El pueblo maldito de Fuentefin

Hoy es un fin de semana un poco especial. Tiene el honor de visitar mis dependencias insanas un joven fascinante. Es una persona magníficamente malsana, y aunque no destaque por su inteligencia, es un gran contador de leyendas locales de la zona de donde procede. Un rinconcito de la España Negra y Profunda de épocas antañas. El salón está muy acogedor, con el fuego de la chimenea bien encendida. Sobre la mesa, unas copas con moscatel. Y de tapas, higos chumbos a la plancha con dulce de retina de ojos de víbora en almíbar. Procuremos no interrumpir al invitado en plena narración, pues podría perder el hilo de la misma, y quedarse en babia.
Aunque bien pensado, debería pedirle a Dominique que le afloje un poco la presión del cepo de la guillotina sobre su pescuezo. Necesita el suficiente resuello para poder hablar con claridad y que por consiguiente, los demás podamos entender cuanto diga…

Fuentefin es un asentamiento nada ordinario. En cierta manera, su pasmosa fama no proviene estigmatizada por hazañas ancestrales, ni adquiere vigencia a raíz de su participación activa, pasiva o meramente testimonial en incidencias de gran raigambre militar, religioso o políticas. Carece de hábitos adquiridos por el folklore regional, y la transcendencia de sus monumentos históricos brilla por su más que marcada ausencia. Ni siquiera se complace de haber amamantado a un deportista de mínimo relieve nacional. Simplemente su valor patrimonial es inexistente. Es una villa alejada de las márgenes convencionales de la razón humana. Y se nutre de la sinrazón con la misma ansiedad que un recién nacido absorbe en la plenitud de la lactancia la leche materna del pezón de su madre. Citar a Fuentefin, es componer una retahíla de versos huecos de contenido y sentimiento, recitado por lo bajini con la frialdad de un miserere desencantado de la vida. Regodearse de Fuentefin, es sacar a relucir faltas y carencias de la supuesta virtud mística litúrgica de una bendita Sagrada Forma. Ampararse en la necesidad primordial de visitarlo en el estraperlo de la madrugada, enfundado en un sudario de difunto redivivo, roído por el yantar de las ratas, un puro desatino. En pocas monsergas, si por algún motivo explícito resalta Fuentefin del resto de localidades terrenales es por su patente y probada “alegoría ilusoria”, mantenida en la irrealidad más manifiesta si cabe. No hay camino conocido que conduzca a la localidad en cuestión, ni atracción ninguna que le impele al sujeto más común a realizarlo a pie, pues el concepto de Fuentefin es la MUERTE en sí. Y nadie, absolutamente nadie en sus cabales, se siente atraído en arrimarse al recodo final que liga el presente venturoso con la residencia espiritual en uno de los variados surcos de la tierra yerma de la espera imperecedera.
Bueno, sí que tuvo a mal nacer un fulano interesado en conocer personalmente las complejidades del pueblo apestado evitado por las demás mentes lúcidas de la comarca. Esa persona irreflexiva no era otro que “El Agarrado”.
En realidad se llamaba Luis Martínez Coca, pero en la amplitud de la comarca se le conocía por el apodo simbólico de “El Agarrado”. Tal distinción le venía heredado por su acostumbrada inercia a dejarse ir más allá del límite de la cortesía caballeresca en el trajín de los bailoteos festivos de la villa. Chica que accedía a bailar unos compases “lentos” con “El Agarrado”, moza sorprendida que experimentaba in situ las caricias rijosas y desenfrenadas de los largos y felinos dedos del zagal, ampliando su alcance hasta más allá de la rabadilla. Algunas desinhibidas aceptaban la fogosidad lustrosa del sinvergüenza, riéndole la dichosa gracia; empero otras, más reservadas y de nervio caliente le recompensaban los carrillos rubicundos con sendos tortazos sonoros. He aquí, que cuando se le veía frecuentar a posteriori la Taberna de Luisinho, la parroquia, enchispada y bullanguera, se mofaba de las “calenturas” excesivas de sus mejillas.
– Mira que se te han subido los colores con la “Rabiela” – le decía uno.
– Esto que adorna el rostro no es fruto de mi timidez extrema – se defendía “El Agarrado”.
– Ah, no.
