La ley del más fuerte

La choza tenía una esquina cubierta por el tejado. El resto estaba al descubierto. Afuera el viento azotaba con fuerza, haciendo balacearse los copos gruesos de la nieve en remolinos bruscos y repentinos.
La temperatura registrada era de siete bajo cero. Y bajando. Eran las diez de la noche del mes de diciembre. El día de la fecha no importaba.
Guntar estaba ensimismado en su navaja. Tenía una hoja bien afilada. Las manos protegidas por unos mitones de fitness. Cuando los adquirió en su momento para practicar spinning en un gimnasio, jamás se le ocurrió que iba a utilizarlas en aquellas condiciones.
Agazapado en el rincón más protegido de la vivienda abandonada estaba su compañero, Thomas. Estaba pasando un frío insufrible. Y el dolor del esguince en el tobillo izquierdo no remitía. Extendió la pierna en buen estado para darle un golpe en el codo a Guntar con el pie.
– Haz el favor de avivar el fuego. Está perdiendo fuerza – le dijo, con la capucha echada sobre la cabeza.
Una humilde fogata era lo único que les procuraba un receso entre tanta frialdad ambiental.
– Apenas quedan ramas secas – le contestó Guntar.
– Pues habrá que buscar más.
– Estás loco. ¿Con este temporal? Apenas la nevisca permite una distancia de visión de metro y medio. Además estarán enterradas bajo la nieve.
“Como nuestras bicicletas.
Unas bicicletas de montaña recién estrenadas. Era una aventura recorrer esa zona, pedaleando por los senderos nevados. Lo que no esperaban es que el tiempo cambiara antes de haber emprendido el camino de vuelta a casa. Por la tele, el hombre del tiempo había asegurado que en ese día no iba a haber nieve. Que el mal tiempo volvería como mucho en veinticuatro horas. Así fue cómo afrontaron la ruta con ropa deportiva apropiada para practicar deporte en condiciones extremas, pero no lo suficientemente válida para permanecer una vez en frío, con la pérdida del sudor por el ejercicio practicado antes de que les sorprendiera la tormenta de aire y nieve. Afortunadamente dieron con la vieja casa abandonada y en estado de ruina como refugio momentáneo. Lo peor es que llevados por el nerviosismo, dejaron las bicicletas tiradas en la nieve, a unos cuantos metros de la choza. Fue cuando Thomas introdujo su pie izquierdo en un hoyo oculto por la nieve y se produjo el esguince. Ahora mismo, si se les ocurriera salir a buscarlas, lo tendrían casi imposible. Ni se acordaban de la zona en que se deshicieron de ellas, y aún habiendo transcurrido simplemente hora y media, el manto de nieve las había camuflado en su entorno.
– Si no las llegamos a dejar atrás, a lo mejor nunca hubiéramos alcanzado el refugio – enfatizó Thomas.
Lo que menos le preocupaba eran las bicicletas, por caras que les costaron hace dos semanas en el centro comercial. Ahora estaba pendiente del fuego. De la hoguera. Sin ella, estaban perdidos. La hipotermia no tardaría en paralizarles hasta la llegada de su final como seres vivos.
Al llegar, tuvieron la inmensa suerte de encontrar varias ramas secas diseminadas por la zona donde aún quedaba cubierta por el tejado desvencijado. Con un mechero y las hojas de su mapa de ruta pudieron avivar una hoguera que les diera calor, esperando que la tempestad remitiera. Luego si hiciera falta, buscarían las bicicletas. A fin de cuentas, tampoco se deshicieron de ellas tan lejos de la choza.
Aunque era poco previsible que Thomas pudiera pedalear con su tobillo izquierdo en tan malas condiciones.
Guntar estaba contemplando la hoja de su navaja.
– Sabes, Thomas. Las condiciones en que nos hallamos pueden considerarse extremas – habló sin dirigir la mirada a su amigo.
– Lo que si te puedo asegurar es que como no mantengamos encendido el fuego hasta que pase esta condenada nevada, seremos historia.
Guntar se pasó el filo de la navaja por el pulgar. Hizo una leve incisión, hasta hacer brotar la sangre por la herida.
– Está caliente – dijo, casi hipnotizado.
– ¿De qué hablas?
– La sangre. Está caliente. Y tiene un sabor muy dulce.
Ante el asombro de Thomas, Guntar se puso a sorber la herida del dedo.
Algo estaba pasando por su cabeza.
Thomas notaba que su colega estaba comportándose de una forma extraña.
– Por amor de Dios. Deja de chuparte tu propia sangre. Me pones enfermo.
Guntar se detuvo. Miró a su amigo con recelo.
– Tenemos que ser honestos. Este temporal es el que estaba anunciado para mañana, con la salvedad que se ha adelantado a los pronósticos del tiempo. Nos encontramos tú y yo aquí solos en esta miserable cabaña medio derruida. Estamos a más de ochenta o cien kilómetros de la localidad habitada más cercana. Por tanto, se puede afirmar que nos encontramos aislados e incomunicados. Encima tenemos el estado de tu lesión, que te imposibilita ya apoyar la pierna izquierda. Y que este mal tiempo puede durar todo lo que queda de la semana.
– No sigas. ¿Hasta dónde quieres llegar?
– Te recuerdo que quitando algunas barritas energéticas, y algo de bebida isotónica, no tenemos alimentos con que mantenernos.
“Pero no estoy preocupado por ello.
– Ah, no. Te estás refiriendo a que vamos a morir o bien congelados o bien de hambre.
Guntar se alzó con presteza. Miró con decisión a su compañero acurrucado de frío en el rincón.
– Soy yo quien dispone de la navaja. Y está claro que en situaciones semejantes a la nuestra, no queda otra solución que recurrir a la ley del más fuerte.
Thomas no se lo podía creer. Su amigo de casi toda la vida acababa de perder toda lucidez mental. Adelantó una pierna para impedirle que le clavara la navaja, pero Guntar era más robusto y encima tenía conocimientos de artes marciales. Ambos forcejearon en el suelo. La lucha fue corta pero intensa. El filo de la navaja rasgó la nuez del cuello, hasta alcanzar la yugular. Un chorro de sangre oscura brotó de la garganta del desventurado. En pocos segundos había muerto desangrado.
Guntar estaba cubierto por la sangre de su amigo. Sin miramientos, separó una ración para esa misma noche, dejando el resto del cuerpo enterrado en la nieve para su perfecta conservación.
Estuvo esperando un largo rato hasta que remitiera lo suficiente la tormenta, para buscar más ramas con que alimentar el fuego.
Todo el rato sentado en su lugar preferido.
Hurgando con el filo de la navaja en las uñas, limpiándoselas de la sangre de Thomas.
Siempre había sido el más débil de los dos.
Y no iba a permitir que su fragilidad terminara por encaminar a ambos a la tragedia final.
Conque uno muriera, era más que suficiente.

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