Tendencias aletargadas


Soy un chico solitario,
solitario y triste,
estoy completamente solo
sin nada que hacer.
Tengo de todo
cuanto puedas imaginar
pero todo lo que necesito
es alguien a quien poder amar.
Alguien
alguien
alguien
envíamelo
por favor.
Te haré feliz.
Espera y verás.
Rezaré con tanta devoción
al cielo
que terminaré encontrando
alguien a quien amar.

“Lonely Boy”, de Paul Anka.

1.

La cosa fue tirada de fácil. Tanto como pelar y comerse un plátano a medio madurar a la sombra de un chiringuito playero. La verdad era que en el intervalo previo al encuentro más crucial dentro de mis primeros escarceos allende la frontera de lo legal, las horas (larguísimas horas lectivas) se tornaron tortuosas y cargadas de una tensión de reminiscencias cuasi hitchockianas. Mi mano derecha no se asociaba en absoluto con la izquierda en el momento cumbre de tomar los apuntes, me pasé durante la celebración de las clases previas al evento masticando chicle sin azúcar con la notoriedad de un condenado crío piojoso cultivando toda suerte de figuras geométricas infladas de aliento gingival y no paraba de movilizar los pies debajo del pupitre adiestrándolos para una guerra sin sentido en el feudo dictatorial del desgraciadillo de Saddam Hussein por su tonta invasión de Kuwait. Los compañeros de clase no sabían a ciencia cierta el tipo de campo magnético que ejercía sus fuerzas destilando una cargada crispación añadida sobre mi bien asimilado ego, más propio de un broker defenestrado de Wall Street por haber aconsejado una inversión de IBM en piensos de cerdo de la granja del tío Moweer. Si hasta el viejo bastardo anclado en los entremeses del período neolítico, y por ende reencarnado en su séptima vida a modo de fama póstuma en una anatomía patética y alicaída que se suponía era el profesor de Lingüística Latina, concitó su detestable atención hacia un servidor como si yo fuera un extravagante papagayo en vías de extinción.
– ¿Se encuentra usted bien, señor Lester? – se interesó con asepsia.
– Si, como Jordan en figuras dobles contra los Celtics.
– ¿Está seguro de que no desea…?
– Claro – corté por lo sano.
El carroza adoptó un gesto de corte Humphrey Bogart entrecerrando los párpados con la confrontación de sus ojillos achispados, frunciendo el ceño de manera evasiva, retomando el estudio de las terminaciones “-inum” en la retórica gramatical del uso cotidiano del latín.
Al final, tras haber implorado encarecidamente al súper tío que vive Allí Arriba entre las nubes celestes para que la correlación espacio-tiempo hubiese discurrido en un lapso de concordancia sumamente eléctrico, análogo con la orina incolora de Ben Johnson dopado con la estimulación de los esteroides anabolizantes de las narices, la sirena más propia de un buque mercante turco con bandera senegalesa de la que se enorgullecía el rectorado del instituto Hackobee rezongó de manera estridente por cada uno de los recovecos del centro estudiantil. La ración mañanera de tortura auditiva nos comunicaba de la disposición de disfrute del receso de las 10.25, un somero cuarto de hora de relax destinado a recargar las neuronas deterioradas y de paso servir de estímulo parasimpático a la hora de estirar el conglomerado de músculos atrofiados a lo largo y ancho de la galería principal o de cualesquiera de sus ramales secundarios. Abandoné mi querido pupitre con todos los apuntes desperdigados por su superficie sintética, crucé de lado a lado la recta diametral del aula, alcancé mi pelliza de piel de búfalo por las solapas de lana artificial (estábamos en los albores del inicio de la temporada regular de la liga profesional de Hockey sobre hielo) y descendí con cierto garbo por las escaleras de grafito de dos escalones en dos. Saludé a un número indeterminado de tontorrones que me eran conocidos por las salidas de fin de semana y sin reparar en la quimérica probabilidad virtual de que algunos ojos perversamente indiscretos pudieran andar detrás de mis andanzas como moscones rondándole a una boñiga bovina, salí por las puertas de cristal irrompible de mi correspondiente bloque a la galería central. Esta estaba hasta los topes de peña cumpliendo con las funciones básicas de las hordas civilizadas en un setenta por ciento de pureza: fumando “porritos” blancos tipo “submarino”, hablando barbaridades a voz en cuello y quienes estaban domeñados psicológicamente por la exigencia de sus papis estudiaban de manera intensiva en los bancos de acero y aluminio ajenos a la algarabía general, mientras un grupillo de chulos “consideradme el Rey de las gracias” ejercía con adecuada simplicidad su función de payasos del Circo Popof, y hasta de vez en vez se aventuraban al ligoteo improvisado con la morena maciza despampanante de la clase contigua. En fin, un auténtico galimatías. Ni siquiera la mítica Torre de Babel pudo haber sido en sus tiempos de intento de construcción tan condenadamente lioso en su barullo. Dejé de fijarme en el desfile de la fauna autóctona para concentrarme en lo mío, que de por sí ya tenía lo suyo.
Fui dejando el bloque central en la lejanía, encaminándome hacia el área cercana al final del edificio. Entré por las puertas batientes e inicié mi meteórica ascensión por la escalera. En ese bloque cursaban estudios los de primer y segundo grado de la enseñanza secundaria, criajos de quince y dieciséis años con hechuras de perdonavidas de pacotilla, la mayoría adornados superfluamente con cadenetas de acero, con las chaquetas tachonadas de bisutería barata, pins de la muerte (profusión de calaveras piratas, pabellones negros, cadáveres vivientes, guadañas y tridentes satánicos con los filos y las púas respectivas derramando goterones de tomate concentrado en un relieve tridimensional risible), y embutidos en botas de cuero claveteadas con suelas de goma dura. Sinceramente, con cien de esa especie tan sui géneris George Foreman haría una buena selección de carne picada, reconvertida religiosamente con las caricias apadrinadas de su par de mazas de feria. Eludiendo el supuesto odio reflejado en las miradas rastreras que se cruzaron en mi trayectoria, deserté del tramo del rellano conflictivo y seguí adelante hasta el final, ascendiendo de nuevo más escalones. En el siguiente rellano me topé con una reunión clandestina de bellezas embutidas en cuero y minifalda negra que ni se dignaron en admirar mi tórax sobresaliente, aunque la verdad, quedaba bastante difuminado debajo del jersey de lana virgen. Ligeramente decepcionado por esta falta de carisma entre las féminas afronté una nueva tanda de escalones empinados, hasta alcanzar los limítrofes del tercer piso. En este caso el pasillo se encontraba estéril de presencia humana. Debida a esta carencia corporal ranciosa y sudorosa mi vista se fijó al instante en la puerta de color crema situada hacia el final del minipasillo de tránsito: con los tornillos medio aflojados, un simple letrero blanco con unas rudimentarias letras negras componiendo las siglas “W.C.”. Debajo de las dos susodichas letras venía dibujado un monigote sonriente tocado con un bombín.
