Un corte de pelo definitivo

Hum… Este Harry le veo un poco descuidado en su aspecto externo.
¡Dominique!
– ¿Diga?, mi amo.
El nuevo empleado precisa de un buen corte de pelo. Fíjese en sus greñas. Parece casi un mamut.
– Del todo de acuerdo, señor. Pero decirle que tijeras no tengo. Las últimas se le rompieron a Bogus Bogus descuartizando al perezoso que está cocinando para la invitada especial Nikitta, de Holocausto Español.
¡Cómo! Ese cocinero es demasiado rudo. Voy a tener que rebajarle más el salario.
En fin. Hágase con las podaderas de jardinería. Servirán igualmente.
Ahora que ya se va mi mayordomo, les dejo que lean con plena concentración los renglones torcidos de mi siguiente relato.

Marjorie escrutó con sus ojos castaños la sala de estar. Como había previsto, su hijo Jim estaba allí echado de lado sobre la alfombra de lana echándole un amplio vistazo, al parecer por la amplitud de su sonrisa satisfecha, con entera dedicación a las fotos más picantes de una revista play boy.
Jim era el hijo único de la familia Levinson, con diecisiete años recién estrenados la semana pasada. Como tantos otros golfillos de su misma edad pertenecientes a una condición social y económica por encima de la clase media acomodada, pasaba más tiempo interesado en vestir a la última moda, acudiendo el fin de semana al polideportivo para disfrutar viendo una nueva victoria de su equipo favorito de balonmano, llamado este “Los Ociosos”, jugando una partida de billar americano en el Teodoro´s Bar y entreteniéndose con algunos amigos en la búsqueda de alguna extraña criatura de melena larga y luciendo buen tipo con minifaldas sugerentes.
Su madre se acercó en completo silencio hasta situarse detrás del sofá. Erguida desde su porte pudo observar a su hijo ofreciéndole la espalda. El ruido característico producido al pasar la hoja pegajosa de una revista indecente la hizo de fruncir el ceño, disgustada. Agraviada por la frescura de Jim, tosió a propósito, haciéndole reaccionar, volviendo su cabeza hacia el origen del sonido seco, dejando momentáneamente en el olvido la revista apartada encima de la mesilla de vidrio situado entre el sofá y su cuerpo.
– ¿Qué quieres, mamá? ¿No ves que me encuentro muy atareado? – preguntó con sorna.
Marjorie rodeó el sofá y la mesilla situándose frente a su hijo. Se puso de cuclillas, alargando la mano derecha para tocarle el pelo castaño que le llegaba hasta los hombros.
– ¿No crees, Jimmy, que ya va siendo hora que te des una vuelta por la barbería? Que yo sepa, no estamos viviendo en plena jungla, ni yo poseo el espíritu aventurero de Jane. Eso sí, verte con esta pelambrera me pone en la inmensa duda si en vez de estar criando a un muchacho rebelde, estamos intentando domesticar en vano a la mona esa que siempre acompaña a Tarzán.
– Chita, madre – Jim guiñó su ojo derecho con desdén.
– Eso. La mona Chita – Marjorie permaneció pensativa unos segundos, como si su mente estuviera distraída por culpa de la interrupción de Jim. Tras morderse una uña, pudo recobrar el hilo de la conversación: – Volviendo al asunto relacionado con tu querida mata de pelo, si todavía te das prisa, puedes llegar a tiempo antes de que cierren la barbería. Así para cuando hayas vuelto, tu padre ya habrá regresado de la reunión que está manteniendo con los directivos de la constructora Purvis Ltd. A la vez yo aprovecharé para visitar el supermercado y hacer unas compras de última hora.
“Cuando tu padre te vea con otro aspecto diametralmente opuesto al que exhibes ahora, seguro que se quedará asombrado y feliz de poder reconocerte por fin como su hijo legítimo.
Jim se removió con desgana sobre la alfombra, quedándose sentado con las piernas extendidas y las manos apoyadas en el suelo. Miró a su madre, e intentando expresar una seriedad de la que carecía, dijo:
– Con una condición innegociable. Me pagas tú el corte. Yo estoy sin blanca desde ayer, en que me gasté mi último dólar.
– Claro, Jimmy. Ya te lo pagaré gustosa. Pero a ver si ahorras, hijo, en vez de dilapidar la paga semanal en bebidas, cigarrillos y revistas pornográficas. Realmente, no entiendo cómo tu padre te permite comprarlas. Tu nivel intelectual no se verá incrementado, como no sea que algunas preguntas correspondientes a tu examen de anatomía humana se refieran a las cualidades físicas de las chicas de Penthouse.
– No es que haya ningún truco raro, mamá. Simplemente que papá también las revisa de vez en cuando. Si no me crees, ve a curiosear en los cajones del escritorio de su despacho. Te aseguro que te llevarás una sorpresa descomunal, ja ja – Jim repitió el guiño con el ojo derecho.
Marjorie emitió un sintomático bufido y se puso de pie. Se acercó a su bolso que estaba sobre uno de los brazos del sofá y buscó su billetera. No tardó nada en ofrecerle un billete seminuevo de veinte dólares.
– No tengo billetes más pequeños. Arréglatelas con este, pero el cambio me lo devuelves, que se que te sobrarán unos cuantos dólares. Nada de gastarlo… – su madre esbozó una amplia mueca burlona. – Nada de gastarlo en un crecepelo de los que anuncian en la tele, ¿de acuerdo?
Jim se guardó para sus adentros la observación acerca de la escasa vis cómica de su madre.
Simplemente respondió:
– Si. Claro, madre. Yo soy de fiar.

