Locura infernal

Domingo y último día del mes de febrero. Estoy en la privacidad de mi despacho revisando un relato cuando recibo la visita más desesperante del día. Gurmesindo. Mi sobrino. Un solete de crío, más repelente que un gurú espiritual intentando convencer a mi servidumbre de adoptar una nueva creencia religiosa pagana. Buf.
– Hola, tío. ¿Qué estás haciendo? ¿Escribiendo un rollazo de los tuyos?
Niño, vete a jugar con Dominique. Ahora estoy a punto de pulir esta historia de argumento irracional.
– Dominique está encerrado en su dormitorio con sus sombras.
Pues vete a ayudarle a Bogus Bogus con la preparación de la comida.
– Tu cocinero es malo y grosero. Cada vez que me ve, me arroja un pulpo congelado a la cabeza.
Tienes a Harry…
– Me aburre dar de comer a tus miserables bichos. Y el tío es un muermo. No hace más que pucheros desde que la parienta lo mandó a paseo.
¡Vale, Gurmesindo! ¡Vete! Me estás impacientando con tu repetitiva presencia cuando me pongo a escribir.
– Dame algo de dinero para chuches y me piro.
Toma un céntimo.
– O me das diez euros o tendrás que verme dando botes a lo tonto encima de tu piano.
¡Demonios! Eres una criatura luciferina de lo más terca. Toma el dinero de tu dichoso chantaje y lárgate de una vez.
– ¡Adiós, tío! ¡Y que el relato te salga infumable!
Criajo miserable. Sus padres le están malcriando demasiado, y luego lo pagamos los parientes… Miserias del mundo.

