El primer paso

Dentro de Escritos de pesadilla tengo un pequeño hueco destinado al género de la ciencia ficción. En parte, en homenaje póstumo al insigne Gloglorian Tosco Hambreñam, un gran amigo procedente del planeta Irrigation Tetris 9, fallecido en accidente de circulación terrícola mientras probaba un Seat Panda a cuarenta por hora en la M-30. Tenía un millón y medio de años irrigationtetrisenses, equivalente a los ochenta años en nuestro planeta. Una gran pérdida. Siempre que venía de vacaciones, se alojaba en la suite principal del ala oeste de mi castillo, y en el restaurante comía a la carta, dejando jugosas propinas. Que estés en la gloria, amigo mío. Va por ti esta obra literaria de relumbrón… Buaa…. Perdonen, pero es que uno es muy sensible…
¡Dominique! Tráeme un pañuelo porfa, que me entran ganas de llorar a moco tendido…

Corre el año dos mil doscientos quince. Han transcurrido ya 365 días desde que se celebrara el centenario del primer encuentro entre dos razas interplanetarias distantes una de otra en más de quinientos mil años luz. Para poner en un breve tiempo al lector en situación – para más detalles, consultar los seiscientos tomos de la Enciclopedia “Primeros pasos en pos de vida inteligente allende la Estratósfera terrestre”, Editorial Big House Eaten by an Alien, 1ª edición 15/10/2085 -, les recordaré que por aquel lejano entonces la remotísima posibilidad de un encuentro en la tercera fase era algo completamente impensable para la mentalidad conservadora de los terrícolas, sobretodo una vez cesado el furor histriónico del mito fatuo de los “platillos volantes”. Pasado esta “manía visual” por parte de innumerables testimonios sin fundamento, casi no se tuvo en cuenta en la estación lunar “El Álamo Gris” (USA) el mensaje telemétrico que llegaba desde las ondas del espacio exterior procedente desde un supuesto planeta habitado de vida supra inteligente, llamado a secas Trebla, situado en pleno ombligo de una galaxia de origen ignoto para los avezados técnicos de la NASA, bautizado por el descubridor de turno por el nombrecito de “Regius”(en honor a su mascota personal, una lombriz mutante de metro y medio de largo y quince kilos de sobrepeso). En dicha misiva se empleaba un perfecto inglés americanizado y se hacía constatar que deseaban mantener un encuentro inminente con la raza terrestre, informando que ya habían puesto para dicho fin una nave nodriza en camino con diez mil tripulantes a bordo, donde descollaban sobremanera científicos eminentes del planeta en cuestión. Al final del mensaje se incluía a modo de posdata informal la frase ya mundialmente famosa en un perfecto español chicano: “¡Nos vemos en el asteroide de plástico, Gringos de la gran chingada!”. Tras encontrar el consabido traductor, se llegó a la conclusión que se debían de estar refiriendo a la estación espacial de reciente construcción, diseñada por el arquitecto napolitano De Pastriani In Corpore Sepulto, y cual asteroide artificial acompañaba a la luna en su interminable periplo alrededor de la órbita del planeta Tierra. Tras un ínfimo compás de espera en ver cuál de las tres superpotencias mundiales tomaría primero cartas en el asunto, se optó por escenificar un tenso y denso debate en el plató número 23 bis del Estudio 13 de la British Tabloide Broadcasting entre los máximos dirigentes de los Estados Unidos, China y Bangladesh. Todo el mundo estuvo pendiente de esa disputa cara a cara de los tres bandos, y tras permanecer pegados al holograma tridimensional durante cuarenta y siete horas estomagantes, la audiencia pudo al fin suspirar de alivio al plasmarse un firme acuerdo mancomunado para ir preparando entre todos la recepción de bienvenida en la estación espacial. Transcurrió un período bastante dilatado de tiempo (un año y medio) y la nave nodriza procedente de Trebla no hacía mención de comparecer por ningún lado. Los gobernantes supremos de los países de los cinco continentes andaban ya un pelín escamados y con la mosca zumbándoles detrás de la oreja. En pleno clímax de indecisión y suspicacia más propio de guerra fría añeja, la imponente nave acopló su compuerta de tránsito peatonal en la zona de desembarque de la estación espacial. A partir de esta fecha ya grabada en los anales de la Historia a golpe de martillo pilón, ambas civilizaciones permutaron conocimientos, conquistaron planetas como buenos hermanos, construyeron centenares de planetoides artificiales contaminantes con plutonio y se hacían intercambios culturales de residentes de un planeta al otro.