Miré a la esfera de mi reloj tradicional suizo.
Eran las 10.28.
La hora casi correcta.
El día concreto.
El lugar exacto.
Me aguardaban los servicios masculinos.
La puerta estaba semientornada hacia adentro, en cuyo interior se presagiaba una densa oscuridad más propia de las interioridades umbrías de un panteón familiar del cementerio de París.
Debo de reconocer mis debilidades emocionales, y si hasta entonces ya casi estaba en los preludios de la danza de una tarantela italiana, la simple perspectiva de tener que entrar en esa gruta urbana de lobos metropolitanos hizo que me quedase tieso como un poste telefónico, paralizado por el grado de inquietud que me creaba dicho lugar.
“Cálmate, Schwarzenegger. Además, parece que han faltado a la cita” – me dije a mí mismo con el fin de abandonar mi estado de parálisis.
Entonces, como a modo de querer contradecir mi teoría principal, se fueron encendiendo en ráfagas eslabonadas las luces amarillentas pertenecientes a las hileras de tubos fluorescentes distribuidos a lo largo y ancho del techo de los aseos. Retorné a la realidad cotidiana de mi escrupulosa aprensión mordaz como si fuese la aureola de fama que precedía a un chico normal antes de bucear en las fangosas aguas que desembocaban en el submundo de las faltas deshonestas y de los delitos displicentes.
El concilio de la perdición y del pecado iba a tener lugar ahí dentro.
Y por desgracia, los miembros del selecto Club de la Delincuencia Juvenil estaban presentes.
Me esperaban con evidente recelo.
Sus voces…
– ¿No hueles algo proveniente del pasillo?
– Si. Es como si alguien se acabase de tirar un pedo.
Sinceramente, mi asistencia al desarrollo del conciliábulo de los delincuentes estudiantiles corrompidos por la codicia del dólar constituía para mi confort de miembro de la típica familia media americana un desafío digno de ser asumido, aunque sus posteriores efectos secundarios fuesen muy difíciles de ser evaluados en cuanto a las futuras connotaciones que ello implicaría en un futuro no muy distante.
De mí dependía dar el paso hacia adelante o declinarlo.
Lo dicho, constituía un desafío de cojones.

2.

– ¡Ya ERA HORA, carajo…! Llegas con una demora de la leche – farfullo irascible el debilucho amigo de Carlos. El mosca muerta reunía un físico tan consumido de miembros flojos y alargados como la paja seca reunida en los brazos de un espantapájaros, aderezado con una cabeza oblonga de rasgos faciales chupadas y de tez enfermizamente pálida que si se le ocurría de bote pronto sincerarse admitiendo sin tapujos que era un portador competente del virus del sida, nadie se lo iba a rebatir.
– Lo siento – me disculpé por la demora dirigiéndome particularmente a mi amigo como si realmente esa carroña humana no existiese. Me hice hueco a duras penas dentro del compartimento elegido por Carlos y el flaco.
– Tío, no tiene ningún fundamento ir andando con este material por aquí como si se tratase de un bote de granos de maíz en conserva. Ya sabes la que nos puede caer encima si uno de los profesores nos pesca con la caña preparada para la apertura de varios expedientes disciplinarios. Nos iba a aguardar un destino mucho más incómodo que a una buena trucha retorciéndose en la cesta del pescador. El “dire” nos iba a reunir a los tres para asarnos a la plancha – Carlos estaba asentado encima de la tapa del retrete.
– Joder. Repito que lo siento.
El enjuto blasfemó como un carretero de abono orgánico y se apoyó de espaldas contra la pared del fondo.
– ¡Caray…! Menos mal que este enclenque atesora una constitución de hoja de papel de fumar, si no dudo mucho que hubieras podido concertar la entrega en este ataúd pestilente – reseñé a Carlos, señalándole al colega delgaducho con el dedo.
Y este comentario no constituía una exageración desmedida. La realidad es que los tres estábamos más apretados que las sardinas en su lata de conserva. Ya conocéis cómo son esos compartimentos: estrechos, incómodos y un pelín claustrofóbicos, donde si se te ocurría aligerarte los intestinos en la taza del retrete no te quedaba mayor alternativa que apoyar los pies contra la puerta.
– ¿Traes el dinero? – preguntó Carlos sin haber sacado aún el género.
– Recristo. Sois más desconfiados que un prestamista judío…
Extraje un sobre blanco discretamente relleno con un fajo de billetes de diez dólares y lo dejé encima de la loza de la cisterna del agua adosado al inodoro. El conocido de Carlos iba a echar las zarpas encima del bulto resguardado en el sobre lacrado, pero presuponiendo que el caradura de las cachas fosilizadas iba a realizar una acción tan lamentable de codicia irreprimible, solté con la debida presteza la mano derecha como si fuese la punta de la elástica lengua de un camaleón, y tomándole la delantera recuperé el sobre, resguardándomelo detrás de la espalda a la vez que le manoteaba el rostro con la mano libre.
– Mira quién desconfía de quién. Rata apestosa…- rezongó airado, echando casi espuma por la boca.
– Menudo par de espabilados que sois los dos. Primero quiero ver el género. Entonces veréis los “verdes”.
– Está bien. De acuerdo, gilipollas… – gruñó el flaco. – Muéstrale la droga.
Mi amigo rebuscó en uno de los bolsillos de su chaleco de piel de venado y dejando entrever una bolsita de plástico translúcido con una acumulación de polvo granulado de tonalidad azulina en su interior lo depositó encima de la tapa de la taza.
– Vale, ahora te corresponde a ti mostrar las “buenas razones” por las cuales me muevo a realizar este trueque de los mil demonios – remarcó con severa solemnidad Carlos.
– Eso. Venga los cochinos “verdes” de una jodida vez – exigió ansioso el enjuto extendiendo la palma de la mano granujienta y surcada de callos.
Supervisé con meticulosidad extrema el contenido de la bolsita de cierre hermético.
El polvillo azulino se extendía en su interior como una porción de muestra obtenida por un creyente en suelo sagrado.
Era muy tentador.
Seductoramente atrayente.
Demasiado para mi desgracia.

3.

– La extensa alfombra de partículas interestelares queda difuminada a lo largo y ancho de todo el espacio exterior como si fuera en si un vasto océano salado … – enfatizó el empollón de Ricky Morrow enunciando en voz alta su gran redacción ante la atenta mirada del enchufado por decreto municipal que teníamos por profesor de Ciencias.
Yo me hallaba absorto en mi cursillo particular de garabatos pintarrajeados en los márgenes de mi cuaderno de apuntes, ajeno a la realidad del emotivo trabajo de Ricky desarrollado en el fin de semana pasado mientras todos los demás preferimos pasarlo bomba de parranda en las zonas de marcha de la ciudad. A instancias de mis compañeros de fila (fui alertado con cierto retraso), supe que nuestro aburrido profesor había elogiado el discurso narrativo para a continuación formularme una pregunta sobre el contenido del mismo.