Albert Belt se dirigió a grandes pasos uniformes hacia el cuarto de baño familiar. Pulsó el interruptor que revitalizaba el tubo fluorescente del techo, tipo circular, y se plantó en las narices de la pila del lavabo. Abrió la llave de paso del grifo con los dos pulgares redondeados como la cabeza de un martillo de bola, enjuagándose las manos y el rostro gratinado y granujiento de acné con un trapo sucio de franela que más bien pudiera pasar por la frazada del gato. El trapo, ensebado con los potingues cosméticos de la señora Fox, descasaba replegado justo debajo de la tubería del desagüe del lavabo. Esta carencia de pulcritud en otros tiempos le hubiera repugnado, pero su pusilánime aprensión remilgada quedó contenidamente aparcada en el garaje del subsuelo de su hemisferio izquierdo, toda vez que lo esencialmente importante consistía en conseguir que su tez y su piel lechosa se liberase de la capa de sangre que le recubría en forma de lunares caprichosos de tonalidades bermellones.
Al terminar de asearse, abandonó el cubículo de azulejos malva, encaminándose hacia el dormitorio situado al final del corredor de paredes color crema pastelera. Cruzó por la jamba, afrontando la oscuridad palpitante del interior con tanta torpeza, que se llevó por delante una diminuta mecedora, atropelló el “Bambi” de tamaño real, levantó una de las esquinas de la alfombra irlandesa, trazando medio giro en el aire, palmoteando en busca de poder asirse a algún saliente salvador, cayendo fulminantemente de bruces justo al lado de la camita cuna adornada con los habitantes del Mundo Disney. Se incorporó a medias pernoctando en su aturdimiento, se sacudió la cabeza para verificar si todo permanecía en su sitio, aguardó unos segundos a que los ojos se adaptasen a la penumbra, hasta encontrar los contornos rectos de la lámpara nocturna situada encima del centro de una mesa rinconera mejicana. Se arrastró hacia ella, sorteando los objetos derribados en la consumación de su cabriola circense, acuclillándose sobre sus talones. Encendió la tulipa de tela morada salpicada de siluetas deslucidas de los Picapiedra. Sonrió cansinamente a Pedro, a la vez que le daba las buenas noches a su adorada Wilma. Acto seguido se puso de pie y se miró en el espejo ovalado de cuerpo entero adosado a un armario ropero de un respetable tamaño.
Primero de frente, más tarde medio de espaldas, para finalmente observarse de perfil. De inmediato se desposeyó de la camisa hawaiana. Los lamparones que la adornaban no podían pasar por manchas de Ketchup. Era notorio que era sangre. Por lo demás no había ningún rastro de ella adherida en todo el resto de su anatomía, las muñecas, el cuello y menos apelmazado entre las raíces de su tupé vanguardista; ni sobre su camiseta de tirantes de algodón ni sobre sus vaqueros “shorts” de color caqui.
“Esto va sobre ruedas” – afirmó introvertidamente, esbozando una alucinante sonrisa de oreja a oreja, quedándosele remarcados los hoyuelos de las comisuras de los labios.
En efecto, para sus pretensiones nefandas, todo le había salido a las mil maravillas.
La hora intempestiva.
La soledad del momento.
La nula resistencia de la víctima.
Dios Santísimo, si encima los propios padres de Henry le habían allanado el camino al escogerle como su canguro particular…
Aunque a fuerza de ser sinceros, habría que reconocer cabalmente que fue Albert Belt en persona quien se ofreció como tal, demostrando un gran interés y derrochando litros de dosis de convicción, granjeándose la simpatía de la pareja, facilitando con ello que le pusieran al cuidado del simpaticón y regordete retoño.
– Esténse tranquilos. Disfruten de la velada en el “Regardiè”. Dispongo de toda la noche libre – les había dicho.
Cierto.
Completamente fidedigno en su declaración de principios. La noche era enteramente suya.
Quiso persuadir a los Fox sobre la idea loable pero innecesaria de querer recompensarle con una escueta cantidad monetaria en virtud de las horas que iba a derrochar en la vigilancia del sueño de Henry.
– No hay porqué.
– Venga. Venga. Quédeselo – insistió el señor Fox, estrujándole el billete negro de diez dólares, donde Hamilton era un mero busto sin rostro reconocible.
Albert contempló el viejo billete, seguramente emitido en la década de los cincuenta, aunque mirase donde mirase, no constaba la fecha de emisión.
– Si no hace falta. Con que me presten una vieja revista del “People”.
– Como quiera…
Antes de que Robert Fox cambiase de intenciones altruistas, Albert se lo resguardó en el bolsillo trasero de los “shorts” estilo André Agassi en su época de tenista profesional.
Diez miserables dólares casi caducados.
No era mucho dinero – en efecto NO LO ERA -, pero ellos adujeron prosaicamente que como el pequeñuelo apenas tenía un año de constantes vitales, no tendría mucho trabajo que lo empalagase. ¿Qué tipo de trabajo llevadero? Lo típico relacionado con estos casos de abandono infantil: cambiar los pañales nada más apreciar un cierto tufillo agridulce en el ambiente de la sala, aplicarle polvos de talco “Johnsson´s” en el culito terso, darle el biberón de leche templada al “Bourbon”, y antes de ponerle a dormir con el perro Snoopy, entonarle una serenata atosigante de gallos destemplados, engarzando de carrerilla con la escena estelar y truculenta de la noche, el seccionamiento de su cuello uniforme con el cuchillo eléctrico. ¡Sencillísimo, colegas de la morgue!

– Adiós, “zampullín” nuestro – el señor Fox le frotaba la barriguita siempre antes de salir de casa.
Al bebé, nunca hacía tal cosa con Albert.
Y el bebé, en este caso despidiéndose de mamá, decía:
– Gu – gu.
– Diles adiós a tus papaítos, Henry – le susurraba Albert al oído, sosteniéndole en volandas, viendo congratulado como los Fox bajaban por las escaleras del rellano.
“Diles otra vez “gu – gu”, Henry…
– Gu – gu.
– … porque ya no los verás más.

