Jugando a ser Dios

Llegó el momento más dulce de la cena. La hora del postre. El genial repostero Bogus Bogus, refugiado apátrida en mi hacienda desde que discutiera con su anterior amo, el muy blasfemo Conde Testa Dello Infernos, y fuera por consiguiente despedido de forma injusta (afortunadamente para mis intereses golosos, um), nos presenta un pastel dulce, apetitoso, delicioso, y sabroso. Es su última creación. Pero no sean tímidos. Acerquen sus platos y deje que les sirva una porción. Saboreen su textura. Mmm…
¡ÑAM! ¡ÑAM! ¡GRONFA! ¡GRONFA!
Disculpen mi grosería al anticiparme en zamparme mi porción. No me pude contener.
Mientras Bogus Bogus finaliza con el reparto del pastel, les entretendré con mi última creación literaria. Que aproveche.

Los grillos emitían su peculiar sonido refugiados entre la verde y alta hierba que conformaba el inmenso prado que rodeaba a la casa de verano del adinerado Jim Delawere, alcanzando el paralelismo con una solitaria isla perdida en medio del océano. El astro rey empezaba a adquirir ya el característico tono anaranjado al declinar la tarde, y lentamente iba descendiendo del azulado firmamento para comenzar a ocultarse detrás de las montañas erosionadas del valle de Tenpain, dotadas de cumbres medio ovaladas por el efecto devastador del tiempo y sus condiciones meteorológicas.
En la lujosa mansión de Delawere, este mantenía una acalorada discusión con su amigo íntimo desde la infancia, Frederick Sotdhler. En la parte superior de la fachada frontal de la vivienda de estilo colonial holandés, a través del cristal de un ventanal de cuerpo entero adornado exteriormente por unas enredaderas que correspondía a la biblioteca, se podía vislumbrar la alargada figura de Frederick con una copa de brandy en una mano y un puro habano entre los dedos de la otra. Estando de pie, su vista estaba clavada en la parte derecha de la habitación, donde la pared exterior de piedra impedía ver a la persona de Jim Delawere, quien en ese instante le estaba dedicando un sermón con tono enérgico y quejoso. El rostro sonrosado de Frederick esbozó una sonrisa burlona, enarcó sus espesas cejas y abrió ligeramente la ventana por un lateral para arrojar a través del hueco la colilla de su puro. Este descendió verticalmente, y en poco más de un segundo impactó con el piso de cemento que rodeaba por completo a la hacienda, chisporroteando un poco, para finalmente dejar surgir unas volutas de humo negro que implicaba ya su fin.
De nuevo, visto a través del vidrio del enorme ventanal, Frederick se bebió de un único trago todo el licor que quedaba en su copa, y con una ligera indecisión inicial, echó a andar hasta hacer desaparecer su figura por el lado derecho de la fachada. Tras unos breves instantes, resurgiría con la copa llena hasta el mismísimo borde. El dedo índice de su mano zurda apuntaba hacia la zona de la pared que ocultaba la figura de Delawere. Al estar aún la hoja del ventanal ligeramente sin encajar en su marco, se alcanzaba a poder escuchar la voz profunda y descontenta del mencionado Delawere. Frederick se agachó, ofreciendo la espalda, y cuando se volvió a erguir portaba un teléfono antiguo de disco en una mano, con la copa en la otra, haciendo peligrar el contenido de la misma, derramando gota a gota el brandy por su redondeado pie hacia el suelo. Frederick hizo florituras en su maniobra para coger el auricular con la mano izquierda y sujetar el aparato telefónico contra su regazo, dedicándole una mirada displicente a la oculta personalidad de Delawere. Se situó el auricular entre el cuello y el hombro izquierdo para poder marcar un número con el dedo índice de la mano libre. El disco giró siete veces para otros tantos números. Una vez hecho, sujetó el auricular con la mano. Pasarían unos segundos hasta que pudo iniciar la conversación deseada con la persona a la que había llamado. Su diminuta boca se expandía y se cerraba con frenesí. De tanto en tanto miraba hacia su izquierda y entonces perfilaba una sonrisa complaciente hacia su anfitrión.
Estuvo charlando por espacio de cinco minutos. Una vez finalizada la conversación volvió a colocar el auricular en su sitio, suspirando de alivio. Guiñó un ojo a Delawere, quien continuaba lejos de ser visto desde el exterior de la casa.
Frederick se agachó para depositar el teléfono en una mesita y terminó de apurar su copa, engullendo su contenido como si fuese un camello sin reservas de agua. En un momento determinado desapareció por la derecha. En ese preciso momento, uno de los brazos de Delawere surgió desde el anonimato de su posición. La mano estaba recubierta por un guante de piel de liebre. El brazo se agitaba frenéticamente de arriba hacia abajo, la mano encogida en un puño. La ira predominaba en ese miembro expuesto. Por ende, también hacía lo propio con el estado anímico de Jim Delawere.

