No es el momento

– ¡Por orden del señor jerifalte del castillo más infame de Transilvania, se procede hoy mismo a la publicación de un nuevo relato de horror y miedo más espantoso que pueda uno leer en una librería de quinta fila!
Dominique…
– ¿Sí, mi amo?
Lo tuyo no es la finura.
– Bueno, la realidad es que dejé la escuela en segundo de EGB.
Claro, a tan tierna edad, ni te aguantaban los profesores.
– Más o menos. Cuando desapareció la segunda maestra y el director, dedujeron que yo tuve algo que ver.
Hum… Interesante. Ya se qué hacer cuando me visite nuevamente el inspector de hacienda…

Todo lo que sabía es que el diminutivo de su nombre era Ted. Era un tipo de unos cuarenta años. Con avanzada calvicie y entrado en carnes. Llevaba una de esas tiendas franquicia de venta de artículos baratos y de baja calidad, la mayoría procedentes de Asia. La tienda estaba abierta de lunes a sábado. El tal Ted atendía al público en turno partido, ayudado por un chico de unos veinte años al que le pagaría un sueldo de risa. Normalmente, el empleado abandonaba la tienda a las siete y media de la tarde, mientras su jefe se quedaba una media hora más haciendo caja. Para las ocho abandonaba el sitio día tras día. Menos en una ocasión al mes. Solía suceder en la última semana del mismo. Un jueves o un viernes. Ted permanecía hasta casi la una de la mañana. Llegada tal hora, cerraba la puerta y se marchaba a su casa. Un hecho del todo inusual.
Algo se cocía ahí dentro cuando el dueño permanecía tanto rato. En su momento, barajó la posibilidad de que estuviera haciendo el inventario mensual. Esto quedó descartado cuando una tarde vio al ayudante en un bar que este frecuentaba. Le invitó a unas cervezas, y como tal cosa, se lo sonsacó. El muchacho le dijo sin malicia que los inventarios eran semanales, en cada sábado, por eso cerraban en dicho día una hora y media antes. Satisfecho por haber conseguido la información que le faltaba, llevó adelante sus planes.
Disponía de una pistola bastante vieja y en mal estado. Y por mucho que revisó en su piso, tan sólo pudo encontrar dos balas. No le dio mucha importancia. Con mostrar el arma, el pobrecito Ted le daría toda la pasta que tendría guardada en su negocio de todo a cinco dólares.
Ese viernes de la última semana del mes de agosto, aguardó al término de la jornada laboral del único empleado. Dejó pasar una hora y media, y sobre las nueve de la noche, cuando la oscuridad ya era absoluta, y cerciorándose de la ausencia de personas por las cercanías de la calle, se aproximó a la puerta de la tienda. Con una pericia destacable, forzó la cerradura con una ganzúa. Comprobó con cierta perplejidad que el confiado Ted no había echado el cerrojo, y tan campante, se coló en su interior, ajustando la hoja de la puerta lo más silenciosamente posible.
El local estaba iluminado a media luz. Estuvo quieto, expectante, en una zona de sombras, pegado a una estantería repleta de juguetes infantiles. No tardó en percibir una tos procedente del mostrador donde se atendía a la clientela. Fue avanzando lo más sigiloso posible, portando la pistola en la mano derecha. Al llegar frente a la caja registradora, no encontró al dueño. Rodeando el mostrador, había una puerta que debía conducir al despacho u oficina de Ted. Y desde ahí le llegó otra tos seca.
No hizo caso a la caja registradora. Primero tenía que someter a Ted. Intuía que debía de guardar algo interesante en su local, aparte de la recaudación del día. Se plantó bajo del dintel de la entrada al cuarto. El interior estaba a oscuras.
Ted percibió la intrusión del extraño.
Este también sintió la respiración acelerada del tendero. Parecía jadear presuroso. Como con cierta dificultad.
– ¿Qué hace aquí, insensato? – le preguntó Ted, desde la nada.
Sonrió y amartilló la pistola, presto por si hiciese falta disparar.
– Nada, Ted. Me preguntaba el motivo por el cual te encierras aquí a solas unas cuantas horas una vez al mes. Se sale de lo habitual. A lo mejor tienes alguna especie de tesoro escondido que está pidiendo ser compartido con otra persona.
– Te doy cinco segundos para que te marches por donde has venido. Luego no respondo de mis actos – le dijo Ted, con voz apremiante, en vez de amenazante.
– Anda. Déjate de frases hechas y sal de tu oficina. Tienes que decirme unas cuantas cosas. Y te aseguro que las conseguiré, bien por las buenas, bien por las malas. Tú decides.
Ted resollaba con fuerza. Se percibió un crujido de huesos.
– ¡Botarate! ¡Te estoy diciendo que no es el momento!
– Que salgas. Si no, voy a empezar a disparar al buen tuntún ahí dentro. Puede que te de en una pierna, o en la tripa, tú mismo.
– ¿Quieres que salga, eh? – la voz de Ted cambió su tono. Parecía pertenecer a otra persona.
Se le borró la sonrisa de los labios al instante.
Algo se le echó encima surgiendo desde la oscuridad, tumbándole de espaldas. Perdió de inmediato el control de la pistola. Echado sobre su pecho estaba Ted…
Completamente desnudo.
Con la piel cayéndosele a tiras.
Por los orificios de los ojos al igual que por los oídos le surgían largas lenguas reptilianas. El rostro deformado, surcado de venas grises hinchadas. Gruñía.
– ¡La Virgen! ¿Qué eres? – atinó a gritar, horrorizado.
Aquella criatura infernal separó sus mandíbulas, mostrándole tres lenguas reptilianas. Ya no estaba capacitada para pronunciar frase alguna. Al menos en esa fase de metamorfosis.
El asaltante fue fácilmente aniquilado. Una vez muerto, la personalidad desdoblada de Ted se dispuso a alimentarse del cadáver caliente. Comió frenéticamente, de vez en cuando alzando la brutal cabeza, y aunque estaba ciega, las lenguas rastreaban los alrededores, tratando de identificar la cercanía de algún depredador rival…
Pero lógicamente, estaba a salvo de toda competencia.
Y hacía tanto tiempo que no se alimentaba en su estado de transformación actual. Llevaba unos cuantos años controlándose. Conocía la fecha, la hora del mes en que se convertía en aquello. Por ello no abandonaba la tienda antes de la una de la madrugada. Para que su mujer y sus hijos no vieran la terrible maldición que acosaba a su estirpe desde la edad media…