– Viene a consecuencia de mi talento. Me encanta cazar mariposas. Pasa que algunas exceden de tamaño, y al batir las alas en mis cercanías, me dejan así, más rojo que un tomate – apostillaba, y toda la congregación de bebedores prorrumpía en una estruendosa y sincera risotada (inclusive el que les relata); y alguno de los asistentes con tanta fuerza y jolgorio incontrolado, que se le asaltaba de repente la urgencia perentoria de correr en pos de los evacuatorios. Así de salido era el condenado muchacho.
Por ello la extrañeza que causó a todos la mañana encapotada de un Jueves Santo, en que se le observó muy apocado y meditabundo. Casi tristón diría uno que le conocía a fondo.
Matías, “Cara de Erudito” (por las borracheras que pillaba), y un servidor, nos procuramos un necesario acercamiento hasta la forja que circundaba el robledal del parque del pueblo, sobre cuya verja se reclinaba “El Agarrado”. Hubo turno de saludos recíprocos antes de aventurarnos en el meollo del asunto. Matías fue quien se encargó de iniciar la conversación:
– Se te ve muy comedido, “Agarrado”.
– Será por las fechas en que estamos – intercedí yo.
– No. No es por la Semana Santa – dijo amustiado “El Agarrado”.
– ¿Qué te pasa? ¿No tendrá nada que ver con la riña absurda de la otra noche? Si todo queda ya olvidado.
Tres noches atrás, “Cara de Erudito” y “El Agarrado” estuvieron en un tris de llegar a las manos en la Taberna de Luisinho por un quítame allá la novia en el tránsito de media borrachera (Luis Martínez Coca era muy dado en ofrecerse a todas las novias de sus amigos, sin que éstos supiesen nada, por supuesto). A Dios gracias que todo se remedió cuando el tabernero, en predisposición generosa, les concedió dos rondas gratis hasta bien entrada la medianoche.
El mozo meneó el mentón con molicie espartana.
– Ya me dirás – Matías le lanzó un segundo anzuelo, sólo que ésta vez debía de llevar un gusano muy apetecible, ya que el pez picó.
– Es por el camino – dijo una trucha llamada “El Agarrado”.
Nos quedamos a dos luces, medio flotando a propósito de la enigmática contestación.
– El… El… ¿”camino”?
– Si. Ya sabéis. El que conduce expresamente hasta las inmediaciones de Fuentefin.
De repente comprendimos, y con ello, unos estremecimientos muy nítidos sacudieron nuestras anatomías desfavorecidas.
“El Agarrado” estaba refiriéndose al territorio reservado a la Parca y sus adláteres.
– Jesús, “Agarrado”… NO VUELVAS A NOMBRARLO.
“No sea que la mala bicha te oiga, y venga decidida a por los tres – Matías se persignó de manera acelerada, con los ojos encendidos.
Yo me contuve como buenamente pude. Tenía que dar ejemplo de serenidad, ya que por algo se me consideraba el residente más escéptico y menos supersticioso de la villa.
“El Agarrado” se encogió de hombros.
– Lo lamento, “gente”. Es que ese trecho que lleva a los confines prohibidos del mundo, me interesa más que mucho.
– Pues vaya…
– Estoy empeñado en ser el primer ser vivo que transite por sus calles – lo reivindicó con un fervor tan devoto, que nos sonrió por vez primera en lo que se llevaba de mañana.
– Estás mal de la chaveta, chaval. Ni siquiera bromees sobre esta quimera. Ya sabes que de antemano a Fuentefin sólo se llega muerto, y como mal menor, en estado comatoso – le hablé tan alto, que la señora Cayena, que justo enfrente del pórtico de su casa tejía un paño de seda para recubrir el Cáliz destinado para la misa del domingo de Resurrección, se me quedó mirando con semblante circunspecto.
Matías gruñó, besando con aspereza su crucifijo de plata. Me observó con fiereza inquisidora.
– Y dale. Mirad que sois un par de inconscientes. Voy a evaporarme de aquí, antes de que me convierta en manjar de primer plato de la Parca.
Dicho y hecho se nos marchó con viento fresco, dejándonos en la soledad enquista de la pareja pronunciadamente casada en el tiempo que rompe lazos afectivos, con la celosa vigilancia de la anciana sentadita contra el exiguo respaldo de su banco de madera, tejiendo que te teje.