La noche se aposentó sobre la villa apartada de Jim Delawere. Infinitas estrellas titilaban en un cielo nocturno despejado de nubes, y por encima de los contornos de las montañas desgastadas, la luna en cuarto creciente era la reina en exclusiva de esa fase horaria.
En un desvío de la carretera procedente de la ciudad, consistente en un simple camino de tierra que atravesaba el prado, una furgoneta de carrocería blanca, marca Citroen, se iba acercando con los faros apagados, guiándose como punto de referencia por las luces que emergían de las ventanas de la mansión. Tras llegar a su destino final, y sin apagar el motor, dos hombres de fuerte constitución física se bajaron del vehículo. Sus impecables batas blancas de enfermeros fueron vistos por Frederick desde el enorme ventanal de la biblioteca. Este abandonó su puesto en la atalaya, desapareciendo su figura por la pared de piedra.
Mientras tanto, los hombres de la ambulancia privada se dirigieron hacia la puerta trasera de la misma. El más corpulento de los dos la abrió a la vez que su compañero entraba de un salto en su interior. Al poco rato surgieron las pequeñas ruedas negras de una camilla. Compenetrándose ambos, la fueron bajando con sumo cuidado, para acto seguido dirigirse con ella hacia la puerta principal de la casa. Se observaba perfectamente como una persona de larga cabellera rubia se agitaba bruscamente sobre la camilla. El enfermero más robusto llamó a la puerta con los nudillos de su mano diestra. Insistió seis veces, sintiéndose cada vez más molesto por dilatarse la entrega. Cuando iba a golpetear por séptima vez, la puerta se abrió hacia adentro. La figura tambaleante de Frederick fue quien les atendió. Este extrajo un gran fajo de billetes de cincuenta dólares del interior del bolsillo de su chaqueta y se los tendió. El compañero del forzudo introdujo la camilla dentro del recibidor de la casa y volvió a salir por el dintel de la entrada. Tras estar de acuerdo en la cantidad de dinero pactada, se despidieron cortésmente de Frederick, se subieron a la ambulancia sin distintivos y se marcharon igual de desapercibidos como llegaron.
Frederick contempló cómo se alejaban durante unos segundos, pero entre que ya era noche cerrada y lo ebrio que estaba, los perdió de vista en un santiamén. Rió con desgana como un tonto y cerró la puerta, corriendo los pestillos de los cerrojos.