– ¿Decía…? – opté finalmente por conminarle a que se tomase la molestia de tener que repetir la jugada a cámara lenta.
El retrogrado titulado a larga distancia por correspondencia postal compuso su rostro alargado estilo Clint Eastwood en uno de sus espagueti westerns. Mostraba un claro hastío hacia mi comportamiento distraído.
– Solicitaba de su parte, señor Lester, la opinión desinteresada acerca del trabajo desarrollado y mostrado en público por su compañero de clase.
– Se está refiriendo básicamente al meollo de las masas discontinuas y al polvo ese que se extiende por el Universo como un mándala budista…
– Se puede entender su síntesis por el tema del día, efectivamente.
Esbocé una sonrisa picarona a mi vecinita rubia del pupitre emplazado a mi derecha.
– Si quiere que le sea muy sincero con respecto al tema elegido por el vivales de Ricky, yo opino que en el contexto general referente al polvo, que donde pueden coexistir los placeres carnales con cierto material excitante que puede ser inhalado por las fosas nasales, que se quiten los demás por muy interestelares que estos sean.
El “profe” frunció el ceño, consternado por mi salida mientras yo ofrecía una miradita de complicidad.
– ¿Consigue sintonizar la misma frecuencia…? Meneo de cama con alguien del sexo opuesto. “Éxtasis“, “Coca”, “Polvo de ángel”, “polvillo azul”… Todo se remite al placer físico y mental propio de los ejecutivos progres. Basurilla farmacológica capaz de fermentar los sesos de cualquiera y dejarle predispuesto a enseñar las partes íntimas en cualquier tipo de celebración pública con cámaras de televisión de por medio. Como diría otro tan listo o más que el bueno de nuestro Ricky, después de toda esa escandalera en la tele llega la fama y montones de tías dispuestas a ir de excursión por los moteles del estado, je, je.
– Aparte de su obsesión por la práctica del sexo a cualquier hora del día, señor Lester, ¿no estará mencionando acaso alguna clase de droga que imposibilite su capacidad de centrarse en los estudios de la manera más adecuada posible?
– Hombre, no creo que esté sacando a la palestra la venta a largos plazos de una aspiradora térmica con pulidora automática incorporada.
– Muy bien, señor Lester. ..
– De nada. Se hace lo que puede por aprobar la asignatura de ciencia.
– Sinceramente, ha estado usted muy convincente en su resumen final. Lástima que deba usted dedicarse en exclusiva por el momento a los estudios académicos. Su vis cómica pudiera hacerle triunfar en el programa nocturno de Arsenio Hall.
El profesor apuntó unas líneas en el diario de incidencias del día – presuntamente mis datos personales -, permaneciendo los últimos minutos en un edificante silencio, enlazando al poco con el aviso postrero de la sirena que aullaba endemoniadamente el término de las clases y la debida salida del recinto en que desechábamos horas y horas de nuestras personalidades inmaduras durante cinco días a la semana. Recogí todo el material de estudio y lo amontoné de cualquier forma en el fondo de la bolsa deportiva Nike, me puse la pelliza, di un par de besazos sonoros (sin lengua) a dos chicas preciosas que me caían fenomenal (inversamente a como les caía yo a ellas por las muecas de desagrado que me demostraron al presionar mis labios sedientos sobre sus mejillas tersas), cargué con la bolsa sobre la espalda y abandoné de buen grado el aula. Mientras iba descendiendo por los escalones del bloque, mi mano derecha jugueteaba en el bolsillo de mis tejanos desteñidos con el llavero. Me encantaba hacer tintinear las llaves haciéndolas entrechocar entre sí.
Entonces rocé sin querer el plástico de la bolsa que contenía la droga.
La palpé, desenfrenado. La estrujé haciendo que se moldeara ante los sentimientos desaforados de las yemas de los dedos. El plástico se adaptaba con voluptuosidad adquiriendo mil formas abstractas. Llegado el momento de cruzar por debajo del dintel de la última de las puertas del instituto decidí de forma categórica, ribeteado por un cierto egoísmo personal, que no podía dejar pasar por alto esa oportunidad de traspasar el límite de la rutina de todo americano medio. Resumiendo, que es gerundio, ese nuevo material adictivo no pasaría a otras manos que no fuesen las mías, desechando de plano la jugosa posibilidad de ganar cientos de dólares en dinero negro, triplicando mi inversión inicial. Lo consumiría yo mismo. Qué narices, también yo tenía mis propios derechos…
Al menos así constaba en la Primera Enmienda.

4.

– ¿Bart…? ¿Te encuentras bien, Bart?
“¿Sabes la cantidad de TIEMPO que llevas encerrado en el cuarto de baño? – farfulló mi madre, temerosa sin duda que hubiera sido absorbido por la taza del retrete.
Y sí, señoras y señores asistentes a este espectáculo grotesco-cómico del “Saturday Night Live”, ahí estaba un servidor, enclaustrado casi de por vida en el cuarto de baño como un monje de clausura en su monasterio retirado entre las montañas más pintorescas del norte de Francia.
Dita sea, si por lo menos llevaba media hora contemplando las musarañas.
Con la cena aguardando hasta quedarse fría a la intemperie medio ambiental. Y toda la parentela situada alrededor de la mesa oval del comedor adorándola como una congregación centenaria de druidas en plena senectud rindiendo pleitesía a un monolito milenario, dejando que el bodegón gastronómico se enfriase por la notoria ausencia de uno de los adeptos más reaccionarios e insumisos a la hora de guardar las formas ante la mesa. O séase yo mismo.
– ¿Bart…?
– Estoy de cine, mamá – (Tan solo estoy comprobando la evolución de la teoría de mi gran amigo Carlos Hendaya, que se basaba en el concepto lógico de que cuanto más estuviera uno cargado de compuestos químicos con mayor facilidad se mandaba a hacer puñetas la intransigencia de los padres). – Más que nada es un problema de intestinos – terminé por tranquilizarla.
De hecho me hallaba sentado encima del inodoro de loza afrancesada, pero con la tapa bajada.
Mi madre trajinó algo al otro lado de la puerta. Era muy nerviosa, y solía pasar las palmas de las manos sobre el mobiliario como tratando de quitar alguna partícula de polvo en un acto reflejo de excesiva obsesión por la limpieza de la casa.
– Baja en seguida, hijo, que voy a recalentar la cena por segunda vez.
“Por cierto, tu padre está hecho una furia.