Albert Belt cumplió recientemente la mayoría de edad otorgada legalmente al estado de Nueva York. La efemérides de sus veintiún primaveras daban por cobijo a un maníaco de estimable graduación etílica. Un breve pero esclarecedor recordatorio de su feliz infancia hasta el momento presente sería tal como sigue.
Al poco de aprender las funciones motrices, caminando erguido como la mayoría insigne de los bípedos mamíferos de alto coeficiente de inteligencia, empezó a sobresalir aventajadamente mostrando sus destrezas. En un principio sintió una especial predilección por morder a diestro y siniestro, y practicando para perfeccionar su estilo en búsqueda de la dentellada perfecta, se cebó con los muñequitos de peluche del entorno familiar de “Winnie the pooh”, interesándose paulatinamente por las protuberancias faciales de los seres MÁS ALTOS, allegados íntimos del “zampullín” Albert, despuntando parcialmente la nariz de su progenitor de un mordisco canibalesco y arrancando de cuajo el lóbulo de la oreja derecha de su santa madre. Tratado bajo un estudio exhaustivo por parte de un pediatra licenciado en Vancouver, este a su vez asesorado por la vasta experiencia de un especialista en los trastornos infantiles de ascendencia chipriota, fue de cierto modo enderezado en los subsiguientes años, hasta que la curvatura del gráfico de su estabilidad mental llegó a ser tan inestable, que terminaría por explotar como un neumático Dunlop al rajarse con la punta de un cristal a doscientos por hora. Las consecuencias fueron absolutamente desastrosas para él, para la familia que le arropaba y por qué no airearlo, para la entera seguridad del Mundo Moderno.
A la edad de diez años se vio súbitamente impelido a empujar un carrito de supermercado atestado de compras pendiente abajo por una calle de dos direcciones para alegría de los talleres mecánicos de los seguros de los coches implicados en el desastre, repitiendo el hecho un poco después, con la salvedad de que en esa ocasión lo que arrojó cuesta abajo se remitiría a una silleta de bebé con el infante correspondiente “al volante”. Fue internado en un reformatorio estatal durante un año bisiesto. Nuevamente en la calle, a los quince años asaltó con unas podaderas de setos un banco agrícola, destrozó una cabina telefónica adaptada a las condiciones de los minusválidos en silla de ruedas y fue asistiendo a las clases de la escuela primaria dos días salteados a la semana. A los dieciséis golpeó con una barra de hierro oxidado a una anciana en el pie aquejado de un ataque efectivo de gota, y achicharró las inexistentes vellosidades del brazo de un niño monaguillo de la iglesia de Saint Merrick con la colilla humeante de un cigarro puro habano. A los diecisiete se vio impulsado por una fuerza externa cuasi mística a maltratar a la profesora de Ciencias con un pollo de goma. Fue por consiguiente expulsado a perpetuidad del colegio. Prendió fuego a un buzón de correos y repateó a base de bien la mascota en forma de iguana de una tortillera cegatona. A los dieciocho se declaró ateo confeso, renegando de la religión protestante. Adoptó tendencias radicales y de signo xenófobas, y para mayor vergüenza, oprobio y escarnio de sus legítimos padres (por si todo lo anterior no hubiera bastado ya para haberle aislado eternamente del hogar paterno), dejó entrever que sus inclinaciones sexuales se iban encauzando hacia el territorio prohibido y depravado de la zoofilia, lo que representaría la definitiva ruptura del nexo familiar.