Me acomodé sobre el sillar superior del borde de la verja, aguardando solícito a que mi amigo se extendiera en los pormenores de su peculiar futura excursión andante. Pasaron los minutos, la calle se fue quedando desierta de gente, con los últimos rezagados dirigiéndose con premura hacia la propia plaza del pueblo, donde en cosas de unos minutos, iban a ser escenificados los avatares penitenciales de la Pasión del Señor. Miré al “Agarrado”. Su figura inexpresiva permanecía volcada de espalda contra el enrejado con la vista gacha, fija e inánime en las punteras polvorientas de los zapatos, mientras se arrancaba un pellejo seco de piel de la yema del dedo índice de la mano derecha.
– Así que estás empecinado en desentrañar los misterios insondables y los secretos vedados de la senda maldita que intercomunica el mundo de los vivos, es decir, nosotros, los destinados al respiro, con la morada tres metros bajo tierra de los muertos, es decir, los que no respiran ni rechistan, porque simplemente no pueden – reanudé la insólita charla.
“El Agarrado” asentó la barbilla casi encima del hombro derecho, buscándome la mirada. Los ojos de naturaleza lánguida le imprimían a la dichosa mirada un aire de profesor nostálgico de la materia impartida en un lugar muy recóndito, modélico y sublime, debidamente alejado en su lejanía de la docencia capitalina de cualquier gran ciudad.
– Mira, chico… – reinició mi amigo, empleando su lenguaje tosco, propio del lugareño que éramos todos, aunque yo por suerte era un abandonado a la lectura de los grandes clásicos arracimados en los estantes del único maestro de la villa. – No voy a explayarme en este asunto tan delicado. Mañana prepararé un hatillo con lo estrictamente necesario, algo de dinero para no andar mendigando por las esquinas, y partiré en busca del mal fario, cuyas historias que lo conciernen no suelen ser mentadas en las cocinas de nuestros hogares, habida a cuenta que los chiquillos tendrían malas ideas de noche y a las mujeres se les borraría toda expresión dulce del semblante. Y si acaso me sonriese la suerte de los exploradores corajudos, habré de dar con los vestigios grises y roñosos de Fuentefin, con una delegación de acogida recibiéndome con todo tipo de parabienes – concluyó “El Agarrado”, empleando términos lingüísticos en absoluto rústicos y poco elaborados gramaticalmente, dejándome pasmado.
No sólo estaba siendo transformada su actitud, si no que a medida que iban pasando los minutos, los conocimientos de la mente del “Agarrado” rayaban la cultura cultivada del referido maestro de la villa.
Por un momento recurrí a un repentino ataque mental, una especie de fogonazo que corroía el indudable libre pensar del “Agarrado”, pero para cuando quise separar mis labios tratando en balde de persuadirle de sus ficticias y rocambolescas intenciones arqueológicas en sacar a la luz el descubrimiento de los restos de una población intemporal, en donde la hambrienta Parca mantiene establecido el pontificado de nuestros pesares mortales, el joven se adelantó hacia la recta opuesta de la calle, apresurando el ritmo rutinario de sus diligentes pasos, hasta desaparecer de la escena por la vuelta de una esquina, vértice que conducía directamente al zaguán de su propia vivienda.

*****

Al atardecer siguiente, la totalidad estamental de la villa estuvo presente en el discurrir de la magna Procesión del Cristo Resurgido. Unos cuantos, los integrantes de la Cofradía Nazarena, imprimiendo fuerzas en su misión de costaleros, mientras una segunda cofradía más numerosa daba vida natural a los tres pasos móviles ante el resto de la población que asistía con creciente admiración religiosa conforme transcurría el evento. Bueno, todos no si con tal cantidad quisiéramos referirnos al cien por ciento de la concurrencia. Si alguien faltó al acto de Pasión y Dolor del Hijo de Dios, este fue “El Agarrado”. Nadie le vio partir del pueblo al albur de la madrugada anónima en búsqueda de emociones tétricamente fuertes en la región del acabose, pero conforme el segundo Paso se mecía de lado a lado con lentitud supina ante mi mirada serena y nada penitente, pude imaginarme al bravo mozo empaquetando dos o tres mudas en el fondo del hatillo, cerrar bajo llave la puerta maciza de su hogar, tornándola fortaleza inconquistable para los escasos amigos de lo ajeno de la provincia, para jamás retornar.