– ¡Vaya! ¿A quién tenemos aquí? – dijo Frederick con una voz espasmódica y soltando algún que otro hipido hacia el rostro horrorizado de la muchacha tendida en la camilla.
Según veía con sus propios ojos vidriosos, al par que lujuriosos, los chicos se habían portado de maravilla en relación con lo que había encargado por el teléfono: ejemplar femenino, no mayor de treinta años ni menor de veinte, de cabellos rubios y figura atractiva. El subordinado que introdujo el pedido en el interior de la casa le aclaró lo más escueto posible que la encontraron en las cercanías de Claver Park, regresando al campus de la universidad de Pembrico. No les fue nada difícil, dado lo solitario del sitio en ese momento, abordarla con un trapo impregnado en cloroformo para luego inmovilizarla en la camilla.
Frederick la siguió examinando detalladamente. La joven sólo llevaba puesta encima la camisa de fuerza y unas braguitas negras. Un trozo de esparadrapo colocado sobre los labios le impedía articular palabra alguna, con los largos cabellos rubios revueltos sobre sus hombros. Una gruesa correa colocada sobre el pecho la oprimía contra la camilla, evitando que se moviera, y sus pies desnudos estaban amarrados con cinta aislante alrededor de los tobillos. Los preciosos ojos azules celestes de la chica miraban con terror evidente a la altanera figura de Frederick. Este dirigió una fugaz mirada hacia la hora marcada en el reloj de pie del vestíbulo, y viendo que aún faltaba más de media hora para la hora acordada con su socio, decidió pasar un buen rato con la muchacha. Se bajó la cremallera de la bragueta del pantalón e intentó subirse encima de la camilla. Estuvo forcejeando con las barandillas laterales, y cuando estuvo cerca de bajar una, se tropezó, cayendo de bruces contra el suelo y a punto de hacer volcar la camilla con la joven amarrada a ella. Masculló su maldición por esa contrariedad. Se palpó el cuerpo, antes de ponerse de pie, asegurándose que no se había roto ningún hueso. También se percató de la integridad física de la chica. Desistida la intención de mancillar su honor, estuvo hablando necedades para sí mismo, recreándose de vez en cuando en la belleza de su prisionera.
El tiempo fue pasando, hasta que sonaron las dos campanadas sobre la medianoche.
Había llegado la hora acordada con Delawere.
Sus manos blanquecinas sujetaron la camilla por el tirador, y empezó a empujarla por los pasillos mientras canturreaba una horrible canción. Se encaminó hacia el ala este, hasta detenerse ante una puerta metálica. Arrimó sus labios ante un intercomunicador automático, y dijo con voz apremiante:
– ¡Jim! ¡Jim! Ya traigo la carnaza.
Al otro lado de la puerta se podía percibir cómo alguien quitaba una serie de cadenas, para al final abrirla hacia dentro.
Frederick empujó la camilla hacia su interior mientras la puerta se volvía a cerrar a sus espaldas.
La estancia era una diabólica mezcla de sala de torturas y pequeño laboratorio científico. Las cuatro paredes y el techo estaban encaladas, mientras el suelo estaba conformado por baldosas de falso mármol gris claro. La parte que implicaba al laboratorio disponía de una alargada mesa metálica cubierta por un mantel desechable de plástico de color azulado, confiriéndole un aspecto sobrio y pulcro. Sobre la mesa había dispuestos numerosos libros y facsímiles de tratados de estudios medievales, tubos de ensayo, probetas, cubetas de plástico y de aluminio, botellas transparentes donde sobresalían los tonos variopintos de los líquidos en ellas albergadas, dos candelabros de bronce de cinco brazos con sus correspondientes velas encendidas que iluminaban tenuemente la estancia, diversos instrumentales de acero, un recipiente de madera con tapa corrediza y otra de plástico duro transparente en la cual estaba Delawere removiendo con una cuchara un espeso líquido de olor hediondo y cuya composición de los ingredientes en ello empleado sólo era conocedor su propio creador.
Frederick dejó la camilla con la prisionera al lado de un cepo vertical de estilo sadomasoquista, para luego quedarse mirando como su amigo trabajaba con tal ardor y entregado a su obra, que el sudor empapaba su frente arrugada. En realidad, Delawere se asemejaba al alma del diablo. Medía un metro ochenta, era enjuto en carnes como un prisionero de un campo de concentración nazi y su pelo grisáceo hacía simplemente mención de aparición ligeramente por los bordes de su cuero cabelludo. Lucía una bata negra, de la cual sobresalía la parte inferior de unos pantalones marrones de tela italiana. Esto y sus zapatos de piel de cocodrilo indicaban cuál era su verdadero status social y económico. En cuanto a edad, sobrepasaba en siete años a Frederick, quien tenía cincuenta.