Era incompatible con ellos.
No había santa forma de que le “comprendieran”.
“Están chapados a la antigua. Ellos fueron educados convencionalmente. Lo cual les hace creer a ciegas en el binomio heterosexual “hombre-mujer”.”
La disyuntiva de tener que elegir entre ellos y sus tendencias perniciosas fue tomada con la abrupta brusquedad de un tosco leñador canadiense al talar un abeto centenario. El día que quedará inexorablemente marcado con hierro candente en los anales de la historia contemporánea americana, Albert se vio sorprendido en la intimidad de su dormitorio por la ilegítima intromisión de su padre, aún a pesar de haber colocado el evasivo letrerito de “PROHIBÍDO EL PASO A EXTRAÑOS, Y MUCHO MENOS A LOS CONOCIDOS”.
– ¿Se puede saber qué demonios estás haciendo, desvergonzado? En nuestra casa no tolero a ninguna de tus amiguitas mini falderas que se pasan todo el día fumando mariguana barata de contrabando… – le espetó el pobre hombre aún sometido a la cordura.
Se arrimó colérico a la cama, tironeó de la manta y la sábana…, y observó, primero estupefacto y después descompuesto, como además de la presencia en cueros vivos lógica de su hijo, acompañándole no estaba la esperada amiguita medio hippie.
No, no, noooo…
Ni tampoco se vaya a pensar desaprensivamente que le hacía compañía a su hijo una “loca” vodevilera.
No, nooo…
Colmándole de atenciones terrenales, bufando y gruñendo como un poseso, estaba la traza y figura primitiva de un primate. Su hijo agnóstico, militante activo de la facción fascista de “Los Hijos de Goering”, se lo estaba pasando de lo lindo con un chimpancé tirititero. El muy majadero estaba encima tan pancho, exhibiendo esa sonrisilla libidinosa.
– Pecador.
“PECADOR. Has vendido tu alma al diablo. Deseas arder en el infierno como una tea de pez.
– Bueno, qué se le va a hacer, tronco… Al menos, ya lo sabes de una puta vez…
Su padre, indignado ante tamaño dislate, no tardó en abalanzarse sobre el bicho peludo, agarrándole por la carne consumida de los omoplatos, para seguidamente arrojarlo por el hueco de la ventana abierta (vivían en un décimo piso), contemplando satisfecho la defenestración del mono.
Desde abajo llegaría la voz deformada y airada del vecino del quinto derecha, que a todas horas solía presumir de las prestaciones de su “Mercedes Black Shield”:
– ¡MI COCHE!
“Pero… Pero…
“¿Pero QUÉ le han hecho al techo de mi coche? ¿Y QUÉ COÑO ES ESTE MANOJO DE PELLEJO Y DE PELOS MARRÓNCEOS?
Su padre se volvió hacia su primogénito, sonriendo gélidamente:
– Ahora llega tu turno, Hijo de Satán.
Sin retardar más su aseveración, agarró el bate de béisbol de los Cardinals y se dispuso a calentarle las nalgas y las costillas flotantes de su hijo a base de bien.
La tremenda y brutal paliza – el bate acabó astillado – no le haría de trastocar sus gustos singulares. ODIABA poderosamente a las mujeres y a los niños pequeños. Sentía una terrible, inalienable y cada vez más creciente fobia en contra de todos ellos.