Estuve muy cerca de reírme a mandíbula batiente acerca de esa situación, pero el empleo de unas carcajadas fuera de lugar no hubiera hecho más que atraer su atención de nuevo. En cuanto repiquetearon las bases de sus tacones al descender por los escalones de la retorcida escalera de caracol, me levanté y corrí al otro extremo del cuarto para abrir el postigo de la ventana de celosía de estilo mediterránea española. Hice lo que pude en un tiempo récord acuciado por las prisas de la horda hambrienta de la planta baja. Con la ayuda de la esterilla de la ducha a modo de toalla de boxeador en su descanso entre asalto y asalto empecé a aventar como un poseso, expulsando la nube cargante de humo celeste que abarcaba gran parte de la estancia a partir de los veinte centímetros del suelo. Señales de indio Cherokee desfilaron en una formación anárquica de cúmulos y cirros aborregados a través de los orificios y los intersticios de la ventana, pudiendo ser todo ello contemplado por el vecino cotilla de la casa contigua, que en ese preciso instante estaba regando vía aspersión con una manguera las amapolas y los tulipanes de su invernadero selvático.
Se me quedó mirando con cara de rústico montañés. Sólo le faltaba tener los dientes grandes, llevar un sombrero de paja y estar completamente descalzo.
– Menuda humareda… – comentó con desparpajo, propio del vecino fisgón. – Tú debes de ser Bart Lester, ¿verdad?
– Me supongo.
– Caray, chico, debes de ser muy famoso por aquí, porque siempre que hablo con un vecino nativo, se nos cruza tu nombre en la conversación.
– No me diga.
– Si, y la verdad, no suele ser para bien. Y cuando les inquiero para que se extiendan, pronuncian una frase malsonante y desvían el rumbo de la cháchara.
Escrutó por las rendijas arabescas de la ventana, interesado en reconocer mis famosos rasgos faciales.
– Jesús, chico… Estás propagando hacia el exterior un exceso de humo más que alarmante. ¿A qué se debe?
– Es que estamos preparando la barbacoa.
– ¿En el interior… de la casa?
– Usted lo ha dicho. Y eso que huele a grasa quemada es la mano derecha de mi padre que se le acaba de quedar adherida a la parrilla.
– Coño
El vecino se santiguó y yo aproveché su distracción para cerrar el postigo de golpe. Acto seguido arrojé dentro del retrete los restos del cigarrillo que me había liado con la droga granulada y tiré de la cadena con fuerza. Suspiré aliviado al comprobar como la cascada de las Niágara Falls se complacía en engullir la colilla como si fuese la ominosa boca de un pez abisal.
– ¡COF…! ¡COF…!
Me enjuagué las encías y salí del baño.
Guardé el resto de la mercancía en el bolsillo trasero de los pantalones, respiré hondo para serenarme y afronté el presente soterrado descendiendo por la escalera de caracol decidido a saludar al rebaño urticante de pájaros bobos que convivían conmigo en el mismo ecosistema de los Lester. Como ya me imaginaba, nada más adentrarme en el comedor fui objeto de un abucheo atronador y humillante por parte del “Jefe de la Jungla”. Mi padre.
– ¡Bart! YA ERA HORA. ¡H-O-R-A! – despotricó arreándole un puñetazo a la mesa que hizo temblar toda la vajilla.
– Es que tengo algo de diarrea.
– Diarrea… Entonces te bastará con la sopa de champiñones trufados. Lo demás terminaría por acentuar tu colitis.
– Jesús
– Venga, siéntate de una vez. ¿O acaso nos vendrás ahora con que también te ha brotado un furúnculo en una de las nalgas?
“ooohh-noooo. Esto está saliendo peor de lo previsto.”
Así que como futuro actor latín Lover de fotonovelas baratas paraguayas opté por improvisar un poco sobre el guión inicialmente planteado. Esbocé un rostro descompuesto de dolor por los aparentes retorcijones que fustigaban mis tripas al ritmo de unas maracas de música salsera.
– Uch. No podría soportar ingerir ni una cucharada. Lo mejor es que me vaya ahora mismo a la cama, a ver si para mañana se me ha pasado.
Con esta declaración de intenciones conseguí hacer detonar de manera suicida la bomba de trilita escondida debajo de la mesa.
– ¡¡¡Cómo…!!! ¿Sin probar tan siquiera un bocado? Si de segundo tienes un exquisito relleno de carne de canguro con pimientos verdes – gorjeó mi madre, aterrada.
– Marga, si no quiere cenar, déjalo así. A fin de cuentas, a quién tendrá que pasar la cuenta el estómago de Bart es al propio interesado. A todos los efectos, él es el dueño de su panza – salió en mi apoyo mi padre de muy mala gana.
– Pero esa inapetencia podría conducirle luego al raquitismo, o en el mejor de los casos, a un estado severo de anorexia.
“Ya conozco los síntomas previos- continuó mi madre en plan doctora Te He De Cuidar Mucho. – El blanco de los ojos se torna cremoso, los labios leporinos y la piel arrugada y rasposa. El paciente, si aún está en fase de crecimiento hormonal, tiende a quedarse anclado en el metro sesenta. Y por si queda poco, la alopecia galopante se esconde a la vuelta de la esquina por la carencia de hierro.
– ¡Eso! ¡Eso! Y se le terminaría hinchando la barriga como a esos niños enfermos de Etiopía – terció el renacuajo de mi hermano.
Este comentario me sentó tan mal como ir comprobando como año tras año a los New York Knicks les era esquivo el cetro de la NBA.
Levanté el labio superior y vomité:
– Como no cierres tu enorme bocaza de hipopótamo en celo, a quien se le hinchará un órgano será a uno de tus ojos.
– ¡BART!
– Mamá, Bart acaba de amenazarme de muerte…
– Eres un caso único, muchacho. Capaz de destruir los escasos instantes de poder convivir en perfecta armonía en menos tiempo que tarda un aligator de los pantanos de Florida en zamparse a un turista vestido con una llamativa camisa hawaiana – me sermoneó el sujeto de sesos escurridizos que se hacía pasar por mi estimable padre biológico.
Y, ¡oh, Dios!, no iba en mi ánimo fomentar los prolegómenos de una algarada familiar. Tan solo quería decirles bajo segundas, suplicarles bajo insinuaciones, que me dejaran en paz, que hiciesen caso omiso de mi estimulante presencia, que cenaran por una vez – y sin que esto sentara un bendito precedente – con la emotiva ausencia de un notabilísimo miembro de la estirpe Lester.
Simplemente quería irme a mi cuarto a repostar carburante en mi motor desfogado encerrándome en mi intimidad autista.
Lo ansiaba.
Lo precisaba.
Condenadamente.
Principalmente porque los efectos alucinógenos de la droga ya empezaban a hacer surtir los efectos deseados en mi organismo. Un minuto adicional con ellos y se darían plena cuenta de que algo crecientemente alienado y singular sucedía a escasos centímetros de sus narices. Después de que mi modificada personalidad quedara al descubierto no tendrían reparos en internarme en un albergue de desintoxicación dejándome que me pudriera como fruta madura hasta que se me cayese la abundante cabellera y perdiera el vello corporal, desmedrándome hasta consumir la mitad exacta de mi peso actual. Una vez recuperado para mi retorno a la civilización, me traerían de vuelta al hogar paterno para ubicarme sentado en una esquinita del recibidor con un cartel pendiendo del cuello que rezaría: “VEGETAL DE POR VIDA. NO TOCAR. NI HACERLE COSQUILLAS EN EL SOBACO. ESTADO DE SALUD MUY DELICADA.” De este modo sería la atracción del barrio. Vaya si lo sería.