Jim se puso con bastante desgana la cazadora de cuero negro que adquirió en el período de una campaña publicitaria televisiva de la marca irlandesa Dublin Design, saliendo de casa.
Aunque ya era ciertamente mayor, la idea de ir de excursión a la barbería no le gustaba ni un “pelo”. Recordaba con cierta tristeza la visita más reciente hace cosa de cinco meses. Su soberbia melena sufrió tal ataque virulento por parte del barbero y de sus diabólicas tijeras, obligándole en el mes siguiente a tener que llevar puesta sobre la cocorota una gorra de béisbol de los New York Yankees para de ese modo evitar ser el hazmerreír del colegio.
Aparte de este factor psicológico y de autoestima muy fundamental, odiaba la barbería por el dueño de la misma. Este era muy amigo de su padre, al que tuvo el placer de conocer cuando visitó un bloque de edificios viejos y en estado de ruina que iban a ser derribados para luego aprovechar el solar con la construcción de una estructura de oficinas. Decir que en uno de aquellos pisos decrépitos vivía por aquel entonces el peluquero y su familia, llegados desde la distante Albania. Jim nunca llegó a entender cómo llegarían a entablar una amistad que aún perduraba. Este amigo de su padre, llamado Ivanias Tonkeski, tenía la inveterada costumbre de hablar hasta por los codos, dándole la pelmada explicándole los pormenores de por qué había huido de Albania hacía veinte años. Que si había participado en manifestaciones en contra de la dictadura, formando barricadas en las calles más céntricas de Tirana, lanzando cócteles molotov a los carros blindados, escupiendo directamente en la cara a más de un soldado represor, golpeando con palos con clavos en la punta a los cuartos traseros de la caballería montada antidisturbios, y más patrañas por el estilo, que finalmente culminaría en su fuga atravesando media Europa hasta poder obtener el visado de entrada en los Estados Unidos con toda su familia como refugiado político. Pero Tonkeski no era la gota que colmaba el vaso de la paciencia de Jim siempre que este frecuentaba su negocio. Uno de los refranes que solía recitar el bueno del señor Ivanias era el referido a que cada idiota tiene un semejante que le supera en estupidez. El barbero tenía como semejante a Andrea Kostas Papanolekospoulos, griego de nacimiento. Este, con la excusa de querer ayudar en la barbería realizando la ardua labor de barrer con la escoba el pelo que caía al suelo procedente de las cabezas de la clientela, aprovechaba para largarles mil y una historias referidas a sus ancestros, a su país de origen, a su equipo favorito de baloncesto, el Aris de Salónica donde jugaban el dueto mágico formado por Gallis y Yianakkis, y como no, realzando las virtudes del yogur griego. En fin, era una máquina parlante, tan perfecta, que no necesitaba uso de que le dieran cuerda.
Lentamente y sin pausa, Jim se encaminaba a su destino final. Cruzó en diagonal la calle Denford, dirigiéndose hacia la Seven Tigers. Apresuró un poco el paso dejando detrás de si los números pares de varios portales. Transcurridos escasos segundos se quedó frente a la puerta de la famosa barbería “Ivanias Ton.”. Se rió al pensar que el hombre estaba gordo, pero en absoluto pesaba una tonelada.
Su sonrisa desapareció al instante.
El local estaba cerrado.
Un cartelito colgado al otro lado del cristal de la puerta lo decía bien a las claras.
Jim masculló unas palabras ofensivas, añadiendo un violento porrazo a la puerta con el puño cerrado de la mano derecha. El vidrio aguantó impertérrito el impacto, mientras la piel de los nudillos se levantó levemente. Jim volvió a soltar una palabra malsonante, y hubiera persistido con una lista entera emulando a la de la compra de su madre en el Wallmart si no hubiera sido por la interrupción de la voz pastosa que escuchó a la altura de su nuca.
