, su padre sólo disfrutó de cinco años de matrimonio con su madre. Martin tenía tres años cuando ella murió también de cáncer. Ser hijo único requería una sólida relación de cariño y amor hacia su padre. Por eso lo inesperado de su enfermedad empezó socavando los cimientos sobre los cuales se sustentaba el frágil equilibrio de su estado mental.

– No necesitas recordármelo – insistió Martin a la joven.
– Tienes razón. No mencionaré más la muerte de tu padre. Entiendo que tardes en asimilar tanto dolor. Encima luego llegó el accidente de Paul. Hace dos semanas. Es tan reciente.

Paul era el hermano de su novia Clara. Se llevaban de fábula. Enseguida se hicieron buenos amigos. Martin estaba por asegurar que era su único gran amigo. Como si fuera un hermano mayor. Sincero, honesto y siempre dispuesto a echarle una mano cuando hiciera falta. Para Martin resultó un fuerte mazazo enterarse que Paul había tenido un percance en el trabajo. La voz de Clara al teléfono era temblorosa y desalentadora. Paul trabajaba de encargado en una constructora. El operario de una grúa tuvo un despiste y al girar la pluma, casi le dio a Paul. Este estaba en un tercer nivel de la obra, y al intentar esquivar el golpe, perdió el equilibrio, precipitándose al vacío y muriendo en el acto. A raíz de esa terrible pérdida, Clara se volvió esquiva. A la semana del funeral, le comunicó a Martin que lo mejor era romper la relación que mantenían. Un dolor unido a otro dolor.

– En poco más de seis semanas has perdido a las únicas tres personas que te entendían y te querían. Eso tiene que ser muy duro para ti – continuó hablándole la joven sin moverse de su sitio.
– No sigas. Vete. Necesito estar sólo.
– Martin. Hay veces que lo mejor es asumir lo que nos marca el destino.
Se llevó las manos a los ojos. Los tenía pesados. Al borde del llanto.
– Admítelo, Martin. Tus seres más queridos te han abandonado. Ahora estás completamente sólo. Sin amigos. Sin familiares directos. Sin relaciones afectivas.
– Basta.
– Ayer te llamaron del trabajo, Martin.
– ¿Cómo es que sabes eso? – la miró con las lágrimas desbordándole el rostro.
– Yo me entero de las cosas más insignificantes, Martin. Quien te llamó era tu jefe. Llevas cinco días seguidos ausentándote del trabajo de manera injustificada. Motivo suficiente para comunicarte tu despido. Ahora estás sin ingresos, Martin.
– Me estás haciendo la vida imposible.
– Simplemente reclamo lo mío, Martin.

Se llamaba Susan. Era una chica universitaria procedente de Ottawa. Tenía una beca para estudiar en los Estados Unidos. El hermano de Clara se fijó en ella en un partido de fútbol americano donde jugaba el equipo universitario. La estudiante era una de las animadoras. Con la euforia de la victoria, muchos lo celebraron yendo de ronda de bares. En un local, la chica coincidió con Paul y Martin. Ambos ya llevaban varias rondas de cervezas y estaban por consiguiente, lo suficientemente bebidos como para animarse ante la visión del hermoso físico de Susan. Paul la invitó a una copa y estuvieron hablando un poco de cosas fútiles. Después de ganarse su confianza, se ofreció a llevarla de vuelta al campus en su coche. Susan agradeció el detalle y los acompañó convencida de que al ser dos personas tan populares en el bar donde habían estado bebiendo estaría segura en su compañía. Martin ejerció de conductor, mientras Paul se sentó en la parte de atrás con Susan. Al poco de abandonar las calles principales de la localidad, Paul empezó a mostrar su fogosidad. La chica le pidió que se mantuviera quieto. Martin les preguntó si todo iba bien, a lo que Paul le indicó que condujera hasta salir de la ciudad. Susan vio entonces que la situación se estaba volviendo desagradable, y les rogó que pararan para dejarla bajar del coche. Paul se echó a reír como un loco y comenzó a abofetearla con fuerza, dejándola medio aturdida por los golpes. Martin estaba nervioso al volante, y en una curva perdió el control, dando el vehículo una vuelta de campana. Cuando recuperó la conciencia, vio a Paul llamándole desde fuera. Este se encontraba agachado, pues el vehículo estaba volcado.
– ¡Deprisa! ¡Sal! Está perdiendo combustible. Puede arder en cualquier momento – le urgió Paul, destrozando el cristal de la ventanilla a puntapiés.
– Dios.
Se soltó el cinturón de seguridad como pudo y con la ayuda de su amigo, logró salir a duras penas por el hueco de la ventanilla. Paul lo ayudó a incorporarse de pie, y pasándole un brazo por el hombro, lo hizo de abandonar las cercanías del coche.
– ¿Y la chica? ¿Dónde está ella? – preguntó Martin mientras avanzaban a marchas forzadas.
– En el coche – le contestó someramente Paul.
Justo en ese instante, sintieron la explosión del automóvil a sus espaldas, cayendo ambos de bruces sobre la hierba de la cuneta.

