La desaparición de Robert Smith.

Robert Smith es un nombre ordinario. Los hay a miles en el país. Enchufas la radio, y en cualquier emisora hay un Robert Smith, o bien de comentarista de partidos de voleibol, o bien en forma de oyente insoportable narrando su lucha contra la pérdida de peso en una anatomía gordinflona de ciento cincuenta kilos. Enciendes la tele, y si ves un partido de la NBA, verás a un Robert Smith machacando una canasta en doble giro y con los ojos cerrados, o si cambias de canal, allí tendrás a Robert Smith pronosticando la nevada del milenio en Buffallo, estado de New York, y si decides darle de nuevo al mando a distancia, en el canal 125 está la comedia de situación de un actor llamado Robert Smith intentando desplumar un pavo en la noche de navidad sin conseguirlo, claro está. Y están los Robert Smith en la situación de vecino de la tercera planta, del Robert Smith carnicero en el supermercado nada más cruzar al otro lado de la calle, el Robert Smith taxista que te llevará de vuelta al trabajo y el Robert Smith vagabundo que extiende su sucia palma de la mano para pedirte un dólar para la cerveza del desayuno. En fin, que lo dicho, Robert Smith a tutiplén… Pero seguro que no hay ninguno que se supiese por Youtube que quedara succionado por el conducto de ventilación y permaneciera atrapado ahí dentro de por vida. ¿A que no?

Este Robert Smith es un tío con el que yo nunca había tenido trato alguno hasta el preciso instante de conocerle en las oficinas del edifico Independence, que es donde yo trabajo de lunes a sábado. No les doy mis datos, simplemente confórmense con saber que soy el vigilante nocturno del inmueble. Veinte plantas de altura. Catorce horas de turno interminable para acumular las suficientes horas para sumar 1500 dólares a fin de mes. Mi trabajo es sencillo. Controlar desde una pequeña zona habilitada para la seguridad cada uno de los accesos exteriores e interiores del edificio con una veintena de monitores en blanco y negro, además de una ronda por todas las plantas desde el último piso al sótano cada hora y media. Nada, que no se requiere estudios superiores para realizar este trabajo. Aparte de no dormirse, sólo se precisa algo de concentración y de interés por hacer las cosas como es debido. Volviendo al asunto que nos interesa, en una de esas noches recibí la visita ya anunciada por una nota de mi compañero del turno de día, donde se informaba de que un técnico de la empresa encargada del mantenimiento del aire acondicionado iba a pasar la noche revisando los conductos de ventilación de las oficinas de la decimocuarta planta. El individuo en cuestión era, ustedes ya lo han adivinado, Robert Smith. Este Robert Smith era de estatura media, delgaducha y bastante normalita. Ni guapo ni feo. Y era genuinamente norteamericano, que hoy en día lo más normal es encontrarte con un tío de Manchuria hablándote en ruso. La única conversación que tuvimos fue extremadamente larga y amena. Vamos, que casi duró dos minutos.
– Buenas noches, caballero. ¿El motivo de su visita?
– Soy el técnico de Calor Nunca en Verano, y vengo a inspeccionar la instalación de las oficinas de la planta catorce que ha debido de petar.
– En efecto, señor. Aquí tengo una nota que me avisa de su llegada. ¿Me dice su nombre, por favor?
– Robert Smith.
– Bien. Ya está usted introducido en la base de datos del ordenador. Aquí tiene la acreditación. Le doy la tarjeta verde número trece. Debe de llevarla siempre en lugar visible.
– Aunque no haya nadie más por aquí que nosotros dos en toda la jodida noche…
– Así es, señor. Y recuerde que antes de irse, debe entregarla aquí en seguridad.
– Hombre, no me voy a llevar esta tontería a casa.
– Que pase buena noche, señor.
– Ya. Si le llama a husmear en las secciones del aire acondicionado algo divertido, para usted el trabajo.
Y así acabó nuestra efímera amistad.
Robert Smith se dirigió a uno de los ascensores, entró y desapareció de mi presencia para… siempre.
Al menos por el momento.