– ¿Desea el señorito pasar una apacible noche en una celda dotada de un catre duro y un inodoro sin asiento donde poder sentarse para aliviarse los intestinos? Además disfrutarías con la panorámica estrellada. Decirte que las estrellas las verías por los efectos de mi porra en tu mollera de grillo, hijo.
Jim se dio la vuelta adoptando una pose de rebeldía juvenil, encontrándose ante el respetable cumplidor de la ley en el barrio donde residía, el agente Spity (cumplidor de que se hubiera abolido la ley seca, ja ja). En realidad se trataba de un idota presuntuoso que solo alcanzaba a rebasar con la ayuda de alguna influencia familiar la estatura mínima exigida para ingresar en el cuerpo de la policía local. La fisionomía de Spity se complementaba con una respetable barriga motivada por los ingentes filetes de ternera masticados e ingeridos y la cantidad ilimitada de cerveza trasegada a lo largo de los años como cliente asiduo de la taberna Luna Pálida.
El buen hombre daba vueltas a su porra, mostrando su amarillenta y desigual dentadura al advertir que el granuja mal hablante que estaba arremetiendo contra la propiedad privada de Tonkeski, era Jim Levinson.
– Vaya. Si eres tú. Ciertamente con esa pinta que llevas es fácil confundirte desde la distancia con un drogadicto – hizo pasar levemente la porra por encima de la poblada cabellera del muchacho. – Vienes a darte una buena rapada, ¿no, Jim? Pues el local está cerrado.
– Ya lo veo. Tengo ojos y también se leer – respondió Jim con acritud.
– Tonkeski está de luto. Su mujer murió esta madrugada. De un ataque fulminante al corazón.
Spity apartó la porra y la guardó en el cinto de su uniforme. Apuntó con el dedo índice de la mano izquierda hacia el sombrío semblante de Jim.
– Tendrás que cortártelo otro día, chaval. Si, otro día. Mira que tienes mala suerte. Por fin que te has decidido a venir, el bueno de Tonkeski no está por la labor de trabajar hoy. Bueno, a ti te dará igual que esté cerrada. Daría el coste de una velada en una pizzería italiana a que no tenías ni pizca de ganas de ver cómo el barbero iba a tener que recurrir a unas podaderas para dejarte medio decente. Pero como tu mamaíta te habrá obligado bajo la condición de no dejarte ver el capítulo especial de Tom y Jerry, no te quedó otra, eh, niño.
Jim dirigió una mirada devastadora a Spity. Apretó con fuerza sus puños, sintiendo un ligero dolor motivado por la incrustación de las uñas de los dedos en la piel de las palmas de las manos.
– Oye, bobo – explotó. – Si llevo de esta guisa el pelo es porque me da la real gana. ¿Entendido, sapo tripudo?
Spity se indignó al oír el último calificativo peyorativo dado por Jim. Apretó los dientes, asiendo al joven por los hombros, y empleando toda su fuerza, lo sacudió de lado a lado.
– Mira, maldito melenudo de mierda. No te detengo por ser tu padre un pedazo de pan, pero te aseguro…, pero que bien asegurado, que pronto tendrás noticias mías de una forma u otra. Verás qué noticias – dicho esto, lo soltó con brusquedad, marchándose del lugar a paso lento y bamboleante.
Jim escupió una flema en el suelo. Se quedó ahí de pie hasta sosegarse un poco. Enrabietado, dirigió su mirada hacia el cartelito del cierre de la barbería.
La palabra remarcada en letras mayúsculas continuaba desafiándole.
Entonces Jim lo tuvo claro.
Decidió ir en busca de otra barbería que estuviera abierta a esas horas.
Simplemente era
cuestión de orgullo.