Martin se levantó de la cama. Quiso eludir la mirada de la chica.
Esta no se apartaba del hueco de la puerta.
– ¿No he tenido ya suficiente castigo? He perdido a mi padre, a mi mejor amigo y a mi novia.
” Me he quedado sin trabajo. Estoy sin fuerzas.
– Sin ganas de vivir. Dilo, Martin.
– No.
– No pararé hasta que me hagas justicia, Martin.
– Yo no quise hacerte daño. Fue Paul…
– Fuisteis los dos. Las intenciones de Paul eran dañinas. Y una vez que se hubiera propasado conmigo, tú harías lo propio. No te escudes en el accidente. Eso es secundario. Lo uno no evitó lo otro.
– Susan.
– Morí por vuestra culpa.
“Pero aún no he recorrido el camino que me libere del dolor. Necesito descansar en paz, Martin. Y hasta que tú no repares mi aflicción, las cosas no cambiarán.
Martin se puso a mesarse los cabellos, mirándola al borde de la locura.
– Las cosas no pueden ir a peor, Susan.
– Sí que pueden, Martin.
– ¿Cómo? Dímelo, por Dios.
– Aún no puedes superar tu separación con Clara. La quieres. La deseas. Harías cualquier cosa por ella.
– Eso es cierto.
– Y aunque ella ya no quiera saber nada de ti, Martin, su muerte te afligiría por completo.
– No.
– Primero tu padre. Luego tu mejor amigo. Después Clara.
“Dos están muertos, Martin. Me falta un tercero. Y eres tú el que tiene que decidir quién ocupará ese lugar para que yo pueda ver la luz que ilumine mi camino al otro lado de la vida.

Eran las tres de la tarde de un sábado. El vecino de al lado escuchó un disparo procedente del interior del piso de Martin. No tardó en notificar el hecho a la policía. Cuando llegaron los primeros agentes, y una vez abierta la puerta por el casero, encontraron el cuerpo sin vida del inquilino tumbado en el suelo. Acababa de pegarse un tiro. Su rostro era todo sufrimiento.
Como si algo que remordiera su conciencia le hubiera impulsado en dar término a su propia vida.

16 comentarios en “El peso de la conciencia

  1. Gracias Skritor. Bueno, lo de prolífico va por rachas. Últimamente estoy con ganas de escribir, pero luego puede venir la racha floja. Ya sabes, el trabajo, el entorno familiar, problemillas que te afectan y no te animan a ponerte delante del word. En fin. Y lo expuesto en otro comentario, no voy a escribir por escribir. Por eso si no tengo nada mínimamente presentable, no lo voy a colgar. Un fuerte saludo, y de paso llévato un poco de queso para tu cuarto de las ratas, ja ja.

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  2. También te doy las gracias, Félix. Bueno, el caso es que tenía ayer la intención de escibir otro tipo de relato, diametralmente opuesto a este (ya lo verás, je je). Pero eso, no tenía ganas. Entonces me dio por experimentar con otra cosa y me salió el relato presente. Vi que era potable, y decidí publicarlo en mis escritos de pacotilla, digo pesadilla :). Un fuerte saludo, y nos seguimos viendo.

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  3. Ay, Meg. Te voy a nombrar mi ayudante, estilo Watson con Sherlock Holmes. ¿Qué te parece? La paga es con carne de moribundo gemibundo, ja ja. El precio está por las nubes en las carnicerías de Transilvania, para que lo sepas. Un fuerte abrazo, amable compañera de cincolinks. 😉

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