El juego de los tres vasos

La mesa era de tablas de madera rústica sin barniz de ningún tipo que adecentara mínimamente su superficie. Sobre la mesa estaban los tres vasos de cerámica. En frente de ellos, el garbanzo.
Pujalte estaba sentado en contra de su voluntad sobre un taburete de patas cortas sumamente incómodo. A su lado estaba uno de los sicarios apuntándole con el cañón de una pistola semiautomática.
Al otro lado de la mesa estaba Ontario. Estaba sonriente. Miraba a Pujalte con cierta arrogancia, sabedor de que llevaba todas las de ganar. Recogió el garbanzo duro sin cocer con los dedos y lo ubicó debajo de uno de los vasos.
– Me debes un buen pellizco, cabrón. Pero hoy es tu día de suerte. Si adivinas en cuál de ellos está la bolita, te lo perdono todo, incluso tu miserable vida.
– No es una bolita. Es un garbanzo – resaltó Pujalte.
– A callar y a fijarse. Que puede que sean los últimos treinta segundos que respires – le amenazó Ontario.
Sus manos manejaron los vasos con fluidez. Sin cesar de rotarlos. Hasta que en un momento determinado detuvo el movimiento del último de ellos. Se quedó escrutando el rostro sudoroso y ceñudo de concentración de Pujalte.
– Llegó tu hora, burrito. ¿En cuál de ellos está la chinita?
Pujalte dudó cinco segundos.
El sicario le arrimó el cañón a la sien.
– En la del medio- contestó de inmediato.
Ontario sonrió, complacido con la respuesta.
Alzó el vaso…
quedando el garbanzo a la vista.
– ¡Maldito hijo de la gran chingada! Siempre tienes suerte – rugió Ontario, disgustado.
Al mismo tiempo una bala del sicario atravesó la frente de Pujalte, quedando su cuerpo tendido en el suelo, inerte.
Miró a su jefe e hizo un ademán con los hombros.
– Lo siento. Se me ha escapado. Tengo un tic nervioso en el dedo índice…

Reglas rotas

Se supone que siempre se impone la tregua en un camposanto. El odio acérrimo entre dos familias rivales puede llegar a ser ilimitado en cualquier rincón de la ciudad. La vendetta continua ocupa su sitio en franjas horarias indeterminadas. Pero un cementerio es inviolable. Y más cuando el motivo del mismo era el trágico fallecimiento de uno de los miembros más jóvenes del clan. Se llamaba Marcelo. Tenía diez años.
Murió atropellado de manera nada accidental por un Mustang Blackhorn. El tipo de vehículo característico de la familia Moblionne. Abordó al niño justo cuando cruzaba la calzada camino al colegio. Fue embestido y arrojado cinco metros lejos del paso de cebra. Después su frágil cuerpo moribundo fue aplastado por las ruedas del coche en cinco pasadas. Quedó completamente deshecho. Casi irreconocible para sus padres y su abuelo, Tito Conti. El Gran Patriarca. Juró venganza contra los secuaces de Pietro Moblionne. La vida de su nieto iba a ser correspondido por la de cinco menores de la otra familia. Lo tenía claramente decidido. Pero primero había que cumplir con los preparativos del velatorio, del entierro y del funeral del pequeño Marcelo. Era el período del LUTO.
48 horas de aplazamiento antes de tomarse el adagio del ojo por ojo y diente por diente.
El cortejo fúnebre se dirigió en completo silencio por las calles numeradas del cementerio de San Julio. Todos ataviados de negro, como correspondía. Las mujeres en llanto permanente. Los varones con gesto adusto y el ceño fruncido. El cura era de avanzada edad. Lucía una visera sobre la cabeza. Tenía cáncer y le quedaban meses de vida. Andaba encorvado y sin ganas de decir gran cosa, aparte de lo estrictamente necesario. Tardó en reconocer la figura de Tito Conti. A este no le agradó que preguntara por quienes eran los familiares directos del niño. Se daba por supuesto. Eran todos muy conocidos en la ciudad. Qué afrenta. El patriarca tenía decidido acortar la ignorancia del sacerdote con un comentario cuando su hijo Francesco le hizo una advertencia.
– ¡Padre! Detrás de esas tumbas.
Varias figuras ataviadas con uniformes de camuflaje y con los rostros cubiertos por pasamontañas negras estaban poniéndose al cubierto detrás de las lápidas. Era un número cuantioso. No menos de diez. Armados con Kalashnikov. Y protegidos con chalecos antibalas. Apuntaron de manera indiscriminada sobre todos los comparecientes al entierro. Algunos de los hombres de Conti intentaron responder al fuego de los hierros, pero no iban correctamente equipados para la refriega. ¡Estaban celebrando un ritual de despedida! Los cuerpos fueron cayendo uno detrás de otro. Uno de los últimos en precipitarse sobre la hierba fue la figura preeminente de Tito Conti. Medio agonizando, pudo ver acercarse a su lado a Pietro Moblionne. Portaba una beretta sin silenciador.
– ¡Tú! ¡Cabrón! ¡Estás rompiendo las reglas! – gimió Tito entre estertores.
El Capo de la familia rival le apuntó a la sien y apretó el gatillo sin inmutarse. Una vez verificado que nadie quedaba con vida, ordenó a sus hombres replegarse.
Estaba feliz.
Había aniquilado al clan de Tito Conti por completo.
La treta del asesinato del pequeño Marcelo había salido a la perfección.
Ya no habría más competencia en la ciudad.
A partir de esta fecha, su familia era dueña y señora de los negocios ilegales de Boston.
Al carajo con las rancias normas de la mafia.
Lo importante era prevalecer sobre el resto.
Ni más ni menos…