Discurridos estos ciento un años, los terrestres andaban embarcados en un ambicioso proyecto de mejora genética, el de la transformación de las costumbres indisolubles e inveteradas de los animales artificiales (designados despectivamente como “Animaloides”), por los hábitos de los seres humanos. Aprender a declamar un texto apergaminado de Shakespeare ante un público de mil almas en vez de prorrumpir en graznidos de queja por la tardanza del rancho por parte de su cuidador; caminar verticalmente sobre dos patas traseras cuales modelos atléticos desfilando en la pasarela con los diseños más renombrados de la moda franco andorrana sin recurrir al uso de las cuatro extremidades para evacuar la vejiga al lado del socorrido buzón de correos; desarrollar sus propias ideas, conceptos, pensamientos, dudas, preocupaciones, etc…, formaba parte primordial del programa de Mejora del Comportamiento en la IA de la Robótica No Humana. Este asunto estaba bajo la endiosada y prepotente supervisión del doctor Redtears desde hacía ya dos años. Hasta el presente día, todas las pruebas han resultado fallidas. Sonoros fracasos en la gestión del programa. La inmensa mayoría empezaba a cuestionar la profesionalidad del científico, a pesar de que este mismo se consideraba honestamente como uno de los más prestigiosos del Universo. Por eso debía de nadar contra la corriente de un río crecido y salvaje. El tiempo corría cada vez más en su contra, y una de sus últimas oportunidades podría tener cabida hoy mismo…

– ¡Camina! – gritó encolerizado el doctor Redtears a Herbert.
Herbert guiñó mecánicamente el ojo derecho, esbozando a la vez una sonrisa de payaso jubilado de mejilla a mejilla. Inclinó un poco la cabeza picuda y observó con interés sus rodillas escamosas.
– ¡Camina, he dicho! – volvió a berrear Redtears, rozando un gallo. Ya llevaba media hora intergaláctica aleccionando a Herbert que debía ponerse de pie y empezar a caminar con el donaire de un aristócrata monegasco.
– Tengo miedo – se disculpó Herbert en un susurro.
El doctor alzó su mirada hacia el techo como pidiendo explicaciones celestiales de semejante situación ridícula y adversa a sus intereses particulares de celebridad.
– Herbert. La operación ha resultado un éxito total. No hay fallos. Lo único que te falta es la convicción necesaria de que puedes andar como un ser humano cualquiera.
El animal robotizado continuaba sentado encima de la mesa metálica, con las piernas colgando sin que las plantas de los pies tocasen la superficie musgosa del suelo vegetal de la habitación “ROMBO” del “Orbital Hospital”. Herbert prefirió no decir ni pío, aunque podía hacerlo perfectamente. Su mente estaba ya preparada para refutar cualquier tipo de opinión. En cambio introdujo el dedo índice en uno de sus enormes orificios nasales.
– ¡Dios! ¡Dios! ¡DIOS! – graznó el científico. – Te estoy diciendo que la operación que te hicimos para que pudieras hablar resultó de maravilla, ¿no? ¿Entonces por qué demonios la referida a la rehabilitación del movimiento coordinado no ha de salir igual de bien?
Herbert observó con sus ojos verdes de reptil al doctor. Pestañeó dos veces seguidas.
Redtears se estaba volviendo visceral en sus maneras, al borde de un colapso.
A pesar de estar vestido con una reluciente bata blanca de médico, su larga mata de pelo negro ensortijado, los pendientes de huso de colmillo de oso marino perforándole los lóbulos carnosos de las orejas, la pulsera biónica Dayla 89 de la muñeca derecha y sus recién estrenadas zapatillas deportivas de veinte mil dólares marca Truelife le restaban el porte necesario que debiera de corresponder a todo médico biólogo en la rama de la genética artificial, y más si se era uno de los más relevantes de los Estados Unidos.
– Tengo mucho miedo – repuso Herbert, soltando una llamativa carcajada.
– Deja de repetirte como un pepino, ¿quieres?
El doctor Redtears empezó a caminar de un extremo a otro de la habitación y viceversa, con aires de honda preocupación. Con frecuencia echaba una ojeada de refilón hacia el resultado de su experimento…