Por desgracia, pasados unos cuantos meses después, resurgiría la figura encogida y porosa del presente altivo y creído “Agarrado” pateando con arrogancia los adoquines desiguales de la callejuela principal de la localidad, y con su presencia indigna, iban a desatarse los demonios que anidan en el interior de las personas más enfermizas.
Mucho antes de que dicho Apocalipsis sucediera, la localidad que le vio nacer iba a verse afligida por la repentina y brutal muerte callejera de Matías, “Cara de Erudito”. El suceso luctuoso aconteció durante el enlace figurado del viernes con el nacimiento prematuro del sábado, a la semana siguiente de la apresurada y secretísima partida del “Agarrado”. Como queda ya reflejado, Matías profesaba una espiritualidad costumbrista cercana a la más burda superstición, atributo éste que la totalidad del villorrio consideraba una manía digna de ser extendida entre el resto de la población. En cuanto al origen que le hacía merecedor desde los ocho años de un alias tan peyorativo para el alias en sí, que no para Matías, decir que toda su sapiencia se limitaba a saber sumar melocotones con la ayuda de los dedos de la mano. Pero nimiedades aparte, lo que de verdad profesaba “Cara de Erudito” era una especial predilección catadora por el trasfondo de los efectos secundarios que la bebida de mayor graduación etílica pudiera dispensarle. Precisamente durante esa madrugada en que se despidiera de la escueta parroquia concitada en la Taberna de Luisinho con el fin de experimentar con la facultad de la doble visión atribuible a todo bebedor de primera fila, el aludido trovador de versos desaliñados se encontraba medianamente ebrio, como para hacer desfallecer de su esfuerzo titánico a un tiro de bueyes con la mera exhalación de su aliento. Al verle transitar entre tropezones por la calzada de adoquines encajonados, maniobrando en eses cada vez más dilatadas, me vi impulsado a ir en su búsqueda, con la loable intención de agarrarlo del hombro, ayudándole a encaminarse hacia las proximidades del portal de su vivienda situada nada más abordar el giro hacia la derecha de la salida de la callejuela. Servidor disfrutaba igualmente de los placeres derivados del trasiego de una botella enterita de vino tinto y los movimientos impulsados por las extremidades inferiores no concordaban en absoluto con los intereses racionales de mi conciencia embotada, hallándome a diez metros escasos de donde se hallaba Matías, que en dicha tesitura rondaba la antesala del recodo ciego al amparo del haz de luz enfermiza expelida por un antiguo farol de gas. Recuerdo haber voceado en más de una repetición su nombre de pila, y en semejanza parecida, haber presenciado su lenta torsión de cuello, indagando el origen del vocablo altisonante. Y justo cuando me disponía a echar a correr como un rajado idiota hacia su triste destino donde se hallaba acantonado postrado de pie falsificándose a sí mismo en su figura de estatua de dudosa valía artística, rememoro haber visto cómo de la nada, postergada en la linde del recodo, surgió una ráfaga de viento despendolado, cuyo torbellino tórrido quedó enroscado alrededor de la silueta obnubilada de mi paisano, llevándoselo por delante con las consecuencias derivadas de un frenesí demoledor. Al poco de transcurrido el grueso del tumulto, me aclaré algo las ideas, atisbando cómo se esbozaba en la lejanía, entre enmarañadas y entretejidas brumas veleidosas, el perfil fantasmal de un carro de heno fresco, impulsado por el desenfreno sobrenatural de un jaco sarnoso y anémico, que pareciome estar más muerto que vivo de como estaba en los puros huesos. Sobre el pescante vetusto de madera pútrida, vi erguida, la figura nada decorativa de la Parca, tirando de las riendas que guiaban los impulsos de la cabalgadura con el ímpetu de un poseso, justificándose y sonriendo de manera insana dentro de las entrañas del sayo oscuro, en donde la infinidad y multiplicidad de sus facciones expresivas escapaban del conocimiento lúcido y cabal de toda presencia viva.
El carro dantesco y patibulario se fue alejando en tres o cuatro acelerones, saltando y rebrincando de una rueda a la otra, y mientras yo me perdía a la vera de mi desmayo, derrumbándome de costado sobre el pavés duro e ingrato de la vía pública, pude entreoír al difunto Matías gemirme su tramitación cortés de este plano secuencial de la vida bullidora y dichosa, antes de expirar entre inexplicables requiebros de satisfacción plenaria, cuya clara expresividad llegué a catalogar de innecesaria.