Jim estuvo durante veinte minutos recorriendo la zona a paso casi de legionario en busca de una barbería que estuviera abierta a esas horas. Cuando ya empezaba a notar el cansancio propio de la trotina dispensada a sus piernas y tenía la intención de emprender el camino de regreso a casa, divisó una peculiar callejuela, la cual se cruzaba con parte de la calle Deskale. Se acercó hasta la entrada. Desde la acera alcanzaba a ver a lo lejos un cilindro en posición vertical común en muchas de las tradicionales barberías el cual utilizaban a modo de llamativo reclamo. Se lo estuvo pensando durante bastante rato si era conveniente o no intentar cometer la heroicidad de llegar hasta el local. Desde luego el ecosistema particular de la callejuela no ofrecía ningún tipo de garantía. Comenzando por la fauna local en forma de prostitutas parlanchinas y escandalosas, los drogadictos bajo los efectos del crack y los mendigos simulando dolencias físicas para conseguir unas míseras monedas de un centavo, pasando por el estado lamentable del asfalto, de las aceras y los edificios en general: todo era desolador.
Las fachadas de los inmuebles ofrecían innumerables desconchados y grietas ramificadas por todas las superficies como si recientemente se hubiera padecido los efectos de un terremoto de cierta entidad en la escala de Richter. De los alféizares de cada vivienda pendían tres o cuatro cuerdas mal tensadas utilizadas para tender prendas de ropa hechas harapos y empapadas, sin ni siquiera haber sido escurridas a mano: al permanecer continuamente en la sombra y sin un soplo de aire eficaz, tardarían una eternidad en secarse. Otras ventanas tenían las persianas de listones de madera bajadas del todo, como si los propietarios de los pisos tratasen de quedarse aislados del mundo que les rodeaba. Las bolsas de basura, cajas de embalaje vacías y demás restos escatológicos aparecían esparcidos por doquier. El olor era excesivamente penetrante y húmedo. Y las personas que deambulaban por ahí se lanzaban gritos e imprecaciones unas a otras en una lengua desconocida para el chico.
Al final Jim salió de su indecisión inicial, decidido a intentarlo. Al fin y al cabo, había una compensación materialista relacionado directamente con el corte del pelo. Al tratarse de una peluquería miserable, el coste del mismo iba a resultarle más barato. Calculó que por lo menos podría llegar a ahorrarse dos o tres dólares (dinero que no llegaría a ver su madre cuando le entregara los cambios, je, je).
Se internó con paso ligero y decidido por la jungla decadente de la callejuela. Mientras recorría el camino en dirección hacia la susodicha barbería, le llamó la atención que ninguno de los extraños lugareños se percatase o incomodase por su presencia en su especie de territorio comanche. Le resultaba perturbador que nadie le molestase, dada su impecable vestimenta y su peinado estilo Beatles. Sólo le faltaba llevar un cartelito que pusiera: “soy un hijo de papá con veinte pavos en el bolsillo”.
Sin dejar de vigilar de tanto en tanto sus espaldas, consiguió presentarse ante su objetivo final.
Ahí lo tenía bien en frente de las narices.
La dichosa barbería.
¡Pero qué barbería!