– Henry bien que lo sabe. Vaya, vaya si lo sabe. Ju-ju-ju… – murmuró Albert, acompañado de una débil carcajada.

Al día siguiente de la tunda maderera, decidió dejar el hogar familiar antes de que ellos le echaran a patada limpia, alquilando un piso en un edificio franco de la calle Denford, en una de las arterias cavas de Manhattan Sur. El alquiler era aparentemente asequible para su debilitada economía: ciento veinte dólares semanales. Claro que así era el piso: treinta metros cuadrados de cómodo espacio, saturado de humedad, goteras flemáticas y cañerías flatulentas. Dormitorio polifuncional. Podías hacer en él de todo: desde dormir a pierna suelta, cocinar el rancho, saltar a la comba con la cadenilla de la cisterna del inodoro, contemplar embobado la televisión empotrada en la pared, leer una de las revistas porno del revistero, hasta admirar la panorámica de la bahía subido encima del borde de la cornisa de la ventana emulando el poderío de un Tarzán urbano, todo ello salpimentado con la elevada fauna consistente en unas cucarachas del tamaño de un alpargata, las termitas devoradoras de la madera del ascensor, las polillas del armario ropero y las moscardas invasoras de la boñiga del perro del rinconcillo del rellano, cerca de la salida de incendios, que por cierto estaba atrancada con un par de maderos claveteados. El dinero lo extraía de sus menguados ahorros personales, más la suma pecuniaria obtenida de la ejecución de insignificantes trabajillos como el actual de niñero “degolla gallinitas”.
En una de esas ocupaciones laborales, llegaría a ejercer de profesor de inglés básico particular de una damisela italiana de buena cuna. Harto de recibir chismorreos por parte del mayordomo de la familia acerca de las bonanzas físicas de las cuales gozaba la exuberante ragazza, resolvió comprobarlo en el mismo estadio de los Yankees y no a través de la retransmisión televisiva de la CBS. Armándose de valor machista, y con ausencia de premeditación (los ataques de furia incontrolable no partían de él, sino de su Alter Ego psicosomático), intentó en vano consumar en una fría tarde de otoño el acto heroico de sajar en una ablación eufemística uno de los pezoncillos respingones de la joven con la intervención decisoria de una cuchilla de afeitar de filo mellado y semi oxidado, sorprendiéndola enmarañada entre los brazos de su amante secreto, envuelta entre los velos condensados del vapor emergente de la pera de la ducha. Por extraño que pudiera parecer, ninguno de los implicados en el ataque quiso atreverse a denunciarle.
“Quizás influyera el condicionante de que descubriera sus sentimientos más desaforados” – intuyó en su momento, sucumbiendo ante la chica universitaria que satisfacía los impulsos lúbricos de la latina, rogándole encarecidamente para que no difundiera la primicia a una revista sensacionalista, estableciendo el acuerdo que ellas dos harían la vista gorda sobre su acometida sádica con cuchilla de afeitar en ristre. Finalmente optó por dejar el empleo repelido por la imagen desasosegante de la ducha. Una relación “mujer-mujer” le producía urticaria en la espalda.
Tras andar divagando por aquí y por allí sobre su futuro contractual, lograría establecerse con un empleo en principio definitivo. Se trataba de la multinacional de reparto SOID. Le ofertaban 400 dólares semanales limpios de polvo y paja. El trabajo consistía en llevar el reparto de un volumen de libros en una furgoneta similar a las que conducían los carteros rurales. Los ejemplares al parecer destilaban religiosidad fanática por los cuatro costados, toda vez que figuraba impreso en cada una de las perceptivas portadas una estilizada cruz con el Dador de Vida y Esperanza clavado sumisamente. Lo estrambótico, peculiar y novedoso estribaba en que la susodicha cruz estuviera editada bocabajo, con El Salvador grotescamente invertido como los palos de golf en su bolsa de piel de vaca, enarbolando una sonrisa caricaturesca cercana al disfrute del tormento que le fue impuesto por los romanos. Albert pasaría por alto esta particularidad obscena, dedicándose a su labor de repartirlos por toda Manhattan.
Un día le llamó el Jefe de la Sección Sur.
– Quiero que me hagas un trabajito, Belt – le dijo. – Ganarás una cantidad respetable en dinero negro por ello.
– ¿No tendré que repetir el Juramento Apócrifo, verdad? Es desagradable que te pinchen los brazos y las piernas con alfileres de tricotar, como si fueras el muñeco de cera de una bruja de Salem.
– No habrá repetición de fidelidad infinita, Belt.
– Entonces no tengo nada que objetar.
El Jefe le estuvo observando mientras cargaba el furgón con las cajas que contenían el lote de libros de la cruz invertida.
– Cuando termines de introducir toda la mercancía en la furgoneta, pásate por mi despacho.
– De acuerdo, Jefe.
Y continuó acumulando las cajas en la parte posterior del vehículo.
Cuando hubo acabado, se acercó a la oficina del Jefe, interesándose por el asunto.
Querían un niño precoz.
Un ejemplar que no superase los dos años de edad.
Dos mil quinientos dólares sellarían el pacto, mil por adelantado.
Ese fue el motivo principal por el cual había aceptado los diez míseros dólares de la familia Fox. Los Fox residían en el apartamento contiguo al suyo. Los veía todas las mañanas y todas las tardes. A Robert Fox en sus idas y venidas del empleo de fontanero por cuenta propia. A Susana Fox yendo y viniendo de compras, tirando arduamente de la silleta de mecano tubo de Henry. Atento al crujir de los zapatos y al taconeo presuroso. Escrutando a través de la mirilla indiscreta de la puerta, atento al gorjeante “gu – gu” expectorado por la cosilla sonrosada embutida en su pijama de pana.