Delawere continuaba mezclando varios ingredientes adicionales en la caja translúcida. El resultado de su peculiar elixir fue adquiriendo un color negruzco, volviéndose cada vez más repulsivamente viscoso.
– Esta es la última vez que acepto mostrarte un experimento mío, Frederick.
“LA ÚLTIMA VEZ – enfatizó, mientras seguía revolviendo con un cucharón metálico el espantoso menjunje.
– No, si al final la culpa será siempre mía… – se defendió Frederick. Los dedos de una de sus manos empezaron a recorrer la parte interna de los muslos de la muchacha, que luchaba por salir de su estado de medio shock emocional. – Recuerda que fuiste tú el que sacó a la palestra las posibilidades de una poción que hiciese evolucionar hasta el infinito el intelecto de nuestra especie.
– De acuerdo. Pero es que los experimentos y los ensayos previos hay que realizarlos con la pausa y sensatez adecuada, tomando el tiempo necesario para ello. No como tú, mi estimado amigo, que hay que llevarlo a cabo todo en poco menos de tres horas, cuando se necesita mínimo unas cuantas semanas de pruebas en animales, antes de recurrir con las personas… – continuaba revolviendo una y otra vez. Al mencionar lo último, fue cuando finalmente reparó en la presencia de la muchacha. – ¿El sujeto es como te lo había especificado? – preguntó, señalándola con su mano izquierda enguantada. La otra estaba al descubierto.
Frederick extendió la brazos hacia arriba en un gesto de satisfacción.
– Pues claro que lo es. ¿O acaso tú desconfiada mente mezquina creía que mis chicos me iban a dejar en mal lugar? Obsérvala tú mismo. Una mujer joven, esbelta, atractiva, sana, de largos cabellos rubios. Ya sabes. Las de mi tipo – le dijo a la vez que introducía su mano diestra por debajo de la camisa de fuerza buscando la rotundidad de los pechos de la joven.
Nada más percatarse Delawere, este estalló encolerizado.
– ¡Déjala en paz! No debes ni rozarla, cerdo pervertido. Que quede claro que esos datos los pediste tú, Fred, viejo verde. Yo sólo necesito un conejillo de indias de aspecto saludable, nada más.
– Bueno. Relájate un poco. Y empieza ya de una vez. Tan sólo deseo ver cómo pones en práctica la teoría de tu maldito experimento. Por favor, date prisa, por lo que más quieras. Estoy que me caigo por el sueño – Frederick se sentó sobre el borde de la camilla, emitiendo ésta un quejido metálico de protesta contra el exceso de peso. – Además te recuerdo que mañana a estas horas deberé de estar en el Hospital Nacional de la maternidad de Sao Paolo utilizando el fórceps y practicando cesáreas en aras de aumentar la población de mi querido planeta Tierra.
– Ya falta poco. Mientras haz algo útil aparte de ayudar a alumbrar niños. Por ejemplo, acomoda el sujeto A en el molde de contención.
Frederick se puso erguido con suma dificultad, colocándose detrás de la camilla, empujándola y dirigiéndose hacia un gran molde ubicado en el suelo con forma de silueta humana.
Al llegar, calibró el peso de la chica con cierto desaliento.
– Tendrás que acomodarla tú, Jim. Yo, con estas manos y mi debilidad actual por los efectos de la bebida, no puedo – protestó, tratando de controlar los temblores de los dedos.
Delawere dejó de revolver el contenido del recipiente, y sin disimular lo alterado que estaba por tener que escuchar las continuas tonterías de su colega, rodeó la mesa de laboratorio para aproximarse hacia el molde, a la vez que le ordenaba con la mirada que le sustituyese removiendo los ingredientes de la fórmula mientras él se encargaba de introducir a la joven en su encierro definitivo.