Su aspecto exterior era mucho peor que el ofrecido por los edificios colindantes. La fachada estaba por completo deslustrada, con impresionantes desconchados. El famoso cilindro de barbería con sus espirales rojas y blancas estaba mugriento por el conjunto del polvo grisáceo y los excrementos de insectos y deyecciones de los pájaros. Ambas lunas de los escaparates tenían los cristales en tal estado de opacidad que le imposibilitaba la visibilidad del interior del local. Arriba, sobre la marquesina, figuraba el cartel con luces de neón fundidas, formando el nombre del local:
“El Corte Definitivo”.
– Venga ya. Lo que es definitivo es el cierre de semejante antro – se dijo Jim, cariacontecido por la segunda decepción consecutiva de la tarde.
Hay ocasiones en que uno nunca debe rendirse a las primeras de cambio.
Un cartelito ubicado al otro lado del cristal de la puerta atrajo la atención del muchacho. El vidrio estaba completamente sucio, menos una zona ovalada como si alguien hubiese pasado un trapo por dentro y así facilitar la presencia de la frase
“El negocio está: ABIERTO”
hacia el exterior de la calle.
Jim giró la cabeza instintivamente, ligeramente nervioso, mirando a todas partes para asegurarse que nadie le estaba prestando algún tipo de atención. Al comprobar que ninguno de los residentes sentía curiosidad por su presencia, empujó con fuerza la puerta hacia adentro. Esta cedió enseguida, sin ponerle ningún tipo de traba. Tampoco emitió el sonido desagradable de los chirridos de las bisagras oxidadas por el paso del tiempo, cosa típica en otras puertas incluso en mejores condiciones que la de la barbería. A la vista de Jim se mostró el reino de la oscuridad y el abandono, personificada en las penumbras y el olor penetrante a cerrado del interior de la estancia, donde dos telarañas situadas en ambos ángulos superiores del marco de la puerta de entrada parecían tributarle la bienvenida nada más pasar su cabeza por debajo de ellas.
Jim vaciló un instante, el necesario para que la puerta se cerrase impulsado por una corriente de aire nociva y altamente fétida, dándole casi en las narices. Dio un paso atrás, con el susto metido en el cuerpo. Nuevamente se puso a observar en su derredor si alguien se había fijado en el incidente.
Al parecer esa panda de inadaptados no poseía ni pizca de curiosidad, o si la tenían, se tomaban la molestia de disimularla.
Jim se percató de la tremenda discusión dialéctica que cinco prostitutas mantenían en las inmediaciones de un portal cercano. Un poco más alejados de donde estaban las chicas de la calle, un grupillo de hombres de tez morena canturreaban en un idioma que Jim creyó que era una mezcla de portugués y español. Otros desconocidos charlaban animadamente cerca del umbral de una taberna mientras que un par de ancianos emulaban a la famosa y estereotipada imagen de los mejicanos de las películas del oeste, dormitando sobre la sucia y fría acera.
Pero nadie prestaba atención en el joven melenudo que estaba metiendo las narices donde no debía.
Jim se desentendió de la gente que pululaba por la calle, volviendo a empujar la puerta. En esta ocasión no perdió el tiempo meditando lo que iba a hacer a continuación, introduciéndose en un santiamén en el interior de la barbería.