– SOID necesita un niño, Belt – le hizo saber el día anterior su superior.
– ¿Un… niño?
“¿Para qué coño necesita un niño? – inquirió Albert, mostrándose intrigado hasta los huesos.
– No puedo comunicártelo. Es…”confidencial”.
– Ya sabes de sobra que puedes confiar en mí.
El Jefe de la Sección Sur se rascó su protuberante nariz verrugosa. Tras unos efímeros segundos de indecisión, reconvino en matizar tenuemente los detalles:
– Verás, Belt. Lo necesitamos estrictamente para los fines del… accionista principal de la empresa. Requiere un primerizo con urgencia. SOID lo reclama en las condiciones estipuladas en la última reunión de autos.
– Comprendo.
“Lo sintonizo.
“Y, ¡cojones! Alucino. Sois en realidad una secta – Albert estaba a favor de la fomentación e implantación de todo tipo de creencia flipante. Le encantaba cómo confundían a la juventud…
El Jefe dio un sonoro puñetazo encima del escritorio de su despacho. Se le tensaron la mayoría de los músculos del rostro. Enarcó las recias cejas, llevándose uno de los lapiceros del cubilete a la boca, mordisqueando el borde.
– Belt, “lea mis labios”…
“SOMOS mucho más que una simple y mediocre secta del carajo. Significamos mucho más.
“Infinitamente más.
Farfullando entre dientes, partió el lápiz justo por el centro con el apoyo de un dedo anular.
Albert se encorvó como un sauce llorón, reculando la vista hasta las punteras de sus zapatillas deportivas. Tragó saliva.
“glup”
Había herido a su Jefe de sección con su bochornosa apreciación personal.
Por extensible, había herido e irritado a SOID.
“No – noo.”
“Pero QUÉ TORPE SOY. QUÉ TORPE…”
Destrozado y deshonrado por la frescura aldeana de su lengua viperina, recogió el rabo entre las piernas igual que un zorro apaleado en las cercanías de una granja avícola, cabizbajo en su retirada. Pero su Jefe aún debía de comunicarle otra cosa antes de que ahuecase el ala. La postdata de la misiva papal. Lo fundamental del encargo.
– Belt, el niño ha de ser entregado con vida. SOID es muy exigente al respecto. Ha de estar vivo.
“V -I- V – O.
Estaba bien explícito que si no cumplía con este condicionante, todo lo demás resultaría baldío. No valdría para nada. Equivaldría a CERO. NULIDAD ABSOLUTA.