– Si Herbert 122 recorre un par de metros sobre sus dos patazas inferiores, además de dejar mi prestigio incólume, me convertiré en un hombre rico. Un hombre creso y famoso – había comentado Redtears a su ayudante de origen mesopotámico antes de haber iniciado la enésima operación.
– ¿Y para qué necesita una celebridad como usted tener más dinero del que posee en su libreta de ahorros? Con la ingente cantidad de personas sumidas en la pobreza y el hambre más manifiesta… – le espetó Hassa, el referido ayudante.
– Vosotros, los mesopotámicos, no entendéis de estas cosas – dicho esto, Redtears se colocó la mascarilla anti-microbiótica en la boca. Según su particularísimo punto de vista racial, no había motivo de perder más tiempo prolongando una insípida charla con un extraterrestre de tres narices y una sola oreja. Estaba claro que Hassa y sus congéneres habían sido erróneamente confeccionados por el que mandaba Allí Arriba.
La operación duró medio minuto – lo que significaba mucho, dado lo avanzado que andaban ya quirúrgicamente gracias a la ayuda aportada por los científicos de Trebla -.
Tras un día de reposo absoluto dado a Herbert 122, hoy era el día decisivo tanto para el Animaloide como para el futuro profesional del científico.
Resumiendo, era el día H, de Herbert.

– Tengo miedo – reiteró Herbert por décima vez, en esta oportunidad acompañado de un hipido.
El médico Redtears se quedó de piedra durante unos instantes, para posteriormente salir del trance. Se acercó hacia el intercomunicador emplazado justo al lado del marco de la puerta. Su alargado y esquelético dedo índice de la mano derecha pulsó el botón negro donde dos letras impresas en blanco decían “ON”:
– ¿Diga, profesor? – le llegó una voz ronca a través del aparato. Era difícil precisar si pertenecía a una mujer o a un hombre.
– Que haga el favor de comparecer el doctor Mikimusi – solicitó Redtears con voz tormentosa.
Herbert vislumbraba esta escena sin aparentar curiosidad alguna. Simplemente guiñó el ojo derecho y dijo:
– Tengo miedo.