*****

La consiguiente conmoción del amanecer sacudió los cimientos centenarios de la villa como si a consecuencia de la defunción precoz, turbulenta y súbita de Matías, se dedujese un notorio y antinatural bajo índice de mortandad entre el resto de los residentes. Partiendo del accidente desafortunado del bebedor por excelencia del pueblo, donde nunca más iba a poder suponerse de quién dependía la conducción del obsoleto carruaje – salvo quien les hace a ustedes copartícipe de la historia, que noche tras noche desde entonces al apagar la luminiscencia de la llama del quinqué que emana su taciturna aureola cobriza en el centro del círculo imaginario que rodea mi lecho, recogiéndome en un ovillo, con la manta de lana aborregada arropada hasta las cejas y conformándome en susurrar unas vanas plegarias a modo de fútil conjuro, expectante, ansioso y aprensivo en una misma proporción de perder de vista para siempre las cenizas fúnebres de la puñetera Parca, acaparadora de sepelios, avariciosa hasta más no poder, cuyos restos polvorientos plasmaban su maldición en lo más hondo de las cataratas atronadoras de mi dichosa memoria indeleble -, el incidente de Matías no sería más que el detonador de la carga de dinamita que arrastraría al resto del pueblo hacia el cráter de la mina, sucediéndose una serie de despedidas sucesivas.
María Petí, la consorte del panadero Lucas Lemont i Frau, se nos fue a la semana del óbito de Matías, aquejada de unas dolencias punzantes en los bronquios. Un mes más tarde falleció el teniente de alcalde, y durante el proceso del tercer trimestre del año, las plañideras ejercieron de acompañantes de endeble fervor popular en los cortejos fúnebres tributados a Feliciano Ramírez, un rapazuelo de siete veranos; Héctor Lafuente, primo hermano del párroco don Elías y la señora Ramona, aunque a decir verdad, la bondadosa mujer se nos marchó del recuento del padrón municipal más por vieja que por factores inesperados.
Nuestro pueblo se sumió en la más hereditaria de las melancolías. Las cosechas de trigo, cebada, avena y maíz se perdieron a raíz de una sequía asfixiante. El suministro del agua corriente fue menguando hasta que las autoridades competentes del Departamento Comarcal de Recursos Hídricos decidieron de común acuerdo establecer un horario de restricciones. Paquito Morales, un sobrinito de la Antonia, desarrolló una sintomatología viral que iba más allá del proceso gripal al que no se le concedería la debida importancia y presteza en remedios galenos, yendo a más con el devenir de las horas, y a los dos días, su traviesa e inagotable vitalidad de mocoso indomable se le disipó por completo con don Elías deseándole la paz y el sosiego eterno en la inmensidad del paraíso celestial. Al pastor Celestino Ruscón le sorprendió un pedrisco beligerante en la cima de la Peña Echada, y perdió una veintena de ovejas atemorizadas que dieron un salto al vacío una detrás de otra, partiéndose el cuello y las más afortunadas fracturándose dos o tres patas, a las que hubo que sacrificar, además de su fiel escudero “Charro”, un perro pastor de lo más eficiente. En los comienzos del invierno, las bajas temperaturas recrudecieron sus gélidos registros en el mercurio de los termómetros, y a consecuencia de ello, dos ancianos muy queridos por todos se nos quedaron igual de tiesos que dos pilotes de cemento armado, con las cuencas azuladas y la mirada perdida en la indiferencia aún a pesar de haber dejado los fogones del horno de leña encendidos a lo largo de la noche.
En resumidas cuentas, un rosario de calamidades y tragedias. Todos nos volvimos más creyentes y a la vez más propensos a la superchería. Y a medida que se nos aproximaban las navidades, un joven embutido en harapos y apoyado erecto sobre un recio palo de roble a modo de muleta pateó con lentitud el sendero que conducía al pueblo, y una vez que estuvo a las puertas del umbral para acometer su ingreso en él, dos chiquillos lo reconocieron, y a voz en grito se encargaron de anunciar el regreso inopinado del “Agarrado”.