Se acercó a la camilla y la liberó de la correa que la mantenía postrada sobre la misma. La chica intentó resistirse, pero la camisa de fuerza firmemente ceñida y sus tobillos inmovilizados por la cinta aislante facilitaron su introducción en el molde. Encajó su delicado y estrecho cuello en una sujeción de acero en forma de collar y lo cerró, evitando de esta manera que pudiera intentar incorporarse sentada. Luego la agarró por las piernas, y la hizo de estirar el cuerpo al máximo, colocando otras dos sujeciones de menor tamaño alrededor de sus tobillos a modo de grilletes. Había otra enorme sujeción que apretó sobre el vientre de la prisionera. Y otras dos similares a las de los tobillos, en este caso para las muñecas, pero que no hizo falta hacer uso de ellas por la gran utilidad de la camisa de fuerza. La chica se esforzó por moverse, en vano para su pesar e impotencia. Delawere la miró con frialdad a los ojos, y al ver que los tenía bastantes enrojecidos, le aplicó las gotas de un colirio para dilatarle las pupilas. Satisfecho, ordenó a Frederick que trajese el recipiente. Este se acercó con sumo cuidado y se lo entregó. Delawere verificó que la mezcla estaba perfectamente fermentada antes de ponerle la tapa al recipiente. En realidad era un artilugio que constaba de un tubo de goma y un pequeño cuadro de mandos sobre el cierre del mismo. Delawere solicitó a Frederick que le quitase a la bella muchacha el esparadrapo de la boca, cosa que este cumplió con presteza.
– ¡Sáquenme de aquí! ¡Cabrones! ¿Qué pretenden? – vociferó la estudiante universitaria al borde de la histeria nada más verse libre de la mordaza. Tironeaba con tanta fuerza de las argollas que sujetaban sus piernas por los tobillos, que con el roce contra el metal, estaba despellejándose la piel de la zona.
Delawere se enfureció sobremanera al oír tamaño alboroto, y aprovechando que la chica tenía la boca bien abierta, le introdujo el tubo garganta abajo empleando una brutalidad desmesurada.
– ¿Y ahora…? – preguntó Frederick con el semblante asombrado de la cantidad de sonda introducida.
– ¡Ahora esto! – y al decirlo, Delawere accionó los mandos.
El líquido viscoso e ignominioso recorrió con lentitud el interior del tubo, hasta ser ingerido por la joven. Su nuez subía y bajaba sin cesar y la garganta se le dilataba por la fuerza con que era introducido el producto en su esófago hasta alcanzar su estómago. Los ojos estaban a punto de salirse de sus órbitas, para finalmente volverse y quedarse blancos.
Frederick no pudo soportar ver el sufrimiento atroz de la joven, buscando una cubeta donde poder vomitar.
Casi un minuto largo le costó vaciarse al recipiente. Delawere extrajo con cuidado la sonda que estaba recubierta de una masa gelatinosa de flemas sangrantes. Aparentemente la chica había pasado a mejor vida. En cuestión de pocos minutos se le hinchó el vientre, los labios de la boca quedaron agrietados por la presión ejercida por la máquina al introducirle la extraña pócima, a la vez que su cutis terso ya adquiría un color amarillento y macilento. Delawere situó la tapa del singular féretro y la aseguró con un candado. Luego recogió la máquina de la sonda y la situó en la mesa del laboratorio, entre los dos candelabros.
– ¿Y ahora qué hay que hacer, Jim? ¿Enterrarla nosotros mismos, o llamar a Pompas Fúnebres? – le preguntó Frederick entre risitas nerviosas, bajando la altura de la camilla para echarse una cabezada.
Delawere dejó escapar un bufido. Se le ocurrió una idea brillante: ataría Frederick a la camilla (cosa que no sería nada difícil, dado que aparte que era mucho más fuerte que su amigo, Fred estaba bajo mínimos por la cantidad excesiva de bebida ingerida), le introduciría la sonda por la boca, pulsaría el botón de “succión” y contemplaría con gran regocijo por su parte cómo las vísceras del infortunado idiota irían a parar dentro del depósito de la caja. Desde luego, sería bonito observar los mofletes adhiriéndose a las mandíbulas, el vientre contrayéndose, sus contorsiones encima de la camilla producto del sufrimiento de la macabra tortura, con los restos de la cena sin digerir resbalándosele por las comisuras de los labios…
– Ahora sólo queda esperar a los resultados, si es que los hay – contestó, apartando ese pensamiento de la cabeza.
Se dirigió hacia un asiento de tortura que quedaba cerca de la entrada a la estancia, apretó tres botones disimulados que había encima del brazo izquierdo, y al instante las cuchillas puntiagudas y los grilletes desaparecieron como por obra de un milagro.
Se dejó caer en el sillón, en espera del momento en que su experimento empezase a surtir efecto en el cuerpo de la muchacha.
Entre tanto, desde el corredor más cercano sonaron las campanadas señalando las tres menos cuarto de la madrugada.

