El manjar de los Dioses (o la digestión de una nave espacial orgánica)


– Soy Dominique. Estoy cerca de la ciénaga pútrida, esperando que Harry logre escaquearse de parte de sus malditos quehaceres diarios en el castillo donde reside nuestro insoportable amo. Ya son las once de la noche. El cielo está nublado y el escenario está completamente a oscuras. Traía unas velas de sebo de dromedario herniado, pero me olvidé el mechero en la biblioteca cuando estaba quitándole el polvo a los Libros Malditos.
Oigo pasos chapoteantes. Debe de ser…
– ¡Buuuuuuh! ¡Vengo a zamparte! ¡Tiembla, humano debilucho!
– Harry. Tu actuación es lamentable. No consigues asustar ni a un político corrupto, tan de boga estos días, por cierto.
– La verdad, contigo me entretengo menos que con una muñeca hinchable. ¿Para qué me has citado en este lugar tan apartado y pestilente?
– Verás. La última vez que incorporé un relato de ciencia ficción, el señor Robert casi me rebana el cuello. “Este es el rincón del terror infinito”, me matizó. Para que no se entere, en esta ocasión leeré otro relato de ese género literario aquí, con tu presencia como oyente atento y cortés.
– No me lo puedo creer. Me haces dejar de limpiar los excrementos de las hienas, para pasar un frío del demonio en plena oscuridad y olfatenado los gases nocivos de la laguna. ¿Sabes lo que te digo?
– No.
– Que te escuche tu tía. Yo me vuelvo al castillo.

Una imagen recortadamente oscura y ampulosa…
Una luz pasajera.
Un estrépito, advenimiento de una posible calamidad igualmente estrepitosa.
Y después