Pasadas treinta y cuatro densas horas de espera, el doctor Mikimusi se presentó en la habitación “ROMBO”. Como la inmensa totalidad de los habitantes del planeta Trebla, era físicamente de estatura baja, pues no rebasaría el metro treinta, el pelo brillaba por completo por su ausencia sobre su grasienta calva perlada de excrecencias pustulosas y su tez era de tonalidad olivácea.
Nada más entrar, sus ojillos diminutos de tonalidad ambarina se fijaron en la patética presencia del robot mutante, para luego trasladarse hacia la silueta trastornada de su colega de profesión.
– ¿Me llamaba, Redtears de mis desilusiones? – inquirió Mikimusi. Los treblarianos solían expresarse siempre con una excesiva familiaridad.
– Si – respondió Redtears con sequedad.
– ¿Y se puede saber qué tripa se le ha roto? Ando muy saturado de trabajo. En concreto tango una operación sumamente delicada de “cutis de lagarto” que debo practicarle a la señora Hills, y está a la vuelta de la esquina como quien dice.
“Ya está alardeando este renacuajo en lata” – pensó para sí mismo Redtears, juntando ambas manos con firmeza.
– Creo que preciso una mínima parte de su colaboración – logró decir al fin.
Mikimusi colocó las manos encima de su calva e intentando mostrarse sorprendido, dijo:
– “¿Una mínima parte?”
– Bueno… ¡Leches, Mikimusi! Me hallo necesitado de toda su ayuda para que este prototipo se decida de una puñetera vez a caminar a dos patas como Dios manda – reconoció Redtears, señalando a Herbert 122.
Mikimusi dirigió de manera despectiva la mirada hacia el espécimen cibernético. La estructura metálica de la mesa gemía cada vez que este balanceaba sus escamosas “piernas”.
– ¿Quieres decir que tu fabuloso “Animaloide” se niega a dar ni tan siquiera un solo paso? ¿Me estás diciendo con ello que el mejor de todos los ciento veintidós ejemplares creados hasta el momento presente bajo tu supervisión está atrofiado? ¿Quieres decir que necesitas de mi inestimable ayuda altruista para tratar de evitar el fracaso número ciento veintidós en estos últimos dos años? En resumidas cuentas, ¿imploras que un simple treblariano interceda en este asunto del todo retrógrado que pertenece por derecho propio de autoestima ególatra a los terrícolas?
– Tú mismo lo has dicho todo, ¡brrr…! -contestó Redtears con resignación. La arrogante vanidad de Mikimusi le fastidiaba, enojaba y enfermaba, y para mayor inri, en esta ocasión no le quedaba más remedio que aguantarse.
Mikimusi se acercó hacia Herbert 122. Su diminuta mano derecha extrajo una ultra lupa del bolsillo superior de su bata, y se dedicó a examinar minuciosamente al “Animaloide” de arriba abajo. Cuando estaba observando la compacta y pulcra dentadura postiza de Herbert, este le soltó un ruidoso y al mismo tiempo apestoso eructo.
– ¡Por mil patanes! – exclamó Mikimusi, indignado.
– ¡Je, je! – rió Herbert.
Mikimusi miró completamente enfurecido al doctor Redtears.
– Tu “Animaloide” es un mal nacido y de los grandes, colega capullo.
Redtears se limitó a encogerse de hombros, disimulando – bastante mal, por cierto -, una sonrisa maliciosa.
Mikimusi volvió a centrarse en Herbert.
– A ver. Usted… – volvió su cara hacia Redtears. – ¿Cómo diablos se llama este condenado bicho?
– Herbert 122. Igual que sus ciento veintiún predecesores. Así se llamaba mi difunto progenitor, y así se lo puse como recuerdo póstumo en honor a su memoria. Dese cuenta que perdí a mi padre cuando yo tenía simplemente seis años. Estábamos presenciando un desfile promocional del circo Pulgas Grandes, cuando un hipopótamo furioso abandonó la formación y se lo llevó por delante.