(Contemplen a Bart Lester domesticado. Está permitido ofrecerle cacahuetes pelados)
– … no tienes menos vergüenza porque aún permaneces bajo nuestra tutela. Hay que ver. Infinidad de gente desheredada de la vida y sin hogar propio, incapaces de poder siquiera conseguir llevarse un mísero bocado de pan rancio a la boca, y nos vienes con tu increíble desparpajo chulesco, dispuesto a despreciar una exquisita cena preparada por tu propia madre. Cómo se conoce que estás viviendo en la zona blanda del mundo civilizado donde todo se te sirve ya hecho.
Esta concatenación de frases moralizantes flotó dispersamente por todo el comedor como si fueran motas de polvo azuzadas por un plumero. Fui incapaz de asociarlas entre si. Ni siquiera las podía comprender. Fue mi madre quién las recitó, ¿verdad? Si, la parábola del adolescente gordo de la costa este de los Estados Unidos y del muchachito flacucho del tercer mundo solo lo podía sacar a colación mi santa madre.
Había que ver cómo elogiaba mi padre su ocurrencia:
– Has dado en el clavo, querida. Observemos el físico de Bartholomew, “Bart” para los amiguetes de la disco. Esa piel falsamente bronceada al amparo del equipo de rayos uva del tío Soarke. Esa musculatura adquirida en el gimnasio de Curtis Ramsey, al que nosotros contribuimos con generosidad a la hora de incrementar su patrimonio personal en el banco, ya que el señorito Bart se pasa una hora diaria endureciendo músculos fláccidos. Y no digamos de los complementos privados, plasmados en la media hora semanal de sauna sueca compaginándolo a veces con el jacuzzi de burbujas relajantes con esencia de pino japonés. Sin mencionar su cuota anual como socio perenne del club de tenis de Ivan Lendl.
Me encontraba ya medio pasado. Por unos segundos me sentía virtualmente molido como el saco de boxeo que servía de entrenamiento diario a los puños de Hollyfield, y diez más tarde emergía de mi interior una energía tan devastadoramente hostil que podría hacerme pasar por el hermano siamés de “Rambo” Stallone.
Los indicios de mi explosión fueron dantescos. Empecé por sentir palpitaciones pulsativas en el cuello y en los antebrazos. Las manos iniciaron su particular bailoteo de parkinson en su fase más aguda y tuve que esconderlas dentro de los bolsillos de los tejanos. Sentí como se me hinchaban las venas que partían de los miembros inferiores. El corazón me latía como si estuviese siendo sometido a un esfuerzo brutal. Inhumano. A punto de colapsar.
– Dios… Me estoy cociendo vivo. VIVO. Como un centollo en la perola de un restaurante marisquero.
Sentí un pinchazo en las córneas, similar al dolor infernal de los dos alfileres que se ensartaban en los tímpanos de mis oídos, tejiéndome una red de espinas alrededor del cerebro.
– No. No.
Creía que no podría haber nada más que empeorase la situación, pero cuando torcí el cuello y me fijé en la mesa de forma ovalada, aspiré la lengua para evitar gritar aterrorizado.
No quise volver a mirarlos, pero una fuerza superior disfrutaba con ese tormento visual y entones miré a los seres que estaban apostados a la mesa, obviando los manjares exquisitos y sumamente deleitables expuestos ante sus fauces voraces del tamaño de la boca de un dragón de komodo en ayunas.
El ser más inmenso, desproporcionadamente corpulento como un búfalo salvaje cuando los nativos amerindios dominaban las praderas, y que parecía ostentar el dudoso honor de ser el cabecilla de la pandilla, estaba mirándome con fijeza, dirigiéndome la palabra:
– DESDE QUE NACISTE, TODAS HAN SIDO DESGRACIAS SEGUIDAS UNA DETRÁS DE OTRA. NUNCA (QUE CONSTE EN EL ACTA), NUNCA NOS HAS TRAÍDO ALEGRÍAS A ESTE CASA. N-U-N-C-A – bramaba esa entidad peluda hasta las orejas, de tez cetrina y disponible de una retahíla de colmillos sobresalientes que inspiraban pavor a un cazador de pichones.
– Dios mío – musité en voz baja, aterrado.
Los seres peludos y dentudos se complacían en observarme con la voracidad del caníbal ante la visita de un imprudente explorador blanco, ansiosos de echarme el lazo encima, y por consiguiente, de poder mordisquearme hasta el mismísimo tuétano.
El monstruo más reducido en envergadura, aunque no por ello más inofensivo (¿acaso los seres carnívoros eran inocentes, tiernos y bondadosos como ovejas de Heidi?) rió con desdén.
– MIRA QUÉ CARETO PONE… NI QUE ESTUVIERA VIENDO A FREDDY CON UNA MOTOSIERRA.
Freddy.
¿Freddy?
¿Se estaría refiriendo a…?
– ¿HAS VISTO A FREDDY, BART? ¿OS HABÉIS HECHO AMIGOS?
– YO NO LO DESCARTARÍA. CON ESA CARA DE IDIOTA QUE ESTÁ PONIENDO.
¿Freddy?
Cielo Santo, esos abominables seres parlantes eran “fans” de Freddy Krueger.
Pero… Entonces…
¿Qué hacían en nuestra casa?
¿Cuáles eran sus intenciones más primordiales?