después se restregó las comisuras de los ojos.
Mel Freeman jadeó convulsivamente, hinchándose como un sapo en periodo de celo, aspirando y soltando frenéticas bocanadas de aire. Su pecho saliente y corcovado subía y bajaba como una plancha de acero de una caldera vibrante cercana a estallar en su catártica explosión final. Volvió a frotarse con fuerza los ojos.
Afuera llovía con intensidad y la cortinilla de continuas gotas del tamaño de monedas de cinco centavos corría de izquierda a derecha en oblicuo sobre la luneta agrietada del parabrisas. El mecanismo del limpiaparabrisas continuaba conectado con las escobillas de goma negra puliendo la superficie del vidrio. La música del cantautor Joe Cocker fluía en oleadas de gran intensidad desde el radiocasete. También tenía encendida la luz interna del coche de quince vatios. Fue lo primero que hizo. Lo segundo permanecía en punto muerto. Lo tercero aún estaba por verse.
Freeman observó la luz cegadora que provenía de delante de él. Una luz que se difundía a través de las capas húmedas del aguacero cuyas gotas golpeaban sin cesar sobre el cuarteado cristal delantero. Además de esta intensísima luz, había otras dos más limitadas en su alcance, de menor fulgor, de tonalidad anaranjada y en cierto modo ejerciendo cierto magnetismo. Mirándolas a través del parabrisas fragmentado las luces parecían estar interrelacionadas entre sí; un punto anaranjado a cada lado y la luz llamativa y rabiosa en medio. Por su forma, a Freeman le recordaba a una luz de adorno navideño de considerable tamaño. Bueno, considerable, no. Mejor dicho, de monstruosa envergadura. Desde el interior de su climatizado y confortable “Shiruzuki K-79”, si de un vehículo de tracción a las cuatro ruedas se tratase, lo asociaría de inmediato con un descendiente del linaje de los “Range Rover”.
Sí, sin duda debía de tratarse de un “Range Rover” salvaje e indómito.
La tromba tamborileaba encima de la carrocería, y la más densa oscuridad rodeaba a ambos vehículos como una red de malla…, al menos en lo referente al “Shiruzuki”.
Freeman ojeó de izquierda a derecha, sin siquiera poder vislumbrar los contornos rectos y encajonados de los edificios cimentados a ambos flancos de la calle. No existían farolas o una derivación de alumbrado público y si la había, los vándalos del “guetto” más próximo habían dado buena cuenta de ella hasta dejarla inutilizada.
El “Tío Sam” saltó de un respingo acrobático desde su cesta de mimbre, maulló de forma bastante lacónica y se escurrió entre los dos asientos delanteros hasta posicionarse sobre el regazo de su amo. Sus bigotillos estaban tensos como si estuvieran medio congelados.
– Shss… Tranquilito, “Sam”. No pasa nada. Sólo ha sido un leve topetazo con un primerizo que venía en dirección contraria. Lo más seguro es que esté borracho como una cuba- le cuchicheó Freeman, haciéndole todo tipo de fiestas en el lomo y por debajo de la mandíbula.
El golpeteo sistemático de las escobillas del limpiaparabrisas empezaba a dejarle ligeramente amodorrado, haciendo que las ondas cerebrales disminuyeran en su capacidad de concentración. Tuvo que depositar al “Tío Sam” en el asiento contiguo antes de quedarse grogui.
“Unnnchainnnn myyyy heart…” – emergía desde la radio como si fuera el anuncio convincente del fin del mundo.
Freeman redujo el volumen de la radio, sacudiéndose la cabeza con ambas manos, alejando la modorra, reactivando la correcta circulación de las ondas cerebrales. Las extrañas luces parpadeaban a ciento veinte o ciento cincuenta centímetros del morro del “Shiruzuki”. La lluvia iba arreciando en su ímpetu. Era todo un clamor apocalíptico bullendo sobre las láminas de la carrocería como si se estuviera siendo atacado por las pelotas de goma sintética disparadas por los rifles antidisturbios de la brigada de Protección Civil. Ya habían transcurrido cinco largos minutos desde la inesperada colisión frontal. Nadie del vehículo agresor que le había embestido como si se estuvieran divirtiendo con cochecitos de autochoque en el parque de atracciones de Permouth había salido al exterior para justificarse o al menos dar las oportunas explicaciones. Tampoco se había congregado el típico círculo de curiosos incentivados por el gusto al morbo, y los agentes del tráfico parecían estar tocando las pelotas en cualquier otra parte de la ciudad menos en esa calle de mala muerte.
– Creo que voy a tener que ser yo quien de la cara.
Y eso a pesar de que era la víctima en el choque y no el culpable del mismo. Para colmo de males (por eso había ido retrasando la salida al exterior) no disponía ni de un impermeable ni de un triste paraguas que lo cobijara de la tremenda tormenta.
“LA HUMEDAD RELATIVA EN EL AIRE ES EN ESTOS MOMENTOS DE UN NOVENTA Y SIETE POR CIENTO. EL TERMÓMETRO REGISTRA UNA TEMPERATURA QUE OSCILA ENTRE LOS DIEZ GRADOS EN EL EXTRARRADIO DE LA CIUDAD Y LOS DOCE EN LA ZONA CENTRO…”– anunció con debilidad entre interferencias de estática la chica de la emisora sintonizada en la radiocasete “Sony Real Music FM/OM”.
– Hum – gruñó Freeman, descontento. Encima de mojarse, iba a pasar bastante frío.
Se volvió hacia atrás, reclinó el respaldo con una mano y forzando la columna vertebral, agarró la cesta del “Tío Sam”. Le quitó el mullido cojín de goma espuma. El minino lo miró con tristeza.