La negrura encontrada era similar a la hallada en una cueva, haciéndole casi tropezar y perder el equilibrio por mediación de un objeto situado en el suelo. Jim tanteó cerca del marco de la entrada para averiguar dónde se encontraba el interruptor de la luz. Tras unas cuantas intentonas fallidas, dio con un pulsador y lo apretó, ansioso. Seguidamente una tenue luz amarillenta iluminó la barbería. Halló telarañas por doquier, una notoria capa de polvo sobre el suelo con huellas de pisadas ajenas a las suyas, el techo completamente agrietado y con la pintura levantada. Resumiendo, todo era un lamentable estado de abandono, algo previsible ya observada la apariencia externa del local.
En un momento dado, Jim bajó su mirada hacia el suelo para descubrir la cosa con que había estado en un tris de trastabillarse…, quedándose perplejo al comprobar que era una cabeza cortada de tajo en un estado avanzado de descomposición. Jim se acercó despacio, paso a paso, como temiendo que la cabeza echara a rodar de repente. A la vez que avanzaba hacia ella, iba dejando huellas sucesivas de las suelas de sus zapatillas deportivas sobre la capa de polvo que recubría el suelo. Desde su altura, sin necesidad de agacharse, pudo ver con repugnancia como una infinidad de moscas revestían las zonas aún carnosas, recorriéndolas compulsivamente con sus trompas diminutas. Jim las espantó con la mano varias veces, hasta que consiguió deducir, dado el estado de degradación de la cabeza, que había pertenecido a un hombre de edad mediana. Los ojos vidriosos rezumaban un líquido acuoso amarillento que caía en forma de pequeños hilachos por ambas mejillas descarnadas y con el hueso de los pómulos sobresaliendo entre retazos de piel. Una lengua hinchada y negruzca se ofrecía por el hueco de la dentadura abierta establecido por la separación de las mandíbulas. Su tez estaba amoratada y encogida, con partes de los músculos faciales al descubierto. Los orificios de su nariz estaban deformados. Y por último, el detalle más llamativo de su fisonomía, era su ausencia de pelo. Aparte de faltarle en el cuero cabelludo, carecía de ello en las cejas y los párpados.
Jim perdió en gran parte la compostura por el terrible hallazgo de la cabeza, y tambaleándose, intentó dirigirse con cierto apremio hacia el sillón de barbero. Nada más llegar, se dejó caer de golpe sin importarle que estuviese la tapicería manchada de polvo y excrementos de insectos. Goterones de sudor frío perlaban su frente. No estaba muy seguro si había gritado como un loco.
Permaneció sentado, respirando profundamente y tratando de recuperar la serenidad.
En teoría lo primero que debería de hacer era salir de ese cubículo a la velocidad de una locomotora descontrolada y guardar absoluto silencio de su delirante descubrimiento, dando por hecho que nadie iba a tomarle en serio (sobretodo tratándose del petimetre del agente Spity). Lo segundo que haría en mucho tiempo era eludir las cercanías de cualquier barbería o peluquería del demonio, aunque eso implicase la furia de sus padres.
Toda esta planificación se vino estrepitosamente abajo como un castillo de naipes cuando hizo acto de comparecencia su estúpido orgullo de héroe aventurero.
“Súper Jim” se puso a susurrarle al oído:
“- Hay que llegar al fondo de este asunto. Sería guay aparecer en las portadas de la prensa. Tu popularidad en el colegio subiría como la espuma.”
Jim se fijó en una puerta verde situada a su izquierda (en realidad el color se lo imaginaba). Debía de ser una de las dependencias del barbero. Se levantó del sillón y se dirigió hacia ella. Al acercarse acopló el oído a la superficie de la madera, intentando oír algo que procediese del otro lado. En vez de un sonido, lo que le llegó fue por la vía olfativa en forma de un olor fuerte y nauseabundo. Se apartó de la puerta medio metro, extendió su brazo derecho haciendo aferrar su mano al pomo mugriento y gélido de la puerta. Sin pensárselo dos veces lo hizo de girar ciento ochenta grados, tirando de la puerta hacia fuera…
Docenas y docenas de calaveras se desparramaron en un alud sobre el cuerpo asombrado y aterrorizado del jovenzuelo. La mayoría eran simples cráneos mondos y lirondos. Aún así pudo diferenciar a tres o cuatro cabezas decapitadas ofreciendo similar aspecto repulsivo a la primera encontrada cerca de la entrada del local: todas con el cuero cabelludo arrancado, dejando el tejido subcutáneo a la vista, objeto de una profunda y brutal escarificación, sin pestañas y con la zona de las cejas cortadas en jirones.
Ya no pudo contenerse más, y de la profundidad de su garganta brotó un aullido gutural. Se levantó como pudo, apartando las calaveras y cabezas decapitadas que le impedían acercarse hasta la salida de esa pesadilla infernal.