¿Dónde estaba mi familia? Mí bien amada “trouppe”…
Era indudable que esa terna caníbal debía de ser algún tipo de raza alienígena proveniente de otro mundo paralelo al nuestro, evidentemente menos avanzada. La C.I.A. y el F.B.I. andarían detrás de todo esto con la condescendencia de la N.A.S.A. y la presidencia del gobierno. Habrían accedido a un intercambio de familias. Y decididos a ocultarlos en alguna parte, ¿qué mejor lugar que en nuestro manicomio particular?, donde ni siquiera escarbarían los tejones en búsqueda de su paradero ilocalizable. Para que accediéramos a semejante propuesta descabellada de beca Erasmus interplanetaria, decidieron previamente hipnotizarnos durante largas sesiones amarrados en mesas camillas inclinadas ante una enorme pantalla donde se nos proyectaban películas infumables de Ed Wood con la inclusión de mensajes subliminales de hermanamiento entre razas ya de por sí incompatibles desde un punto de vista antropológico, hasta que aceptábamos con total complacencia y normalidad convivir con ellos, recibiendo durante cada madrugada ingentes cargamentos de carne humana procedentes de la morgue de un hospital amenazado de cierre por el cese en el recibimiento de becas estatales si no colaboraban en el proyecto y que eran almacenadas en el congelador en forma de enorme arcón situado en la zona más oculta de nuestro sótano. Entonces llegaría el día en que el camión suministrador fallaría a su cita nocturna por la borrachera de sus ocupantes tras una noche de juerga, y al carecer de carne congelada que les saciase el apetito, su último recurso iba a ser tener que recurrir a la reservas de carne representadas en las fisonomías de los miembros de mi propia familia. Jesús, y yo sin enterarme de los festines antropófagos que tenían lugar todos los días de la semana en el comedor de mi casa al ejercer bajo el auspicio de la dichosa hipnosis la rutina diaria con absoluta normalidad como si nada sucediese, hasta…
… hasta tal día como hoy en que logré abandonar mi estado de trance post hipnótico, asimilando la terrible realidad que estuvo envolviéndome con una cortina de humo durante tantísimo tiempo. Tuve el convencimiento que la droga había influido decisivamente en el asunto, quizás obrando como un eficaz antídoto que ni siquiera los servicios secretos del gobierno y la peculiar comitiva de los seres inmundos esperaban que pudiera existir. Y ahora…
ahora
– AHORA HÁZNOS EL FAVOR DE SENTARTE DE UNA SANTA VEZ, Y DE SERVIRNOS LA CENA. QUE SI NO ME CONFUNDO, HOY TE TOCA SERVIR LA MESA, BART…- me espetó la hembra.
Mi cabeza estaba de pesada como si el cráneo estuviese compuesto estrictamente de placas de hierro oxidado. Seguidamente empecé a transpirar copiosamente por todos los poros de la piel, incluyendo los habidos en manos y pies.
– Esto no es posible. Quiero decir… Quiero que abandonéis esta casa de una puta vez, hatajo de peludos sanguinarios de mierda.
– ¡OLÉ TU VOCABULARIO…!
– ¿QUÉ VAS A EXPRESAR A CONTINUACIÓN, BART? ¿TU DISCONFORMIDAD CON MI AUTORIDAD? ¿CON LA AUTORIDAD DE TUS PADRES?
– ESO, BART. ¿QUÉ VAS A PARLOTEAR? ¿QUE PAPÁ ES UN SOPLAPOLLAS ANCLADO EN LA EDAD MEDIA?
– ¡¡TOM!! – se escandalizó la hembra ante tamaño desparpajo de la criatura pequeñaja.
– ¿VES? ¿VES LO QUE ESTÁS HACIÉNDOLE AL CHIQUITO? LE ESTÁS CORROMPIENDO CON ESA BOCA DE CAMIONERO – rugió el jefazo de los tres.
Y los seres continuaron allí a mi lado. Ajenos a mis deseos. Desperdigados en torno a la mesa. Dispuestos a engullirme como anteriormente se zamparon a mis padres y a Tommy. Tommy, mi odioso y no tan entrañable hermano. ¿Por qué te habré tenido tanta ojeriza? Eras mi hermano de sangre, un bicho calamitoso e inaguantable, pero hermano a fin de cuentas.
– ¿VAS A SENTARTE, BART? ESTOY EMPEZANDO A PERDER LA PACIENCIA. POR SI NO LO SABES, LLEVAMOS PEGADOS A LA MESA TRES CUARTOS DE HORA. Y ESTAMOS HAMBRIENTOS. SUMAMENTE HAMBRIENTOS – me urgió el Soberano.
– SI. YO HASTA ME ZAMPARÍA UN CAMELLO CON LAS DOS JOROBAS INCLUIDAS EN EL MENÚ – le acompañó el enano, alzando las orejas puntiagudas excitado ante la jugosidad de mis carnes.
– DESDE LUEGO, QUÉ QUIERES QUE TE DIGA. NUNCA HEMOS CENADO TAN TARDE. VOY A PERDERME HASTA LA FASE PRELIMINAR DE “LA RULETA DE LA FORTUNA” – reseñó la hembra.
Y allí me las veía yo, inmóvil como un botarate con los pies anclados en una acera recién adecentada con una capa de cemento fresco, exhibiendo mi figura apetitosa como si fuera una cebra coja atrayendo a un tigre en ayunas.
Entonces, cuando el castañeteo de dientes se hizo escandalosamente incisivo, opté por tomar la decisión más coherente: me fui corriendo con estilo despavorido en dirección al sótano.
– ¿PERO QUÉ HACE ESTE MENTECATO? – oí exclamar alarmado al caníbal extraterrestre más canijo.
Todo era cuestión de segundos. Uno más de retraso y ya me encontraría descendiendo en pedacitos masticados por los esófagos dilatados de aquellas tres cosas pesadillescas. Abrí la puerta que precedía al interior del sótano y encendí el interruptor de las luces empotradas. Bajé a trompicones por los peldaños de madera sin barnizar de la estrecha escalinata. Cuando llegué abajo del todo, dejé atrás la caldera que llevaba unos cuantos años en desuso, flanqueé el congelador donde se almacenaba la carne humana que había saciado el apetito de las bestias que convivían con nosotros hasta plantarme ante la sección destinada y delimitada al hobby casero de los manitas del bricolage. Busqué por los ganchos colgantes de las herramientas hasta dar con lo que andaba buscando: el hacha de doble filo que usábamos únicamente para partir la leña invernal destinada a alimentar el hogar de la chimenea del salón. Era casi nueva, adquirida en una ferretería hacía unos dos ó tres años y se mantenía en un buen estado. Y lo que era básicamente importante, casi vital (pues de la utilidad del hacha se fundamentaban mis expectativas de seguir con vida), el filo laminado al carbono de la rojiza hoja se encontraba tan afilado y cortante como las puntiagudas mandíbulas de un tiburón.
Por vez primera desde que había regresado esa tarde del instituto, una ligera sonrisa triunfal afloró a mis labios resecos y pelados.
Esos seres estaban perdidos.
No conocían lo que les aguardaba a partir de ese instante de inflexión.
Abandoné la zona del bricolage y afronté la escalinata con decisión.
Me sentía como uno de los personajes secundarios ubicados entre la muchedumbre creada bajo la tinta perfilada sobre el folio por la punta de la pluma de Mary Shelley en su relato del monstruo del doctor Frankenstein. El gentío estaba a las afueras del castillo, dispuesto a su asalto para eliminar a la criatura pecaminosa creada por Frankenstein. Y tanto el personaje como yo mismo estábamos decididos a no dejar títere con cabeza.