– Lo lamento, “Tío”, pero no me queda otra alternativa que servirme de tu cesta como una ocasional capucha.
Salió del automóvil cubriéndose la cabeza con la cesta de mimbre cerrando la puerta dejando el seguro puesto. Lo que caía del dosel ennegrecido era un aguacero impresionante, como si alguna deidad gregaria estuviese escurriendo un gigantesco paño empapado Allí Arriba en los templos celestiales del Olimpo.
“plat”, “plat”, “plataplat”
El corto paseo consistente en cinco zancadas amplias hasta alcanzar las inmediaciones del vehículo que le había embestido frontalmente lo dejó como una sopa, con la ropa chorreando y los zapatos de cuero inundados y dilatados al haber tenido que chapotear entre amplios charcos estancados. La lluvia crepitaba atronadoramente encima de sendas carrocerías pulidas y encima del pavimento alquitranado.
Freeman encendió la linterna de bolsillo. Pudo comprobar que los desperfectos ocasionados a su “Shiruzuki K-79” eran ínfimas minucias, casi una caricia amorosa, equiparado con lo que había temido encontrarse producto del fuerte impacto del choque. Aparte del cuarteamiento del parabrisas, las secuelas del accidente de tráfico se remitían al alzado del capó en unos dos centímetros donde debería quedar encajado y la marca de una abolladura en el centro del parachoques delantero, justo donde había puesto una pegatina ya semiborrada por el paso del tiempo que rezaba su devoción hacia los Dodgers.
– Perfecto – se dijo, algo más animado.
Entonces rememoró el impacto.
Todo fue tan súbito y poderoso que por unas centésimas de segundo se vio ya cruzando el mojón fronterizo allende la defenestración corporal acompañado en su fidelidad por el “Tío Sam” – lo de las siete vidas del gato era una pura patraña publicitaria para vender comida gatuna -, recibiendo la parte delantera del coche plegándose hacia adentro como un acordeón, aprisionándole entre un amasijo de hierros que transpiraban sangre, piel, miembros descoyuntados, huesos astillados y tripas de felino. Hasta juraría haber sentido con visos de realidad palpable como el tablero de instrucciones lo oprimía contra el respaldo de bolas relajantes del asiento como si hubiera sido embestido por un defensa de apertura de la NFL, con el volante aplastándole el tórax y con los cristales fragmentados del parabrisas lapidándole el rostro, engarzando en su carne como la cuchilla de un bisturí enloquecido, rajándole los músculos faciales con las tiras de piel cetrina colgando de la parte frontal de la calavera como el empapelado viejo y acartonado de la pared de un piso marginal de los suburbios, dejándole en ciertas zonas del cráneo el hueso blanquecino al descubierto, después ladeaba la cabeza hacia abajo en un movimiento reflejo y sus globos oculares se salían dantescamente desde las cuencas enrojecidas hasta sus muslos desgarrados. Entonces, es esas centésimas de segundo en que se vio adaptado y consolidado en el valle árido de la muerte, podado del árbol de la vida, no hizo más que parpadear varias veces y todo el interior del “Shiruzuki” le acogía en su rutina de todos los días.
Estaba vivo.
VIVO
Y el “Tío Sam” se lo confirmaba con un maullido taciturno encogido en su cestita.
Después, lo ya reseñado.
Freeman dejó de lado los contornos elegantes del “Shiruzuki” y se concentró en el otro vehículo. Dirigió el haz de luz cobriza de la linterna hacia su perímetro. Lo alumbró de lleno.
Se quedó sin aliento.
(Joder qué coche)
Las luces traseras se apagaban y se encendían de forma discontinua. Bañaron su rostro en combinaciones discotequeras anaranjadas. Giró la linterna en círculos y fue iluminando varias zonas del coche. Cuando se dio de cuenta de qué se trataba, la apagó y se recostó contra el capó levemente alzado del “Shiruzuki”. La lluvia regó su rostro vuelto hacia el cielo encapotado.
Y cuando una puerta susurrante inició su abertura lateral hacia el exterior, se le cortó la respiración.
El vehículo en cuestión era un
era un
“ovni”.
Un inquietante “Objeto Volador No Identificado”.
De eso no cabía la menor duda.
El “ovni” estaba invitándole con sutileza a que se aventurase en sus entrañas. La forma de maquinilla de afeitar eléctrica le vino a la cabeza del mismo modo que se manifestaba la sensación inherente al dolor cuando se deja arrimar la yema de un dedo cualquiera a la llama de un cirio. Era de diseño metalúrgico, algo rectangular, con su supuesta parte delantera algo más estrecha que la cola, salpicado por las lucecillas eslabonadas en singulares figuras geométricas que parecían haber sido trazadas por un compás poco común, carente de ventanillas o escotillas de ningún tipo, disponible de tan solo de la puerta deslizante que se había perfilado segundos antes. Casi parecía el anuncio callejero de una “SkinShave Extra”, psicodélico, que aún a pesar de no encajar en la armonía del distrito marginal en que estaba estratégicamente emplazado, si que estaba lo suficientemente dispuesto a llamar la atención en el logro de conseguir un incremento de ventas en el supermercado de la esquina. Un anuncio en tres dimensiones. Descomunal. Atractivo. Sugerente.
“Aquí me tienen. Una vez en sus manos, el afeitado será tan perfecto
que su piel ni lo notará. “- parecía estar divulgando a los cuatro vientos.