Desesperado, tiró de la puerta hacia adentro, dispuesto a huir corriendo de aquel lugar. Fue cuando se encontró de frente con una enorme masa humana en el dintel que le empujó sin miramientos de nuevo hacia el interior de la barbería.
El agresor era un hombre de más de metro ochenta y más de ciento veinte kilos de peso. Vestía un sucio y arrugado uniforme blanco de barbero, acompañado de unos destrozados zapatos de cuero negro. Sobre la cabeza, un gorro de barbero tradicional.
De uno de los bolsillos de la chaquetilla sobresalía el cabo de una soga.
El hombre obeso agarró al muchacho por los hombros con sus recias manazas, donde sus dedos regordetes cumplían la función análoga de unas tenazas. Lo arrimó contra su voluntad al sillón de barbero, haciéndole de acomodarse en él. Sin darle tiempo a reaccionar, fue pasando la cuerda alrededor del tronco y los brazos de Jim, enrollándole contra el respaldo hasta inmovilizarle.
El barbero comprobó la perfección de los nudos.
– ¿Qué hace? ¿Qué significa esto? ¿Está usted loco? – preguntó Jim, tratando de desasirse de sus ataduras sin éxito.
– A callar, prenda – le dijo el barbero, introduciéndole un pañuelo inmundo en la boca.
Satisfecho por haberle hecho cerrar la boca, extrajo una navaja de unas monstruosas dimensiones, enjuagando el filo de la misma en un pequeño cazo abollado, medio lleno de agua turbia. Se situó frente a Jim, con la navaja agarrada por el mango por su mano derecha.
– Ya verás el estupendo corte de pelo que te voy a realizar, chico – le dijo con una voz enfermiza. Se empeñó en sonreírle, mostrándole la dentadura, que debía de ser postiza, pues sus dientes eran rojizos.
El hombre, sin borrar la sonrisa, se puso a trabajar con la poblada cabellera de Jim. Los mechones de su pelo vigoroso y sano fueron cayendo al suelo con una fluidez inusual comparada con el resto de los barberos conocidos por Jim. Lo diferencia más sustancial consistía en el método empleado por su asaltante. Este, al revés que sus compañeros de profesión, no mojaba el pelo de su cliente, facilitando que el chico sufriera con cada laceración inflingida a su cuero cabelludo. Pues el barbero gordo le arrancaba los cabellos con parte de la piel.
Jim se puso a lloriquear, intentando por todos los medios soltarse de las ligaduras que lo oprimían contra el respaldo del sillón.
Transcurrieron unos interminables cinco minutos, pasados los cuales, el barbero decidió retocarle las cejas, pelándoselas a tirones con la ayuda de unas pinzas. Al acabar con ellas, se acercó al mostrador para recoger unas tijeras. Arrimó su pecho al de Jim, y con pericia le pellizcó un párpado con dos dedos de una mano, mientras con la otra se lo cortaba con las tijeras. El muchacho mordió el pañuelo, aullando de dolor.
Nada más terminar su trabajo, el barbero pasó un paño por la superficie del espejo frontal, limpiándolo a conciencia para que el reflejo fuera perfecto.
– Mira lo bien que has quedado. Un acabado perfecto, opino yo, según mi propia modestia – dijo, sin dejar de perfilar una rodaja de sandía en sus labios.
El espejo le remarcaba a Jim una escena terrible: donde antes existió una magnífica cabellera, ahora se ofrecía una repulsiva calva repleta de numerosos cortes profundos; carecía de párpados, sin poder pestañear, con los ojos irritados por la sangre que le llegaba procedente de su cuero cabelludo y la zona donde antes estaban las cejas.
Pero esta imagen grotesca no era el horror máximo que le ofrecía el espejo.
Reflejado en él se observaba la entrada al establecimiento. La puerta, antes cerrada, estaba ahora abierta. Innumerables cabezas, pertenecientes a otras tantas personas curiosas, le miraban con rostros llenos de regocijo. Cuchicheaban entre sí con los ojos desorbitados. Jim pudo distinguir de entre aquellas personas a un par de prostitutas, tres hombres de tez morena que hace poco rato conversaban en la calle en una jerga incomprensible y a algún transeúnte más que hacía cosa de veinte minutos desempeñaba otra vida en la callejuela dichosa.
El barbero se olvidó por unos segundos de Jim, para dirigirse hacia su público congregado en el quicio de la puerta.
Desde el espejo se podía ver como el barbero alzaba los brazos.
– Bueno, mi labor ya ha finalizado. Ahora corresponde decidir qué hacemos con este chico – se dirigió a su audiencia como si se tratase de un dilema con varias soluciones a seleccionar.
– ¡Le sesgamos la cabeza! – fue el grito unánime de todos.
La concurrencia se mesaba los cabellos, y ante el espanto de Jim, todos los presentes (incluido el barbero, que se había retirado la gorra de la cabeza), se levantaron las pelucas, exponiendo sus relucientes y tirantes calvas similares a cascos militares.
La luz incidía sobre esas lisas superficies.
Brillaban.
Hasta lanzaban destellos.
De entre el gentío surgió un hombre de pequeña estatura, ataviado con un descosido traje a cuadros rojos y negros de bufón. En sus callosas manos portaba un hacha con el mango y el filo de tonos rojizos…