Los postigos y las contraventanas de los miradores y ventanales de cada propiedad se abrieron con ligereza. Las madres de los dos críos les urgieron para que se refugiaran en el portal. Miradas indiscretas escrutaron la estructura anatómica del extraño, pero nadie considerado de bien (y en la villa lo éramos todos) se encargó de tributarle una cálida bienvenida. Ni siquiera de sus más íntimos allegados partió salutación alguna.
“El Agarrado” prosiguió impertérrito en su marcha agonizante, renqueando como can apaleado sin piedad por su amo, enfilando rumbo a la Taberna. En ese preciso instante el referido local, refugio del duermevela y de la vista cansada, estaba de concurrido en similares condiciones de asistencia al recital cantarín de un loro del pirata Barba Gris: sólo estábamos el dueño de la tasca y un servidor. Hasta en ese comportamiento del ocio había ido declinando el pueblo.
“El Agarrado”, ataviado como un pordiosero leproso digno de la mayor de las lástimas, asentó sus cuartos traseros en la silla más accesible al alcance de su cojera predominante, y guardando reposo, se nos quedó allí, remolón y silente a la usanza de un rústico cuenta fortunas, a medias ciego, a medias vidente de la buenaventura, con la vista envejecida circunscrita en un punto intermedio situado entre la columna decorativa de la barra del bar y la pared de la licorera donde quedaba pésimamente colgada la copia baratija de un cuadro paisajístico de Zurbarán.
De un modo malintencionado, Luisinsho y yo le hicimos un vacío muy desconsiderado.
Tal falta de destreza en la salvaguarda de los buenos modales no fue óbice para que el recién llegado se aclarara la garganta y me llamase por mi nombre adquirido en el rito del bautismo:
– Dios bendito, Francisco.
“Francisco…Francisco… – carraspeó de manera repetida antes de centrarse en lo principal, el meollo de su verdad, de su confesión velada. – Lo he conseguido. Conseguido está…, y aquí me tienes nuevamente de vuelta.
Para la erosionada sensibilidad emocional del joven parecía no existir la cercanía hosca del tabernero. Por un breve momento de piedad cristiana, me puse a rememorar al “Agarrado” de los mejores tiempos y no pude acallarme ni ignorarle por más rato. Deposité el vaso del vino tinto sobre el mármol de recias líneas veteadas del mostrador y me dirigí, espantando mis cautelas, hacia la mesa ocupada por el muchacho. Apropiándome de una silla que caía a mano, me senté enfrente de él con el respaldo apretado contra mi esternón y costillas. Su rostro medio oculto entre la tela apolillada de una capucha de monje. Las manos como garras de halcón, enfundadas en unos mugrientos mitones de lana negra. La pierna endolorida y lacerante de torturas inconfesables (preferible mantenerlas invisibles), extendida en una postura imposible para cualquier articulación de la rodilla, apuntando la pierna hacia el dintel de la entrada como si fuera la pata movible del compás, formando un ángulo con el resto del cuerpo de noventa grados.
No pude reprimirme, y con la voz quebrada por la emoción de poder reconocer ciertos rasgos familiares en ese desecho humano, espantapájaros propio de un erial corrompido por las dotes dañinas de una hechicera, en fin, una deformidad infinita encajada en un armazón de huesos, ligamentos, carne y órganos vitales de lo que antes fuera un orgulloso cuerpo humano, me dirigí a él en los siguientes términos:
– Luis. Dios mío, Luis. ¿Pero qué te ha pasado? ¿Qué te han hecho? ¿En qué te han convertido? Estoy por no reconocerte, de lo desgraciado que me pareces.
El joven reclinó el mentón prominente sobre el hombro izquierdo, haciéndome creer que observaba de refilón el quicio de la puerta de donde procedía el rumor inquietante del cierzo dispersando susurros y murmullos siseantes, cuasi humanos. De sopetón separó los lívidos labios entrecerrando los ojos al hacerlo. El viento arreció… Los siseos tornáronse en una multitud de palabras blasfemas e inconexas en contenido gramático.