18 comentarios en “No es el momento

  1. Vaya, vaya.. el señor ladrón se lo buscó! Por otra parte hay que tener en cuenta que Ted era bastante considerado, al ocultarse para que nadie viera su transformación :PSaludos mi amo.

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  2. Quien come a un ladrón… tiene… menuda sobredosis de calorías.Tendrían que difundir relatos como éstos en las cárceles como método de reinserción de ladrones.Qué buen oficio tienes, RobertUn saludo.

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  3. Gracias, Marga. Eres la mar de valiente al atreverte a visitar los vericuetos de mi castillo del demonio, ja ja. Bastante da para atrás ver a los feos de la servidumbre…- ¡Señor, se está propasando usted!¡A callar, que para algo me debeis obediencia plena! Así, da gusto lo rápido que cumplen mis mandatos.Y para mi ilustre invitada, un besote y que pases un comienzo de semana de lo más “asustadizo”, ja ja, es broma.:)

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  4. Muy buenas, señor Fernando. Recomiendo encarecidamente no consumir a un ladrón en ayunas, que luego te pasas una semana repitiendo como un pepino, je je.Donde esté una tarta de chocolate, que se quite este tipo de alimentación sobredimensionada (de cara a la báscula, aunque la tarta igualmente engorda una barbaridad).Un fuerte abrazo y hasta la próxima visita, compañero. 🙂

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  5. La maldición de los Mr. Hyde eternos. Robert, me has quitado las ganas de salir de casa a partir de las diez de la noche. Por si acaso…El miedo me está limitando mi vida. ¡No puede ser!.Gruñones saludos y que la semana te sea tétrica para parir engendros.

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  6. …menudo relato¡…estupendo¡ Me ha gustado mucho esta historia de Ted y su “metamorfosis”. Buen detalle, el de Ted, para salvaguardar a su familia, del animal que llevaba dentro. Saludos cordiales.

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  7. Hola, Anrafera. El muchachote tiene el detallazo de evitar que su familia se entere de lo bestia y feo que puede llegar a ser de vez en cuando. Eso está bien. Lo malo es que cuando alguien le incordia, se lo zampa, ja ja.Un saludo cordial, compañero. 🙂

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  8. Gracias por la visita, Andri Alba.Recibir nuevos invitados es lo que más agradece el anfitrión de este lugar tan pavoroso.Recibe un fuerte abrazo. Las puertas quedan abiertas para futuras visitas, siempre y cuando no te asuste lo suficiente como para no hacerte volver.:)

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