“Entra”
“Que entres”
“Entraaa…”

No podía ser posible.
Era un susurro razonablemente humano.
Inteligible.
Accesible al intelecto de un terrícola medio.
Comprensible.
Correctamente articulado.
Le estaba instando a que entrase.
– No puede ser posible. Aún estoy acusando el golpe. Debo de estar medio aturdido. Soñando despierto. Alucinando… Esto no es una nave interestelar… Es un “Silver Rover” robado. El tío que se lo birló a algún ingenuo se largó por patas nada más colisionar conmigo temeroso de ser presa fácil para la policía adscrita a este distrito.
Entornó los ojos, tratando de transformar ese objeto reluciente y bruñido de apariencia extravagante en un “Silver Rover” valorado en ochenta mil dólares. Las pupilas eran meras líneas horizontales como las de un reptil.
El “ovni” seguía siendo un “ovni”.
El proceso mental de metamorfosis fue un rotundo fracaso.

“Entraaa”
“Sé mío…”
“Te necesito”

– Noo
La voz sonaba seductora. Por unos breves instantes parecía hasta casi genuinamente femenina. Dios, debía de ser un delirio erótico. No podía haber una marciana ahí dentro, deseosa de tener un buen polvo. Con ganas de mantener una pasajera relación libidinosa con un terrícola antes de proseguir en su ruta hasta el planeta rojo, verde, azul o de dónde fuese la tía.
No solo era quimérico, es que no era razonable. NI creíble. Ni siquiera mal encajado en el argumento más pésimo de una película de ciencia ficción de serie “Z”. Sin embargo…

“Ansío tenerte…”
“desde siempre”
“mío”
“formaríamos un sólo cuerpo”

Freeman
(el Freeman Mente)
quería permanecer a varios metros del “ovni”,
pero el Freeman “físico”
(el Anatómico)
ansiaba en correr con el riesgo.
Tenía sed.
Se le había despertado el apetito carnal.
El Freeman Anatómico quería arrastrarse por el suelo como un vil lagarto, reptar ante esa cascada de palabras hechizantes.
Haría cualquier cosa.
Entraría en esa extraña
(“Cuna del Amor”)
nave espacial, y si acaso hubiese una extraterrestre predispuesta, la poseería con todo su ardor aunque fuese amorfa y blanda como una cartilaginosa medusa de mar y dispusiese de diez ojos de estructura simple como los ocelos de los insectos.

“Ven”
“VEN…”
“Te necesito con urgencia”

La pierna derecha de Freeman dio un paso complaciente hacia delante.
– Noo – (gritó el Freeman Mente).
Luego dio otro.
En diez segundos distaba medio metro escaso de la compuerta.
Se veía encaminándose
(el Freeman cachondo)
sin que
(el Freeman Mente)
pudiera hacer nada al respecto, hacia la abertura ovalada del acceso al interior de la nave.
– Noo

“Te necesito…”

La pierna diestra cruzó bajo el umbral metalizado, siguiéndole la izquierda con la masa de su cuerpo.
Cuando quiso echarse atrás, rectificar,
(que el Freeman Mente le ganase la partida al Freeman Lujurioso)
la compuerta se cerró.
Una luz cegadora como de diez faros costeros le rodeó similar a una redada policial en pleno intercambio de drogas y dinero negro. Apenas pudo recaer en el asfixiante compartimento en que había quedado definitivamente confinado. Instantes después vio los colmillos de acero, enormes como lápidas y cortantes como los filos de mil guadañas recién pulidas.
Los reflectores reflejaron su imagen petrificada en la superficie del acero.
– ¡NOOO!
Las mandíbulas se cerraron sobre él como si fuera una mosca atrapada por una planta carnívora, destrozándole en el acto la columna vertebral, inutilizando la médula espinal, dejándole paralítico y cercano al encefalograma plano.
– uuuuuuuuu
En tres masticaciones, los músculos, tejidos, ligamentos, tendones, armazón óseo, tuétano y entrañas quedaron reducidos a enormes bolos alimenticios, toscos y sangrantes como unas gigantescas albóndigas, que perfectamente rociados con los jugos gástricos, fueron descendiendo paulatinamente
“Glup”, “Glup”
por un largo y acanalado conducto que ejercía las funciones de esófago, que los conduciría hacia el depósito del combustible de la nave.

El único tripulante de la nave, un enano cabezón embutido en un traje espacial de silicona negro equipado con tubos respiratorios y acolchado frontal anticompresor, pulsó el botón verde del mando a distancia. Se dejó percibir el susurrar mecánico de una abertura oval en el costado izquierdo de la nave orgánica. El tripulante entró, con la compuerta cerrándose a su espalda. Se acomodó en el asiento de fijación regulable, adoptando la postura más adecuada frente al complejo tablero de mandos de la nave. La luz verde que irradiaban los instrumentos tiñó su rostro enorme, donde destacaban dos enormes ojos frente a una nariz y una boca pequeña. Se puso a observar de modo impasible el nivel del depósito del combustible.
Los músculos de sus finos labios se relajaron.
Perfecto. Estaba lleno. A rebosar.
La nave ya estaba convenientemente alimentada hasta la próxima escala en la galaxia de Andrómeda. Una vez allí se detendría a repostar en el planeta Urzac, conocida como “La tierra de los Esclavos”, donde se haría con los servicios de un par de insurrectos que servirían más adelante a la nave como un aperitivo frugal en la continuación del regreso hasta su planeta de origen.
La nave se elevó en vertical levitando a diez metros de altura en el aire, y en completo y amortajado silencio, inyectó los propulsores traseros. En menos de diez segundos logró alcanzar la velocidad de la luz surcando el firmamento como una estrella fugaz en un escorzo diagonal. Cuando hubo abandonado la atmósfera de la Tierra, en los límites de la Exosfera, evitando colisionar contra los satélites artificiales y los meteoritos desbocados, se dispuso a iniciar la trayectoria hacia su querida Andrómeda.
Andrómeda.
Allí donde las naves orgánicas se repostaban con carne,
donde los dioses eran una pura farsa.

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