– Demonio de droga –
– Una pizca de más, y me hubiera puesto al descubierto. Si finalmente logré alcanzar el dormitorio, fue de pura chiripa –
– Me vuelvo sobre la cama y suspiro de alivio al comprobar que había corrido el pestillo antes de haberme hundido irremisiblemente en las galaxias del caos, impidiendo de ese modo que algún curioso empedernido del linaje de los Lester se hubiese inmiscuido en mis dominios –
– He debido de permanecer dormido un montón de horas. Hasta acabo de descubrir que llevo puesto encima uno de mis innumerables pijamas adquiridos en oferta –
– Me agarro al borde de la mesilla de noche, y el despertador acústico me confirma que llevaba alrededor de unas cinco horas tumbado en posición supina encima de la cama –
– Me llevo los dedos a las sienes, respirando con pesadez –
– Esa condenada droga me ha dejado para el arrastre. Ni siquiera logro recordar el tipo de desenlace en que quedó la bronca sostenida con mi padre ahí abajo en el comedor –
– Dios, no puedo moverme. Los músculos declinan reaccionar funcionalmente ante las órdenes que les remite el cerebro –
– Me quedaré quietecito hasta que se me pasen los efectos secundarios del pelotazo afrodisíaco de la droga azulina –
– Si, es la mejor idea que se me ocurre –
– Aquí, sumido íntegramente en mis pensamientos… –

RUIDOS ALTISONANTES
CHILLIDOS…
CRUJIR DE HUESOS Y RECHINAR DE DIENTES…
SANGRE
POR TODAS PARTES
EL VECINO ENTROMETIDO QUE LLAMA A LA PUERTA CON ABSOLUTA FRESCURA
“ERES UN PUTO INCAUTO. IMBÉCIL DE MIERDA. MÁRCHATE… HUYE SIN ECHAR LA VISTA ATRÁS…”
“HUYE”
“HUYE”
– HOLA, BART. HE VENIDO PARA VER SI TODO MARCHA BIEN.
– SI.
– ES QUE HE CREÍDO ENTREOÍR ALGUNOS GRITOS… Y NO ES QUE QUIERA INMISCUIRME EN LAS DISPUTAS DE SUS VIDAS PRIVADAS, ENTIÉNDAME.
– SI, SI. LE ENTIENDO POR COMPLETO…
“PERO NO SE QUEDE AHÍ FUERA, CON EL BOCHORNO ATROZ QUE HACE. ENTRE, ENTRE, QUE LE INVITAMOS A UNA LIMONADA – RESPONDE UNA VOZ SIBILINA Y TRAICIONERA
UNA PUERTA QUE SE CIERRA DE GOLPE
(¡BLAAAM!)
DE NUEVO UNA SUCESIÓN DE RUIDOS SESGADOS QUE CORTAN EL AIRE
– ¡NOOO…! ESTÁ USTED LOCO, LOCO, LOCOOOO…
UN GRITO SORDO Y AGUDO QUE NO LLEGA A FORMAR PARTE DE ESTE MUNDO PACÍFICO
SANGRE
MUCHA
MUCHA SANGRE
Y ENTONCES…
… SE REINSTAURA EL SILENCIO
SILENCIO
UN SILENCIO MUY, MUY IMPERECEDERO

5.

Me desperté a esas de las siete de la mañana con la mollera como un bombo del Ejército de Salvación patrullando las avenidas de Nueva York y con los vagos y difuminados recuerdos de una pesadilla enteramente aterradora y funesta en la memoria RAM de mi sistema operativo biológico. Me vestí por la inercia, aseándome de pasada en el lavabo de la planta superior para de seguido salir con la bolsa Nike colgando del hombro derecho, abandonando, entrecomillas, “la escena del crimen” por la ventana de mi cuarto. No quería malos rollos desde una hora tan temprana y prefería eludir cualquier tipo de confrontación con mis padres por la deplorable escenita ocurrida durante la cena. Cuando volviera a casa al término de las clases el tema estaría algo menos caliente, aunque no me iba a poder librar del consabido sermón educativo del palizas de mi viejo. Las firmes ramas del olmo apostado al lado de mi habitación sirvieron como una eventual salida de incendios, y me marché aún medio adormilado camino hacia el instituto. Más tarde comprobaría en mi materia gris que la mañana iba a ser de por si lo suficientemente tediosa y roídamente machacona como siempre. Clase tras clase fue desfilando la competente plantilla que integraba el profesorado académico de la institución dispuestos de mala fe a sumirnos a buena parte del alumnado en una secuencia de sueños oníricos de duermevela que nos hicieran mitigar el aburrimiento cíclico que de manera sistemática nos era martilleado con la exposición de sus teorías acerca de la evolución de la ameba unicelular. Era de suponer que cuando llegase el turno del receso de las 9.10, la mayoría que le tenía un profundo respeto a la supervivencia del cerebro se lanzaría de estampida hacia la galería principal entregados al diálogo distendido.
De hecho eso fue lo que pasó. Me encaminaba tan confiado hacia una de las fuentes para apaciguar la sensación de sed que tenía cuando fui vilmente asaltado a medio camino por el flaco del día anterior. Me cogió tan de sorpresa que me vi en la tesitura de tener que gritarle a la cara o simplemente apretarle los huevos con unas tenazas de siderurgia industrial. Opté por lo primero.
– ¡Caray…! ¡Sé más civilizado!
El enjuto se limitó a graznar lacónicamente que tenía algo serio que informarme sin visos de demora posible.
– Vayamos a la seguridad de los aseos. Aquí corremos el riesgo de que alguien pueda escucharnos.
Nos adentramos en mi bloque y subimos al unísono las escaleras hasta la tercera planta donde estaban los servicios masculinos. El flacucho entornó la puerta de acceso y encendió las luces centrales.
– Venga. Entra. No te hagas el remolón – me apremió.
Inspeccionó todos los compartimentos de los retretes y al tranquilizarse de que no hubiese ningún bicho de tendencias desviadas retraído en su intimidad sometiéndose al ritual de la masturbación precoz, se soltó el pelo, empezando a “hablar “con presteza:
– Turbio.
Era un simple vocablo aleteando alrededor de mis orejas como un buitre californiano planeando en círculos orbitales alrededor de carne corrompida, pero su significado sin ninguna otra palabra que la acompañara era igual que si me lo hubiese dicho en un francés cerrado de Las Landas.
– ¿Qué pasa contigo? ¿A qué te refieres?
Me conmino con la vista al interior de uno de los compartimentos. Al poco de entrar hizo correr el cerrojo.
– Oye, que esto apesta a vómitos. Bastante tuve ya con olisquear las emanaciones malolientes de ayer – protesté cerca de tener náuseas.
– Cierra el pico de una puñetera vez, idiota. ESTO ES MUY SERIO.
– ¿Serio?
– Y muy grave. La hostia de grave – apostilló, arrugando la nariz.
Me realizó indicaciones mímicas de que me sentara sobre la tapa de la taza del inodoro. Su semblante reflejaba la sordidez de unos rasgos mucho más deteriorados y demacrados que veinticuatro horas antes. Sin afeitar y con los cabellos lacios enmarañados como los espaguetis servidos en su plato. La vena de su frente prominente sobresalía con malignidad, palpitante, a punto de reventar por la tensión acumulada. Mascaba una bola informe de chicle mentolado para mantenerse sereno dentro de su marco, retrasando con ello su presumible posterior desmembramiento mental.