Mikimusi dejó escapar un solemne “ajá”, para retornar al escrutinio de Herbert.
– De acuerdo, Herbert 122 de media chufa. ¡Habla! – le ordenó.
– Ese no es el problema, Mikimusi – le interrumpió Redtears. – Lo que ardo en deseos es de que ande.
Mikimusi introdujo la lupa en el bolsillo y extrajo unas gafas de alta fidelidad. Se las puso con una exagerada pomposidad.
– Fácil que este bobalicón no te ande, ni llegará a hacerlo bajo las condicionantes estresantes que le estás proporcionando a cada minuto. Hay que proceder con cautela. Sin prisas pero sin pausas. Tienes que intentar granjearte su confianza. Observe.
– Ya – Redtears asintió, ladeando ligeramente la cabeza.
Mikimusi se acercó hacia Herbert 122. Este guiñó el ojo derecho, para acto seguido sacar su enorme lengua sonrosada. Evidentemente, por no se sabía qué extrañas ideas, quería relamer la coronilla achatada de Mikimusi.
– ¡Mete esa lengua!
Herbert la introdujo en su cavidad bucal sin rechistar, guiñando de seguido el otro ojo.
– Así me gusta. Ummm… ¡A ver! Habla, Herbert. HABLA.
Herbert dirigió la mirada hacia su creador. Redtears le dio su consentimiento con un gesto de ambas manos.
– Me llamo Herbert 122 – dijo.
Mikimusi se excitó al oír la suave y susurrante voz del “Animaloide”.
– ¡Sigue! ¡Continúa, muchacho! – le espoleó. Se guardó las gafas en el bolsillo superior de la bata.
– Soy un “Alemanoide” – Herbert esbozó una pequeña sonrisa de timidez.
Redtears se tiró de los cabellos al escuchar esta revelación.
– ¡No! “Alemanoide”, no. ¡NO!
“¡Estúpido! Eres un condenado “Animaloide”.
“A – NI – MA – LOI – DE.
“Sólo faltaría que te oyera un inmigrante de la Renania…
– Bueno, soy eso. Y además me llamo Herbert 122 – dijo alzando el pico y mirando con una pizca de orgullo a sus dos interlocutores.
Mikimusi emitió un notorio bufido.
– ¿Es esto todo lo que sabe expresar? – se interesó enojado.
– Si le conminas a caminar con la soltura de un atleta de 20 kilómetros marcha, te dirá otra cosa – indicó Redtears.
Mikimusi retornó de nuevo al lado del “Animaloide”, musitando entre dientes “¿quién me mandaría perder el tiempo de esta forma?”. Herbert, nada más ver que regresaba el pequeño hombre cuya cabeza apenas rebasaba el borde de la mesa, hizo mención de sacarle la lengua.
– Herbert 122, te ordeno que camines – dijo Mikimusi empleando para ello voz autoritaria.
El espécimen animal robótico cerró los ojos al oír la última palabra.
– Tengo miedo – se limitó a decir.
– ¿De qué tienes miedo?
– De caerme.
– Por el delicioso relleno de la bollería industrial humana, si no lo intentas, nunca se te pasará ese miedo fóbico propio de un bebé de quince meses. ¡Vamos! Anda con garbo. Que se te vea mover el culo.
Para dar mayor énfasis a su mandato, Mikimusi hizo que su zapato derecho golpease con estrépito sobre la resbaladiza superficie del suelo.
Redtears rezaba para que su creación número ciento veintidós se pusiera a caminar.
– Tengo miedo – confirmó Herbert. Al decir esto, estornudó con virulencia, esparciendo las mucosidades nasales y sus habitantes, los microbios, en la plenitud del rostro oliváceo de Mikimusi.
– ¡Maldito “Animaloide” de villa estrecha! Como no se te ocurra dar unas cuantas zancadas en menos de diez segundos, te secciono en mil pedazos con una batidora gigante con hidrógeno en estado puro, haciendo sopa de galápago para mi hermano que regenta un restaurante marino en la Costa Seca del Norte de Trebla – chilló Mikimusi, pasándose un pañuelo de lino fino recién sacado de la lavandería por todos sus rasgos faciales.
Al percibir todos estos denuestos, Herbert se estremeció, abriendo los párpados hasta tener sendos ojos como dos enormes platos predispuestos para acoger la jugosa visita de dos pizzas boloñesas…, y empezó a mover las rodillas.