Jim quiso gritar como nunca jamás lo hizo, pero la mordaza le impidió siquiera suplicar por su vida.

24 comentarios en “Un corte de pelo definitivo

  1. Vaya pedazo de relato, Robert…. vamos que de momento no me voy a cortar el pelo, al menos hasta que se me olvide. La curiosidad mató al gato, y eso es lo que le pasó la muchacho…Besos peludos.P.D.: Te advierto que Dominique está a puntito de jurarme lealtad y me voy a acabar convirtiendo en uno de los personajes del blog….. como Bogus Bogus no libere al perezoso intacto, vera las tijeras muy de cerca….

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  2. Hola, Dana. Todos los relatos de este blog son obra de una única persona, el nene. Robert A. Larrainzar. Hay de todo un poco, mejores, peores, pero se intenta conseguir de vez en cuando algún tipo de desasosiego.Gracias por la visita y recibe un fuerte abrazo. 🙂

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  3. Vaya, Nikkita. Ahora mismo le doy la orden a Bogus Bogus para que saque al perezoso del horno antes de que se achicharre vivo.Con respecto a la barbería, he hablado con el dueño, y me comenta que también hay sitio para clientela femenina. Que prepara unas permanentes que no veas, ja ja.Un besote peludo por triplicado, compi.:=)

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  4. No volveré a ir a teñirme el pelo nunca más. Que vivan las canas. Y dejarfé que me llegue la melena hasta los pies. Pero yo no entro en peluquerías como éstas. ¡Sadismo es el arreglo inicial!. Ya pones los pelos de punta ahí hasta el final. Buen relato, Robert. Te vas superando. Un beso.Y me alegro de que invites a cenar a Nikkita. Ya era hora de que te lucieses con una cena en tu castillo tenebroso. Espero que mañana Nikkita esté en perfectas condiciones para escribir su blog.

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  5. Hola, Oskar. El tema es que yo también preciso de un corte de pelo, pero espero que no sea el definitivo, ja ja. La suerte estriba en dar con un peluquero profesional de la cabeza a los pies, y no a uno que se hace pasar por ello sin tener otra aficíón que el de hacer mucha pupa al cliente. Recibe un fuerte abrazo, y gracias por haberte atrevido de nuevo a pisar mi castillo de los sustos a porrillo, je je.:)

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  6. Hola, Meg. Ya estaría bueno verte con una pedazo melenaza llegándote hasta los tacones de los zapatos, ja ja. Lo malo es que se te enredaría el pelo y te tropezarías cada dos por tres, joooo….Bueno, Nikkita sobrevivirá, eso es indudable. Acudirá con un equipo especial de los GEOs como protección personal.En fin. Pero para romper con la soledad del castillo, tengo previsto preparar ya una megafiesta con todos vosotros, mis invitados de honor, y todo durante el estreno del primer capítulo de la mininovela que iniciará la sección de novelas cortitas, valga la redundancia.Un besote y hasta la próxima visita.:)

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  7. Si no diera tanto miedo, no serías demandado por el gremio de peluqueros y estilistas del reino. Porque como se enteren, seguro que te piden indemnización por las pérdidas y cierres de establecimientos.Ufff.

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  8. Ejem… Fernando. Corramos un tupido velo. Simplemente decirte que en sus ratos de ocio, obligo a mis sirvientes a situarse en las puertas de los supermercados para pedir limosna, pues de alguna forma, he de recaudar cierta cantidad importante de dinero para compensar a cierto gremio…ja jaRecibe un fuerte abrazo, compañero.Y por favor, no te dejes greñas por culpa de este barbero cutre.:)

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  9. Iba a decir que se me habían puesto los pelos de punta, pero no tengo pelos, ni necesito una peluquería, tampoco voy a ninguna desde hace mucho tiempo y al leer esto NO VUELVO a pisar ninguna.- Jubi, te arreglo los poquitos pelos que te quedan?Si por favor y de paso me arreglas la barba.Saludos

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  10. Hola, Enrique. Feliz de verte por aquí. Desde luego, mejor le hubiera venido al chico haberse cortado el pelo mucho antes de dejarse tanta greña. Así nunca hubiera encontrado esa barbería pesadillesca. Pero en fin, si lo piensas, el corte definitivo le salió muy económico, ja ja.Recibe un fuerte saludo, compañero. 🙂

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