Hay veces que uno le da vueltas a la cabeza sobre un tema en cuestión. Esto es muy susceptible de suceder en un tipo de trabajo tan rutinario como el mío, donde el sonido de las alas de una mosca en pleno vuelo parece una novedad súper interesante, y más si lo hace al lado de un micrófono encendido del sistema de la megafonía central del edificio.
En esas ocasiones suelo divagar acerca de la naturaleza predecible del ser humano. A fin de cuentas, la mayoría de nosotros presumimos de un ego propio al mismo nivel que si fuéramos emperadores romanos, cuando una simple gripe nos tumba a las primeras de cambio y nos da la sensación que entonces no valemos ni para prepararnos un caldo de pollo. Y no digamos los accidentes tontos, del todo fortuitos, que nos dejan con algún que otro hueso roto, eso en el mejor de los casos, que en el peor la palmamos y ya nadie se acuerda de nuestra fama elevada al cubo, ja ja.
Me imagino que Robert Smith hubiera estado de acuerdo conmigo en todo esto. Más a partir del instante en que contemplé por el monitor doce como se encaramaba en la escalera plegable para retirar una de las rejillas del conducto de ventilación de una de las oficinas del piso catorce. Se le veía muy hábil con el uso del destornillador. Tanto, que sin querer, consiguió desequilibrar la escalera, quedándose medio introducido en el hueco, con las piernas colgando de mala manera.
Pensé, este tío es más gilipollas, que si cambia de oficio y se mete a la política, se nos forra.
Cuando patalearon las piernas, y tiró la escalera, le pegué un buen puñetazo a la mesa. Demonios. Me obligaba a tener que subir a echarle una mano. Encima en el intermedio de una ronda recién vencida y la nueva por llegar.
Aparté mi sabroso emparedado de pavo con lechuga (estaba a régimen) y me desplacé hasta el ascensor. Cuando llegué al piso catorce, miré la hora en el reloj y asumí que el pobre desgraciado ya llevaba casi cinco minutos colgando como un pelele por la abertura del conducto de la ventilación. Si encima tenía claustrofobia, a lo mejor me lo encontraba en pleno ataque de histeria.
Corrí a buen paso para acortar el calvario del operario de la empresa de mantenimiento de la instalación del aire acondicionado. Con las prisas, me equivoqué de oficinas. En la segunda intentona, esta vez acertada del todo, nada más adentrarme pude ver la escalera tirada sobre la moqueta del suelo y el hueco vacío del conducto. El muy ladino había conseguido introducirse de alguna manera por la abertura, y debía de estar dentro del tramo del conducto de ventilación.
Me situé justo debajo, apartando la rejilla caída sobre el suelo con mi pie derecho.
– ¿Señor Smith? ¿Está bien? ¿Acaso necesita ayuda para salir de ahí adentro? – le pregunté.
Su contestación me llegó metalizada y alejada de aquella entrada, como si hubiera ido avanzando y estuviera en otro nivel de la instalación.
– Ayuda… – dijo.
“Dios… Necesito que me saque de aquí…
El tono fue decayendo, hasta quedarse en un murmullo casi inaudible.
– Esto, usted es el técnico. Ya me dirá en qué forma puedo serle de ayuda – le hablé en voz alta, haciendo bocina con mis manos para que así pudiera oírme.
En esta ocasión no me llegó su respuesta. Simplemente pude percibir un movimiento lejano sobre el metal del conducto. Seguido de un aviso en la central de alarmas. Al notar su cambio de posición en el interior, se había disparado una alarma volumétrica dada la sensibilidad de la misma. Tuve que dejarle para bajar deprisa y corriendo a las dependencias de seguridad para anular el falso aviso, evitando que viniera la policía en vano. Aunque bien pensado, como aquél inútil no consiguiera salir del interior del sistema de ventilación, no me quedaría otro remedio que recurrir a sus servicios. Y seguramente a los bomberos.
El panel de las alarmas está ubicado en la pared izquierda. Al teclear el código de anulación, me quedé mirando de frente al conjunto de monitores. Me llamó poderosamente la atención como en un bufete de abogados de la décima planta la rejilla del aire acondicionado caía de sopetón sobre una de los escritorios.
Naturalmente deduje que era Robert Smith, tratando de salir por ahí. Lo maldije mentalmente, y de nuevo me encaminé al ascensor con la intención de llegar al piso décimo.
Tardé poco más de cuatro minutos en adentrarme en las dependencias de Morrison&Duwards Lawyers. El impacto de la rejilla contra la madera de caoba de la mesa había dejado una marca que iba a requerir explicaciones en cuanto se abriera el edificio a las siete de la mañana. Aunque en ese momento, era lo de menos. Alcé el rostro hacia la abertura y pude ver la cara sucia y apurada del técnico.
– ¡Hombre! No sé cómo lo ha hecho, pero ha conseguido descender cuatro plantas por un recorrido angosto y estrecho en menos de diez minutos – le dije, sonriente.
El hombre no expresaba felicidad alguna.
Es más, sus ojos estaban casi fuera de las órbitas, con el ceño fruncido y los dientes apretados.
– No. No he sido yo… Hay algo… Que me está estirando… Oh, no…- Su rostro tenso fue sustituido por un gesto de dolor infinito. – Ah… Las piernas… Los brazos… El cuello… Me los está tensando… Como si fueran de plastilina… El dolor… Es inenarrable… Ayúdeme… Ayúdeme a acabar con este sufrimiento.
Entonces fue cuando saltó la alarma por segunda vez.
Miré a Robert Smith con cierta inquietud.
– Aguarde un poco. Tengo que bajar a silenciar el aviso de emergencia. Vuelvo enseguida y le ayudo a salir del conducto del aire – le dije, y me fui corriendo a toda pastilla.
Estaba tan nervioso, que bajé por las escaleras. El sonido de la alarma era estridente, con las luces de emergencia destellando en cada rellano. Cuando llegué abajo, introduje el código de desactivación por segunda vez. Las pantallas de los monitores estaban situadas al frente, y con consternación pude ver tres rejillas de ventilación tiradas por los suelos. Correspondían a las plantas decimonovena, undécima y quinta.
Lo más dantesco fue observar como por cada uno de los diferentes huecos de la ventilación asomaban de manera independiente una pierna, dos brazos y la cabeza de Robert Smith… En ese instante desde la quinta, donde asomaba parcialmente el rostro desencajado del técnico, su lengua se sacudió como una culebra, prorrumpiendo en un espeluznante berrido que pudo escucharse desde mi puesto de control.