“¡Cristo!” – bramó Albert para sus adentros.
Corrió alocadamente por el pasillo central, dirigiéndose hacia la sala de estar.
La cuna de mimbre estaba ensangrentada, al igual que el parque donde acostumbraba el pequeñuelo a jugar con sus juguetes de peluche cuando sus padres estaban atendiendo los quehaceres de la vida adulta.
Desvió su atención desquiciada hacia el lugar evocador donde reposaba el cuerpo inánime de Henry. Parecía estar dormitando angelicalmente, recogidito encima de la alfombra étnica amerindia que cubría el parqué flotante del suelo.
Estaba tan natural en la pose, encantador…
Cuan lastimoso era que le faltase la linda cabecita.
– Madre mía… ¿Dónde está su cabeza?
“¿DÓNDE? – gritó Albert, crispado.
El infante proseguía tumbado sobre el suelo, despatarrado y remojado sobre un charquito de sangre que iniciaba ya su proceso natural de coagulación, como si fuese una hogaza de pan tierno en un bol que contuviese leche cremosa.
– ¡Su cabezaaa…! – berreó Albert, mesándose los cabellos ensortijados.
Buscó por toda la estancia, incidiendo en los lugares más recónditos, pero la preciosa y diminuta cabecita no aparecía por ninguna parte.
Salió de la salita empleando solemnes zancadas de grulla, con el sudor corriéndole por la frente ceñuda y por las piernas peludas. No tenía más remedio que revisar todo el apartamento a conciencia, habitación por habitación.
Para desesperación suya, comprobaba exaltado que lo que más anhelaba hallar no se encontraba en el fondo desinfectado del cubo de la basura de la cocina. Tampoco estaba encima del televisor del dormitorio del matrimonio Fox, ni dentro del espectral lecho marino del acuario de peces plateados de la biblioteca. Ni tan siquiera se guarecía en el interior del congelador del frigorífico.
– ¡LA CABEZA! – aulló en una letanía escandalosa.
– ¿Se quiere callar de una vez? – le llegó el ruego del vecino del piso superior.
– ¡ES QUE BUSCO UNA CABEZA, JODER!
– ¡Que se calle, tío impresentable!
– ¡CABEZAAA…!
– ¡QUE CIERRE LA BOCA DE UNA VEZ, DESGRACIADO, O LLAMO A LA POLICÍA!
– ¡Ahh…!
Retornó a la sala de estar. Lo que quedaba del chavalín seguía rebozado en el charco de sangre. Albert se aproximó al cuerpo decapitado, se arrodilló encima de la alfombra empapada, sujetando la manita derecha del niño entre sus dos manazas.
– ¡Bastardo! Dime dónde está tu condenada cocorota. ¿Dónde?
“¡Venga! Dímelo… – masculló enfurecido, agitando el cuerpo inerte de Henry arriba y abajo como si estuviera ondeando una bandera nacional en la quinta avenida durante la celebración del cuatro de julio.
En ese preciso instante de desenfreno irracional, se le iluminó la mente con la potencia energética de un faro costero.
Recordaba.
Rememoraba los hechos acaecidos media hora antes.
Todo afluía a su conciencia con la pureza de un río serpenteante y contaminado por la evacuación química de una central nuclear.
– Si. Eso es. Ya te tengo.
Dejó caer el cuerpo maltrecho dentro de la cuna, para salir del salón y precipitarse como una flecha de cerbatana hacia la despensa.
Revisó entre los estantes…, y ahí estaba.
La cabeza de Henry Fox dormitaba solazmente dentro de una olla a presión.

“SOID LO REQUIERE CON VIDA, BELT”
“VIVO. ¿ME ENTIENDES?”
“LO QUIERE CON EL CORAZÓN PALPITANTE”
“NOS LO EXIGE…”
“VIVO”
“V – I – V – O”

Ese era el requisito que le había impuesto el Jefe de la Sección Sur de Manhattan.
Las frases perseverantes revoloteaban dentro de su cráneo de cavernícola como una bandada de gorriones errantes por entre las bóvedas ruinosas de una iglesia abandonada, produciéndole una infernal jaqueca. La migraña sólo remitiría si preparaba una tortilla de cuatro huevos de avestruz, aderezada aromáticamente con un frasco de pastillas masticables “Bayer”.
– Ya sé. Sé cómo solucionar este entuerto – se dijo, sonriendo aun a pesar del dolor de cabeza.
Rebuscando en la cesta de costura de la señora Fox se esmeró en dar con una aguja y su correspondiente carrete de hilo.