Frederick Sotdhler vio perturbado su frugal sueño nocturno a las cuatro de la madrugada por un llamativo estrépito procedente de la misma sala en donde se hallaba. Estaba tumbado boca abajo sobre la dura colchoneta de la camilla, y nada más abrir los párpados pudo ver que la estructura sólida del molde donde estaba confinada la muchacha se encontraba resquebrajada, con la tapa hecha trizas cerca de la mesa del laboratorio. Con los efectos persistentes de la borrachera que llevaba encima, hizo apoyo sobre su codo derecho para incorporarse lo más deprisa posible, y al tratar de sentarse recayó en que alguien le había atado las piernas con las correas a la barandilla de la camilla.
“Vaya, Jim. O esta es una de tus raras y atípicas bromas, o es que quieres averiguar si acaso soy la reencarnación de Houdini” – pensó.
Conforme cavilaba esto, un casi imperceptible, por la lejanía, aullido llegó procedente de los inmensos prados que rodeaban el hogar de Delawere.
Frederick dirigió su vista hacia su izquierda, observando como su amigo estaba durmiendo profundamente en el sillón de tortura. Con sumo cuidado se libró de las correas, se bajó de la camilla y se hizo con una de las velas del candelabro más cercano. Sacó el mechero del bolsillo derecho de sus pantalones, y tras un par de intentonas fallidas consiguió prender luz a la mecha negruzca de la vela. Con la ayuda de iluminación tan rudimentaria se aproximó hacia el sitio donde dormitaba Delawere, deteniéndose al fijarse que este se había situado sobre los ojos un antifaz negro para poder dormir, así como unos tapones para los oídos. Con paso indeciso desvió su camino hacia la zona donde estaba el molde. La tapa ya era irrecuperable, mientras la parte inferior se mostraba vacía, con los grilletes forzados y manchados en su superficie por restos de piel y sangre. No muy lejos del lugar donde ahora descansaba parte del molde había un charco apreciable de líquido viscoso con los restos de la camisa de fuerza del sujeto A.
– Jim. ¡Jim! – se esforzó en llamar a Delawere. – Jim, despierta – se volvió a dirigir hacia él con paso negligente.
Nada más llegar al lado de la silla empezó a golpear el brazo izquierdo de la misma, con tan mala fortuna, que apretó uno de los botones. Se escuchó un sonido seco, para contemplar seguidamente aterrorizado como siete afilados cuchillas atravesaban la garganta de Delawere.
Frederick soltó un grito penetrante al ver como su amigo se quitó el antifaz. Jim Delawere sólo alcanzó a poder decir una frase categórica antes de que la sangre acumulada en la tráquea se lo impidiera:
– Ahora entiendo tus prisas por sacar el experimento adelante, maldito traidor…
Frederick salió a trancas y barrancas de la tétrica habitación. Con las prisas, no se fijó que la puerta metálica había sido forzada desde el interior.
Recorrió innumerables pasillos hasta plantarse frente al perchero del recibidor. Recogió el abrigo, verificando que tenía las llaves del coche y se dirigió hacia la puerta principal, abriéndola con mano temblorosa. Abandonó la mansión dejando la puerta abierta, afrontando la negritud de la noche estrellada. Avivó el ritmo de sus pasos, pisadas precipitadas que resonaban sobre la superficie de cemento que circunvalaba los alrededores de la casa. Al final llegó fatigado al lado de su BMW de cuatro plazas. Introdujo la llave correspondiente en la cerradura de la puerta del conductor, alzó su mirada y contempló el perfil del astro lunar en cuarto creciente.
Por fin abrió la puerta. Se sentó frente al volante, cerró la puerta y puso los pestillos de cierre. Insertó la llave en el contacto, el motor rugió sin demora y con frenesí sacó el vehículo del jardín para dirigirse hacia el camino sin asfaltar.
