Licantropía contenida.

El influjo que ejerce sobre mi es tan intenso,
nocivo y doloroso para quienes me rodean,
que me veo obligado a ser encadenado por mi mismo
en mi lecho de descanso nocturno.
Mi conciencia en infinidad de ocasiones se dirime entre incumplir la lógica
que contenga la ilógica de mi existencia
y el ansia de afrontar con total libertad la soledad y permisividad de la noche.
He de establecer una férrea disciplina en tales circunstancias,
pues si permito la libre evolución de mis sentimientos,
disfrutando de mi instinto primigenio salvaje,
volvería a causar desmanes irreparables como los que ya causara en el pasado.
Las fechorías cometidas en épocas tan lejanas quedaban camufladas por la más burda superstición
y la creencia en leyendas fantasiosas de los incultos lugareños.
Mientras las autoridades locales trataban de justificar mis arbitrarias matanzas,
nunca realizadas por un ser diabólico,
sino más bien por una bestia montaraz, salvaje y hambrienta,
a la cual habíase de abatir por los cazadores más avezados de aquellos tiempos pasados.
Jamás fui cazado.
Ni siquiera herido.
Conseguía eludir el cerco de mi propia destrucción.
Reconozco que entonces no contenía mi ímpetu sanguinario.
Más si hoy en día lo hago es por los avances tecnológicos implantados en la seguridad de las ciudades.
Las armas son otras, mucho más poderosas.
Quienes las portan están preparados para enfrentarse a mi poderío físico.
Y en cada rincón de cada calle, por mísera y abandonada que esté,
no es raro ver alguna cámara que pueda tomar detalle de mis ramalazos de locura lobuna.
Por ello me encadeno en las noches claras de luna llena.
Bramando la condena de mi maldición,
con las mandíbulas deformes apretadas contra la almohada, amortiguando los aullidos disconformes.
Me va en ello la existencia.
El no morir en mi desdoblada personalidad,
para vivir más tarde en la normalidad de un simple ser humano.


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