– Todo salió según lo previsto. Dios Sagrado, Francisco. No sabes ni por asomo lo arduo que resultó dar con el camino. Con esa ruta escurridiza y tortuosa que culmina en Fuentefin. Un camino cambiante. Un camino que parece estar VIVO, revuelto y ladino. Una noche, en la cual disfrutaba de la luz difuminada de la luna llena, podía vislumbrar la silueta de sus casas desde la lejanía en que me asentaba, subido en una colina. El sendero estaba encajado en la garganta estrecha y angosta que separaba dos riscos calizos de altitud casi lindante lo celestial, y al amanecer entrante, ya había desaparecido de mi vista. Sigiloso. Efímero. Y así en cientos de lugares, parajes, escenarios por donde yo pasaba, añadiendo una etapa a otra sin que supiese cuándo iba a concluir mi recorrido con destino incierto en el mapa de rutas. El camino era una interminable y escurridiza culebra de dimensiones monstruosas. Y por cada lugar que discurría, reptando sobre su vientre hinchado, no dejaba más rasgos y signos de su paso que el ingrato llanto del dolor familiar y la desolación de la peste.
– No puede ser cierto. Nadie… Se comenta que quienquiera que llegue a frecuentar ese lugar es para no volver.
“Y tú HAS VUELTO. Y en qué estado…
Luis Martínez Coca, alias “El Agarrado”, se removió sobre el asiento. Su vista atenta al menor ajetreo visceral del ventarrón imperante al otro lado de la puerta. Sin mirarme, prosiguió en la narración de su terrible aventura:
– Francisco, si te dijese que merece la pena regresar de la guisa en que me ves con tal de haber obtenido la primicia de haber transitado por las calles marchitas y cadavéricas de Fuentefin, me tacharías de loco confeso.
“¡Está bien! Considérame un trastornado de por vida. Un demente sin ningún futuro ni ninguna posibilidad de reinserción en la sociedad. Y todo ello por haber osado patear las calles y avenidas principales de esa villa de pesadilla. Enajenado a la par que insensato por haber asistido a la Reunión de los Sin Vida. Ido por haberme hecho pasar por uno de ellos. Y de mentalidad insana debido al engaño urdido contra la Parca. Táchame de perturbado mental, de lo que quieras, pero la cuestión es que llegué hasta el final de la historia. Conviví dos intensas jornadas de martirios con sus “habitantes” – y de entre ellos descubrí una verdad aterradora que nos atañe-; simulé que no reponía fuerzas para asemejarme a sus caracteres inapetentes permaneciendo oculto en las alcantarillas y me reí de la Sonrisa Mortal en sus mismas narices. Y lo que es más significativo y que sin duda contentará a nuestra Comarca…- se acalló por unos segundos, vacilando ante el llanto peregrino del viento. Echó la silla hacia atrás, añadiendo en un hilo de voz rota por la ansiedad: – ¿Sabes? Lo vi por allí, igual de despistado como en su vida precursora.
– ¿A quién viste?
– A Matías.
Una sombra plomiza se desparramó sobre la losa del suelo de la taberna. Unos pasos tenues resonaron cerca del dintel.
El dueño del local fue el primero en recaer en su aparición pujante, petrificándose de pie detrás del mostrador del bar. El plato que atendía entre las manos se le cayó al suelo, fragmentándose en mil piezas de porcelana toledana.
La figura se desplazó por la entrada, relajada, sonriente como un bendito. Los cabellos lacios le colgaban sobre sus hombros hundidos. La espalda encorvada hacia el frente. El pecho salido como si algo le hubiese estallado en los costillares. Y el rostro desfigurado, con los ojos recluidos en las concavidades de las cuencas, los pómulos tensos y abultados como melocotones maduros, el mentón torcido y la tez macerada. Aún a pesar de su pérdida manifiesta de vitalidad, era Matías.
Matías, “Cara de Erudito”.
Sonriendo como un niño grandote, cruzando los brazos sobre su pechera henchida de gases descompuestos, musitando mi nombre…
Luis situó su mano derecha sobre la mía, atrapándola con la misma intensidad que lo haría una viuda negra al envolver a su presa con sus patas peludas antes de haberle inyectado su atroz y paralizante veneno. Me miró con evidente felicidad. Y antes de que yo decidiese emular la comprensible actitud defensiva del dueño de la Taberna, alcancé a descifrar gran parte de su verdad enloquecida:
– Es estupendo, ¿verdad, Francisco?
“Nuestro avezado amigo está de nuevo con nosotros. Pero eso no es todo.