Justo cuando pasaba al lado de uno de los olmos que había plantados a la entrada del camino, la luz fantasmagórica de la luna iluminó una figura definida femenina que dio un salto desde una de las ramas más altas, aterrizando sobre el techo del BMW.
Frederick percibió el terrible impacto al borde del espanto más demencial. Sus manos titubearon al volante, y el coche se salió del tramo lógico, recorriendo los siguientes metros sobre la hierba del prado.
Frederick detuvo el coche.
Por el espejo retrovisor vio reflejada una pierna aferrándose con los dedos del pie a la manilla exterior de la puerta derecha trasera. Giró su cabeza hacia atrás, observando petrificado como otra pierna se sujetaba con el uso de los dedos del pie a la manilla de la puerta trasera del lado contrario. Oprimió el pulsador de la luz interna del coche para ver con mayor minuciosidad esas extremidades, y le entraron casi arcadas al apreciar que la piel estaba completamente amoratada, con los músculos horriblemente tensos y desgarrados. Las piernas prosiguieron en su prolongación antinatural, con los pies ahora reconvertidos en garras sujetándose con firmeza a los guardabarros de las ruedas traseras.
El silencio continuaba reinando hasta que sus oídos captaron un sonido como si se estuvieran rasgando mil telas del mismo tejido de algodón al unísono.
Un suspiro de satisfacción surgió desde encima del techo.
Frederick iba a volver a poner el coche en marcha, cuando dos inmensos y alargados brazos surgieron delante del cristal del parabrisas, destrozándole las escobillas. Unas manos deformadas y enormes como sartenes agarraron el parachoques delantero, con visos de arrancarlo de cuajo. Frederick no pudo mantenerse más rato en sus cabales, vomitando sobre el volante al ver la forma en que la piel de aquellos brazos se iba estirando, siguiendo el ritmo de crecimiento de los huesos y los músculos.
Se sentía enfermo y aterrado a partes iguales, sin saber qué hacer a continuación.
En un ataque de lucidez, como cuando efectuaba una cesárea sin haber probado ni una gota de alcohol en las últimas veinticuatro horas, decidió jugárselo todo a la carta más alta. Abrió la puerta del copiloto como maniobra de despiste y salió por el de su lado correspondiente. Nada más echar pie a tierra, echó a correr con todas las escasas fuerzas que le quedaban dado su lamentable estado físico.
En plena carrera pudo entreoír una voz susurrante y sibilante suspirando a la noche:
– ¿Qué habéis hecho conmigo? ¿QUÉ ME HABÉIS HECHO?
Frederick continuó corriendo hasta que por fin alcanzó el camino de tierra.
Y allí fue donde tuvo el valor de volver la vista atrás.
Sobre su BMW se extendía el resultado del fallido experimento de su fallecido amigo. La otrora hermosa joven que le habían traído sus subordinados de una maldita compañía de ambulancias de la ciudad era ahora una entidad monstruosa. Sus piernas y sus brazos se estaban estirando y al mismo tiempo estrechando. Su tronco estaba firmemente adherido sobre el techo del vehículo mediante dos ventosas que antaño habían sido los pechos de una chica de veintidós años.
Y la cabeza.
Esto fue la perdición final en el frágil equilibrio emocional de Frederick.
Del cuello surgía una inmensa cabeza redondeada que se iba hinchando como si fuese un neumático de un camión. El diámetro de la cabeza mediría unos ciento veinte centímetros. La cabellera rubia ya no existía. Los ojos, los oídos, la nariz y la boca continuaban con el mismo tamaño original, motivo por el cual ya casi ni se les distinguía desde la lejanía del puesto de observación de Frederick. Este retornó su loca carrera desbocada por el camino rural, aumentando el ritmo al oír a sus espaldas como una especie de gigantesco balón de playa terminaba reventando por sus costuras.