– ¡Increíble! – exclamó Redtears, acongojado por el asombro.
– Vea, Redtears. Mi método de persuasión instantánea ha funcionado – se jactó Mikimusi, volviéndose de espaldas hacia el “Animaloide”. Continuó pasándose el pañuelo por el rostro cuyos poros transpiraban sudor en exceso. No se percataba de lo que acontecía detrás de su espinazo.
El “Animaloide” emitió un bufido por sendos orificios nasales. Los globos oculares estaban inyectados en sangre. Este detalle agresivo no pasó desapercibido para Redtears. Es mas, hasta le hizo de esbozar una amplia sonrisa de gratitud.
– ¿A qué viene esa sonrisa insípida, Redtears? – se interesó Mikimusi un tanto perplejo.
Al amparo de la sombra perfilada en el suelo del científico treblariano el buenazo de Herbert se puso de pie.
Ya no tenía miedo.
Sus patas delanteras recubiertas por escamas sujetaron a Mikimusi por los hombros. Nada más percibir esa opresión súbita, este se sobresaltó en exceso, dejando que el pañuelo repleto de mucosidades y gérmenes patógenos cayera para al final reposar sobre el humedecido suelo.
– Qué diablos
Herbert 122 lo empujó con violencia hacia la moqueta natural. Las gafas de alta fidelidad salieron despedidas del bolsillo de la bata del doctor. Mikimusi apoyó las palmas de sus escuetas manos sobre el musgo, girando el cuello hacia los contornos del “Animaloide”, y dejó escapar una exclamación de sincera admiración al presenciar la figura del inmenso Herbert 122 ubicada allí de pie, mirándole desde las alturas como el segundo coloso de Rodas antes de ser demolido por Ulises 59 en una de sus frecuentes borracheras portuarias. Aunque también experimentó otro tipo de sensación.
Estaba ATERRADO.
– ¡Redtears! ¡Cojones de tío! ¡Ayúdeme! – suplicó.
– Y un jamón – respondió su colega sin dejar de sonreír como un párvulo con un chupa chus.
Herbert 122 observaba a la figura insignificante de Mikimusi, tirado como un pelele sobre el suelo musgoso de la habitación “ROMBO”.
– De acuerdo, Herbert 122. Ya te has incorporado de pie – le dijo Redtears, alejándose varios metros del cuerpo espatarrado de Mikimusi.
Cuando ya se hallaba situado a una distancia prudencial, elevó el tono de su voz:
– Ahora vamos a pasar a la prueba final. El ensayo de la elasticidad.
Mikimusi continuaba paralizado en su estado de estupor, sin intentar movimiento alguno. Su reluciente calva estaba chorreante de un sudor frío gelatinoso.
Redtears se relamió los labios. Era la hora concreta de cortarle las alas de la suficiencia infinita a ese engreído de palmo y medio.
– Herbert. Esta es la prueba decisiva y definitiva.
“Tu última tentativa para alcanzar la condición social de humano.
“SALTA.
– Tengo miedo – repuso Herbert 122, extrayendo su colosal lengua, pero sin tener esta vez la inocente intención de lamer la calva de Mikimusi.
– Tranquilo, amigo mío. El doctor Mikimusi se encargará de amortiguar tu caída con sumo agrado.
– Usted está majareta, Redtears. Como una regadera sin orificios. Se acordará de esta escena toda su jodida vida. Juro que se acordará, porque estará acabado como profesional del ramo y tendrá que mendigar unas monedas a la salida de cualquier antro de interrelaciones sexuales al por menor – el doctor Mikimusi soltó toda esta parrafada acompañada de una sarta de insultos en su lengua natal.
– Lo dudo mucho – sentenció Redtears.
Herbert 122 se lo pensó por espacio de una decena de segundos.
Introdujo la lengua.
Cerró los párpados y dijo:
– NO tengo miedo.
Acto seguido cogió impulso y saltó sobre el cuerpo tumbado del doctor Mikimusi.