“Faltan los demás…
“Falta por ver a María, la esposa del panadero. Falta Feliciano. Y Héctorcito. Y la señora Ramona. Y el sobrinito de la Antonia. Y los venerables ancianos del caserío. Pero no te impacientes… Los veremos ahora mismo.
“Están ahí fuera. En la plaza Mayor. Deseando reencontrarse con sus seres queridos.
Conforme me fui haciendo a la idea, el lenguaje inquietante del supuesto ventarrón se trocó en un guirigay de voces grotescas y que en modo alguno correspondía con el genuino recuerdo de los seres que en su momento de máximo esplendor nos fueron tan queridos y apreciados, y que ahora se nos hacían tan apartados y ajenos del círculo familiar del poblado. Porque de manera incuestionable, y que me perdone el Cielo si acaso yerro, el lugar que le correspondía era el consabido purgatorio del cual, con la consabida ayuda del “Agarrado”, habían logrado evadirse de la dictadura de la Parca.
Y puedo asegurarles que no tardamos mucho en devolverles a las yacijas terrosas de sus respectivas tumbas reconvertidas en definitivos lechos mortuorios, con los restos diseminados a resultas del impulso de nuestras hachas, terminando de esta manera con los progresos de su “resurrección“…
Por cierto, en el arrebato de inmensa indignación que germinó en las hasta entonces pacíficas gentes de la comarca, “El Agarrado” fue forzado a hacerles compañía eterna, inmovilizado mediante el procedimiento anti-escapista de ajustadas correas y recias cuerdas rematadas en nudos contundentes y enterrado en su ataúd bajo cinco metros de tierra bien apisonada por nuestras palas justicieras.
Pero ésta es otra historia, y por desgracia, demasiada violenta, como para ser relatada en fechas tan señaladas…
Porque estamos en navidades, y en estos días se entonan villancicos, nunca maldades…

12 comentarios en “El pueblo maldito de Fuentefin

  1. ¡¡¡Robert!!!no se puede publicar esto a estas horas de la madrugada. ni se debe leer. Me has tenido en tensión durante los 10 minutos que he tardado en leer el relato de horror… Temblando, aterida de frío y con los párpados cayéndose de sueño, no podía dejar de leer. Si me vuelve a dar un infarto, la culpa será tuya. Je.je.je… ;D Feliz fin de semana,y un besazo.

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  2. Jolines… Yo… Lo siento, Meg.Esto… Espera que llame a Dominique.¡Dominique! ¡Hay que compensar a Meg por el susto tremebundo que lleva en el cuerpo!Aquí llega mi fiel lacayo. Vamos a ver lo que te trae para quitarte el disgustazo…Un rascador de espaldas. Bueno, algo es algo, Meg.Un besazo, y cuando estés despierta, comprobarás que todo fue una pesadilla, ja.

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  3. Vaya… Buff… Nela… Yo… No sé qué decirte.Espera un poquito.¡Dominique! ¡Trae la grabadora!Buen chico. Toma una natilla caducada hace año y medio. Te vendrá bien para la úlcera del estómago.Bueno, ahora pongo en marcha la grabadora. La cinta viene preparada ya con la disculpa.Voilá:”- Señor ó Señora Ilustre Visitante a mi Castillo del Horror y las Pesadillas Interminables. Recordarle que usted visita el lugar por su propia voluntad, por lo tanto deberá de asumir las consecuencias. Suyo servidor. Robert “El que nunca duerme”.”Ya lo oyes, Nela. No voy a estar regalando rascadores de espalda a todo el mundo. Así que a quitarse la impresión viendo el telediario de las tres, ja ja.Un fuerte besote, amiga. 😉

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  4. Hola, thundergirl. Te agradezco la visita. En cuanto pueda, me pasaré por el desafío. El problema es que esta semana trabajo de tarde y llego supertarda a casa. Vamos, que lo que voy a publicar, lo tengo ya escrito de la semana pasada, cuando estoy en turno de mañana, y tengo la tarde para darle a la inspiración, ja ja. Un fuerte abrazo, compañera.

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  5. Esto… el caso es que no sabes cómo te agradezco la invitación, pero no sé si voy a poder ir, ya sabes, tengo una agenda apretadísima. No es por no ir; si hay que ir, se va, pero ir por ir es tontería. Yo cedo con gusto la oportunidad a otras personas…

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