Permanecí un buen rato sentado en mi puesto, sin capacidad de reacción. Contemplando fijamente los monitores, en un estado de shock. Pude ver cómo los miembros dejaron de moverse espasmódicamente pasados unos diez minutos, para luego ser recogidos hacia el interior de cada conducto.
Con manos temblorosas, llamé a urgencias, solicitando ayuda porque un técnico de mantenimiento acababa de tener un terrible accidente, quedando engullido por un tramo del sistema de ventilación central del edificio.
La policía llegó en menos de cinco minutos. Los bomberos en siete. Y todo cuanto puedo decir, es que pusieron todo su empeño en localizar el cuerpo de Robert Smith, guiándose por las grabaciones de las cintas de seguridad.
Tras dos días de intensa inspección, manteniendo el edificio acordonado y cerrado tanto al público como a los propios arrendatarios de las oficinas, se dio a Robert Smith por desaparecido en extrañas circunstancias. 
Obvio es decir que solicité un cambio de aires.
No me interesaba seguir mirando por los monitores las cámaras de vigilancia donde por última vez vi al señor Smith asomarse de manera simultánea desde distintas plantas del edificio.

2 comentarios en “La desaparición de Robert Smith.

  1. Gracias Ramón. La realidad es que este año casi no he escrito ya nada, asqueado ya mismo como escritor. Simplemente estoy revisando algunos y volviéndolos a publicar. Un fuerte saludo amigo y anticipadamente felices fiestas, aunque para mí desde hace cuatro años no significan nada.

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