El barrendero Kowas entró en la habitación “ROMBO”. Arrastraba consigo la monstruosa aspiradora “Maximus”. El doctor Redtears le aguardaba impaciente en la jamba de la entrada.
– ¿Cuál es mi cometido a desarrollar, doctor? – quiso saber con voz anodina.
El genetista robótico dejó recaer el peso de su brazo derecho sobre los hombros de Kowas haciéndole sentir como si entre ambos hubiese una amistad de quilates, y con el otro brazo señaló hacia el interior tenuemente iluminado de la estancia.
– Mira, debes de recoger todos esos restos VITALES diseminados por la sala de experimentación. No debes de dejarte ni una millonésima parte de escoria y detritus. Quiero ver esto limpio y brillante como una patena para cuando vuelva.
– Sí, doctor -respondió el barrendero con sequedad.
Redtears recogió su brazo y chasqueó los dedos pulgar e índice de la mano. Algo emergió de entre la oscuridad del rincón junto a la mesa metálica.
– Herbert 122. Ven. Acércate a tu amo – dijo el doctor.
Kowas dejó escapar un silbido.
– ¡Mi madre! Un “Animaloide” – exclamó.
Redtears sonrió al oír esto.
– Ha dejado de ser ya un simple “Animaloide”. Ha logrado superar la última prueba de urbanidad cívica. Ahora ya es tan humano como usted y yo – le detalló al barrendero.
– Pues aún conserva el aspecto exterior de un galápago gigante, si se me permite la observación, doctor.
– Lo de la apariencia es lo de menos. Lo primordial es que piensa, razona, habla y camina como un ser humano – aseveró Redtears. Alzó una mano, atrayendo la atención del “Animaloide Humanis”: -Vamos, Herbert 122. Hoy vas a dar tu primer largo paseo de cincuenta kilómetros sobre tus dos patas traseras.
Herbert 122 inició su marcha, para posteriormente acercarse hacia su creador. Eso sí, lo hacia con suma lentitud sobre sus grandes y escamosas patas inferiores. Debía de tener mucho cuidado para que el sobrepeso del caparazón de la espalda no le desequilibrara y se diera de bruces con la húmeda superficie del suelo, quedando tripa arriba y a merced de cualquiera que quisiera gastarle una broma pesada.
– No te precipites, Herbert 122 – le advirtió Redtears.
– De acuerdo, papá – dijo Herbert con sumisión.
Kowas los dejó a su aire, ladeando la cabeza en señal de “son como chiquillos de teta”, activando el motor del aspirador. Los restos VITALES entraban con vertiginosidad por el hueco rectangular de la máquina. Transcurridos dos minutos, durante los cuales Redtears instruía a Herbert 122 para su inminente excursión por las inmediaciones del “Orbital Hospital”, se escuchó otra exclamación sonora de Kowas.
– Ey, doctor… Entre los restos VITALES he encontrado vísceras, una mano con una alianza de oro en un dedo, un pulmón, globos oculares, lentes de miope… ¿Ha estado usted efectuando la autopsia a un inspector de hacienda? – preguntó sin inmutarse ya lo más mínimo. Ya estaba habituado por completo a descubrir cosas peores en la sopa enlatada procedente de Nueva Malinas del Sur.
– No, por Dios. Qué cosas de decir.
“¡TE HE DICHO QUE ANDES CON CUIDADÍN, HERBEEERT! – Redtears prestó entonces atención a lo que le había señalado el barrendero. – Lo que sucedió es que el estúpido e incompetente del doctor Holland trajo consigo esta mañana un ejemplar de “Mono Titi” para que le echara un vistazo y comprobara si tenía inicio de amigdalitis. En ese preciso momento estaba inmerso en plena tarea pedagógica enseñando a Herbert 122 la mejor forma de dar sus primeros pasos… Perdió la verticalidad y se cayó encima del pobre mono.
– Caramba.
– El resto no es difícil de imaginar. Herbert 122 pesa exactamente ciento cincuenta kilogramos y el mono titi pesaba quince. Herbert 122 lo aplastó sin miramientos, esparciendo sus restos por toda la estancia… En fin, una auténtica pena para el novato del doctor Holland. Era su tesis de fin de curso y puede que pierda la beca.
“¡TEN CUIDADO, HOMBRE! (se refería a Herbert 122, que en su torpeza se había llevado por delante un armario fichero que pesaba más de ochenta kilos).
“Bueno, nos vamos. Ya sabes…
– Si, doctor. Quiere usted que se lo deje todo como los chorros del oro para cuando vuelvan.
– Eso es – agarró de una pata a Herbert 122 – ¡Hasta entonces!
– Chao, doctor.
Kowas los vio desaparecer por el largo e interminable corredor, donde al final del mismo aguardaban los ascensores. Aumentó la potencia del aspirador. Cuanto antes acabase, antes podría irse a tomar unas tapas en la taberna propiedad de su hermanastro.
Empezó a tararear una canción pegadiza del grupo de rock “Los Devora Sesos”, dirigiendo la aspiradora hacia la esquina de la habitación que daba ángulo con la mesa metálica.
– ¡Menudo resto! – dijo, acompañado de un estridente silbido.
Allí mismo, adherida con masa encefálica junto al ángulo inferior del rincón había una cabeza humana de tamaño reducida… arrancada de cuajo de su tronco. Bueno, en concreto guardaba más semejanza con la cabeza de un treblariano.
– Son imaginaciones mías. Todos sabemos que la cabeza de una “Animaloide Mono Titi” guarda un gran parecido con la de un tipejo de Trebla – se dijo Kowas.