Al día siguiente, el cuerpo sin vida de Frederick Sotdhler fue encontrado ahorcado por su propia corbata colgando de mala manera desde un roñoso aro de una canasta de baloncesto en el patio de una escuela de educación secundaria de una zona marginal de la ciudad.

Dos días más tarde, por casualidad, se descubrió el cadáver de Jim Delawere en avanzado estado de descomposición. Se dio por descontado que se suicidó él mismo en su aberrante silla de tortura.

Del resultado final del fracasado experimento de Delawere nada más se supo, así como tampoco del vehículo BMW de Frederick Sotdhler.

13 comentarios en “Jugando a ser Dios

  1. anonadado, extasiado, de lujo bro!, me tuviste media hora, leyendo y releyendo para poder dibujar con casi cercana exactitud el ambiente que propones en tu escrito… bravisimo..

    Me gusta

  2. Daniel HB., de nuevo te agradezco los elogios hacia mis obras. Con lectores como vosotros, a uno le quedan ganas de seguir escribiendo.Eso si, si encuentras el BMW, me lo devuelves, porfavor, que aún me quedan plazos por pagar, ja ja. Un fuerte saludo, socio y nos seguimos viendo en la red.:=)

    Me gusta

  3. También muchas gracias para ti, ANRAFERA. Tiene mucho mérito que me leas todo lo que estoy publicando desde que estoy en la comunidad de cincolinks. Si vivieras al lado, te invitaba a unos choricicos a la sidra con una caña.Como no es posible, de nuevo mi gratitud por demostrar que te gusta mi obra. Un saludazo, leñe. 🙂

    Me gusta

  4. Ay, Nela, ya lo siento haber causado de manera indirecta un desaguisado en tu cocina.¡Es que no se puede estar leyendo y dejando a la buena de Dios que se condimente solo, ja ja!En desagravio, mi tonelada de gracias en forma de besotes y abrazos de osito de peluche poseído por un espíritu de un político tránsfuga, ja ja.Un saludote. 😉

    Me gusta

  5. Gracias, Fernando. Se intenta crear tensión y sustos a gogó, ja ja. Bueno, mejor no, que si no se llenarían los servicios de urgencias de los hospitales.La pena es que ninguno de los dos se hubiera autoexperimentado en él mismo, como el doctor Jekyll, el de la Mosca y un largo ectétera.Un fuerte abrazo desde Pamplona.:)

    Me gusta

  6. ¡¡¡AAAAhhh!!! Me has hecho leer palabra por palabra hasta el final con la boca abierta y lospuños encogidos. Desde luego, sabes cómo asustar a las pobres niñas como yo. Sádico.Un besazo, a pesar de todo.

    Me gusta

  7. ¡Hala, Meg! ¡Exagerada! A fin de cuentas no ha pasado nada extraordinario. Total dos hombres maléficos transformando a una preciosa jovenzuela en la Velén Estevan del futuro (faltas ortográficos a posta, para que no se me demande por difamación, ja ja).Un fuerte saludo, besote angelical incluído.(uy, con visitas como las tuyas, me esoty volviendo un poco ñoño, ja ja)

    Me gusta

  8. Wow! Un relato genial, en mi mente estaba viendo todas las imágenes como en una película. Que listo el “engendro” se quedó el BMW 😛 O explotó todo junto con la cabeza :S

    Me gusta

  9. Nada, estimada amiga Mar, la creación horripilante se ve que al final se encaprichó con el vehículo, o lo que quedaba de criatura, porque sin cabeza…buf…Un fuerte saludazo y la sonrisa pertinente por ser una fiel lectora de escritos de pesadilla. 🙂

    Me gusta

Responder a Robert A. Larrainzar Cancelar respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Cerrar sesión /  Cambiar )

Google photo

Estás comentando usando tu cuenta de Google. Cerrar sesión /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Cerrar sesión /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Cerrar sesión /  Cambiar )

Conectando a %s