El Jefe de la Sección Sur de Manhattan se vio en la obligación plausible de despachar con rigurosidad ejemplarizante al subordinado logístico nº 245768/ZAB, conocido por Albert Belt, empleando para tal contingencia cinco balazos en la perforación del bajo vientre.
Mohamed Al-Sir, el subordinado infiltrado nº 245690/ZFR, un enorme afroamericano de dos metros de estatura y ataviado con indumentaria marinera – aún estaba de servicio, cumpliendo con la Patria -, entró en el despacho para llevarse el cadáver mientras su Superior Jerárquico desenroscaba el silenciador de la “Mauser”. Una vez guardado el arma en uno de los cajones de doble fondo del escritorio, se dejó repantigar contra el respaldo de su sillón de cuero negro.
Estaba muy contrariado. Sobre todo enfadado. Pero que muy, muy cabreado.
Para desahogarse de la bilis aglutinada en su interior efervescente, recurrió a la tradición de blasfemar tres veces seguidas en alto, sin importarle que se le oyese con nitidez al otro lado de la puerta.
¡Dita sea!
SOID no recibiría el niño.
SOID iba a encolerizarse por la falta del sacrificio quincenal.
Y al no poder consumarse este, RODARÍAN CABEZAS.
SOID no iba a contentarse simplemente con la aplicación de un leve tirón de orejas.
No – no – noo…
El Jefe de la Sección Sur consolidó su mirada vidriosa por segunda vez en el absurdo y aberrante objeto traído por Albert. La “cosa” permanecía tirada en el suelo de mala manera.

– Aquí tiene el niñato, Jefe.
“Edad de la ofrenda: quince meses – le había dicho el subordinado nº245768/ZAB, para terminar agregando: – Y no se crea que por su aparente fragilidad externa denote su inactividad operativa. Para que vea, está más vivo que “Bugs Bunny”.

El estúpido e incompetente de Albert había recurrido a la unión de la cabeza de un niño – en este caso el de Henry Fox – con el cuerpo de un muñeco robot que funcionaba a pilas, mediante la aplicación de unos cuantos zurcidos insustanciales. Había sustituido la pella del muñeco andarín por la cabeza del niño gorjeante.

Uno de los dedos ásperos de Albert apretó el resorte digital que existía en la espalda del muñeco, cercano a la rabadilla. Este emitió un zumbido, empezando a moverse pesadamente como un elefante reumático, haciéndole concebir ciertas esperanzas de éxito.
Un pasito
Dos pasitos
Tres
Y la cabeza de Henry se soltó de sus costuras, rodando por el suelo como si fuera un melón en oferta.
– ¿Sabe lo que le digo, Belt?
– No, Jefe.
– Afortunadamente para el porvenir artístico de los mentores de “Bugs Bunny”, este sólo es un personaje de dibujos animados.
– No puede ser cierto. Si el otro día le vi en Macy´s obsequiando a la chiquillería con caramelos y globitos de aluminio…
Albert vio como su Jefe extraía la “Mauser” de uno de los cajones del escritorio.
– Belt, ¿qué es lo que estoy empuñando en estos instantes?
– Una pistola, Jefe.
– ¿Y qué crees que voy a hacer con ella?
Belt se quedó pensativo.
– Recastañas… Pues encenderse un puro. He visto un par de encendedores similares al suyo.
– Demonios, Belt, que hasta en los preámbulos de tu muerte me tengas que salir con una sandez.
Sin esperar a más, vació el cargador en el abdomen liso de Albert Belt.

Definitivamente, SOID iba a enojarse con la Sección Sur.

Al día siguiente, la Sección Sur de Manhattan desapareció del mapa como si nunca antes hubiese existido.

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