Había un chiste pésimo que hacía clara alusión a esto último:
“Un “Animaloide Mono Titi” se diferencia de un habitante de Trebla básicamente en que el primero va desnudo por la vida y el segundo lleva taparrabos.”

Kowas se olvidó del asunto, imprimiendo máxima potencia al aspirador.
La cabeza entró por el gran hueco rectangular, dando vueltas sobre si misma.

18 comentarios en “El primer paso

  1. Pobre Mikimusi.Me gustan las novelas de ciencia ficción, he leído muchas de Isaac Asimov y la que más me gusta es “El hombre bicentenario”¿Quieres decir que has preparado tu muerte?, Andrew? Va contra la Tercera Ley…Si consigo la humanidad, habrá valido la pena, me queda un año de vida……Hoy te declaramos Hombre Bicentenario.Y Andrew alargó la mano, sonriente, para estrechar la del presidente.Saludos

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  2. Muchas gracias, ANRAFERA. Sé que este es el rincón del terror y del misterio, y que puede que no pegue incrustar relatos de ciencia ficción, pero no me prodigo mucho en ellos, y no voy a crear otro blog para cinco o seis relatos. Así que como encima aquí soy el administrador de Escritos, lo posteo, y hala… El que quiera terror, tiene más de noventa relatos repartidos por el blog, ja ja.Un fuerte abrazo, compañero.

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  3. Excelente narración. Cuando lo estaba leyendo, se me cayó el vaso del brandy al suelo, haciéndose añicos. Simplemente decirte que a lo mejor tendrías que haber elegido un orangután en vez de una tortuga. Nos vemos el lunes en el currelo.Félix el flaco.

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  4. Bueno, supervigilante del hipermercado, Félix el flaco. Te espero el lunes. Vendrás fresquito después de haber trabajado un día en semana y media, ja ja. Menuda jeta que tienes. Espero que en la semana que viene no pares de enjaular a cacos y bribones. Un fuerte saludo, y a ver si engordas de una vez. Que el uniforme te viene grande, ja ja.

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  5. Gracias, Félix Casanova. La realidad es que me sacas los colores con tanto elogio. Uno intenta plasmar las locas ideas que se me ocurren. Por algo un vigilante que trabajaba conmigo me llamaba alienígena mutante, ja ja. Por lo chiflado que estoy. :)Un fuerte abrazo, compañero.

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  6. Hola, antonino. En el email que me has mandado me dices que eres italiano de milán, pero seguidor de la juve. Y que te encanta la paella en vez de la pizza… Ja, ja. Tranquilo. Esto del email es inventiva mía.Pues sí, el noventa por ciento del blog es de terror, miedo y misterio. De vez en cuando se cuela alguno de ciencia ficción y alguno de humor negro. Te agradezco la visita, y ya sabes, tienes la puerta de entrada siempre abierta para volver. Un fuerte saludo.

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  7. Desde luego, Redtears nos ha enseñado cómo deshacerse de la competencia, ja ja. Imagínate si lo hacemos así cada uno en nuestro trabajo con el compañero que nos cae gordo o que está haciéndole el pelota al jefe a todas horas. Llevamos un bicharraco de estos y dejamos que despachurre a mansalva, ja ja. Un fuerte abrazo nuevamente, Nela.Y a pasar un domingo triunfante. 🙂

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  8. Sí, es una manera fácil de deshacerse de un jefe incómodo y molesto. ¡De haberlo sabido antes, …! En fin , relato estilo Asimov, es verdad, y con suspense. A tu estilo Robert.Pwero mañana vuelve a tus sicópatas y tus niñas inocentes jugando a la comba…;-DDD

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  9. Gracias, Fernando. La realidad es que me va bastante el humor, sobre todo el surrealista. Lo que pasa es que en un relato de terror, hay que introducirlo cuando es un relato un poco liviano. Si es terror puro y duro, ahí no hay humor que valga, je je. Un fuerte abrazo, compañero.

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