– Escupe el chicle, que no vas a conseguir otra cosa que contagiarme parte de tu nerviosismo neurótico.
El flaco dio un movimiento brusco y me mostró la puntera metálica de su bota paramilitar derecha, retorciendo una colilla guiñaposa adormilada sobre el reborde de la tapa del retrete. Me fustigó con su mirada lobuna adoptando la postura de un detective novelesco de mala calaña dispuesto a desgastar la nula cooperación de un delincuente, cuya simple declaración bastaría para demoler por sí solo los cimientos del organigrama básico de un capo de la Gran Familia siciliana.
– En primer lugar debo de suponer que te consideras amigo personal de Carlos, ¿verdad? – habló el flaco, superando su marca personal de palabras reunidas en una única frase.
– Claro. Menuda pregunta más sobrada.
– De los que estarían dispuestos hasta de dar su propia vida en beneficio de su compañero. Amigos unidos como uña y carne. HASTA LA MÉDULA.
– Cojones. Te estoy diciendo que si.
Decidido a mostrarse como un grosero elevado al cubo, emitió unos sonidos repulsivos con el chicle, succionando grumos de saliva con la ayuda de la lengua.
– Pues ya puedes ir borrando a este espabilado de tu lista de amistades.
Me quedé notablemente desconcertado. ¿Qué se proponía este tipo? ¿Qué quería insinuar? ¿Que Carlos había pasado a mucha mejor vida?
– Si te he de ser sincero – prosiguió impertérrito -, reconozco que aún puede que esté tan vivo como para seguir robándole la pasta al monedero de su abuela, aunque en la misma proporción pudiera estar de cuerpo presente, encajonado en un ataúd de madera de pino. Y esta última consideración es lo que mejor le puede haber sucedido, porque si continúa con los signos vitales en plena vigencia…
Estaba ya harto de absorber tanta frase oculta, de tanta insinuación ciega. Impaciente por la furia que se iba apoderando de mí, me levanté y alargando en paralelo ambos brazos, opté por estamparle de espaldas contra la pared mugrienta decorada con grafittis de una banda latina, oprimiendo mi antebrazo derecho contra su garganta moteada de granos de acné. Le hice tragar el chicle.
– ¡Suéltame! – imploró el enjuto. La vena de su frente destacándose en su hinchazón como una lombriz de terrario.
– Te soltaré cuando decidas expresarte con mayor claridad. No estoy dispuesto a escuchar medias tintas.
– Bien. Bien…
– ¿Qué hay de Carlos? En efecto, hoy no le he visto el pelo en toda la mañana. ¿Le ha sucedido un contratiempo? ¿Está metido en algún lío? ¿Le han pillado los dedos en alguna entrega?
Sin reparar conscientemente en ello le había casi cortado la respiración, y tuve que apartar el brazo. El pobre diablo estaba de colorado como la segunda camiseta de los Chicago Bulls cuando actúan de visitantes, e inspiraba bocanadas de aire viciado, tosiendo alarmantemente.
Le dejé que se recuperase del achuchón.
– ¿Estás ya? – le apremié.
– Si – aunque lo pronunció como si fuera una serpiente cascabel avisando antes de dar su ataque cargado de veneno mortal de necesidad.
(ziii)
Y entonces me lo contó todo.
Carlos Hendaya era descendiente directo de españoles vascos. Diseccionando esta apreciación, sus abuelos paternos y su padre eran originarios de Hernani. De aires independientes, decidió emanciparse de sus padres cuando cumplió los quince, viniéndose al sur de Maine, y tras varias etapas de intrascendencia por las carreteras secundarias haciendo autostop, se estableció aquí, en Big Town, decidido a labrar su futuro. No se cómo logró convencer a sus viejos para que le permitiesen dar ese garbeo, aunque ya es de sobra conocido que los vascos son una raza compuesta en su mayoría de intrépidos aventureros. De hecho llevaba ya dos años residiendo en esta áspera ciudad domiciliado en un piso de estudiantes. Con la venta de droga dura obtuvo destacables ganancias financieras y hacía menos de un mes había arrendado un pequeño apartamento estudio situado a siete manzanas del instituto. Estaba tan orgulloso de su salto cualitativo en el escalafón de los traficantes de alta alcurnia (recientemente me comentó que había decidido colocarse por su cuenta, dejando en la estacada a un destacado capo de la droga conocido por el apodo explícito de “Tiburón”), que el hecho de suspender un noventa por ciento de las asignaturas le iba al pairo, importándole un comino. Sus intenciones no pasaban por allanarse el camino hacia el ingreso en la universidad en busca de una licenciatura. Yo le conocí hacía cosa de unos diez meses, durante el curso pasado, en una reunión de delegados de clase. Todo surgió de forma espontánea como suele brotar toda amistad que se precie, y nos hicimos muy amigos. Enseguida supe por segundas fuentes dedicadas al cotilleo más amarillo que sus negocios florecientes no eran del todo trigo limpio, pero el solo hecho de pertenecer a su círculo reducido de amistades equivalía a entrar en la movida nocturna del fin de semana. Era como un fruto prohibido del Edén, y yo me sentí tentado al instante de recogerlo de la rama principal del árbol de la sapiencia celestial.
Retornando al presente, según las propias apreciaciones del enjuto, esta vez Carlos Hendaya estaba metido hasta el cogote en una ciénaga de aguas pútridas y asquerosas, bien manchado hasta las cejas. Le habían cazado, víctima de su propia ambición desmedida. Al parecer le hacía competencia desleal al tal “Tiburón” de forma indecorosa en su propio territorio marcado. La llama chispeante que debió de prender la mecha de la bomba de TNT sobre la cual estaban asentadas las posaderas de Carlos fue la excesiva desfachatez del muchacho al adueñarse de una cierta cantidad importante de una droga sofisticada y novedosa, compuesta sintéticamente en uno de los laboratorios clandestinos de “Tiburón”, y claro, a este último esta intromisión no le debió de hacer ni la menor gracia.
¿Qué más quieren que les diga? ¿Que profundice en mas detalles escabrosos sobre el botín de Carlos?
Está bien. Una parte de la droga sustraída era la bolsita de plástico con cierre hermético con el contenido del polvo granulado azulino que me había vendido en este mismo compartimento. El resto de la mercancía lo tenía guardado en su apartamento. La preocupación del flaco residía en que desde la tarde noche de ayer no había vuelto a tener noticias de Carlos, así que decidió verle hoy por la mañana.
Pero
– … no contestaba al portero automático y no me abría la puerta del portal – narraba el enjuto, desasosegado. – Al rodear el edificio por la parte trasera, me fijé en que una de las ventanas de su apartamento estaba con la hoja a medio alzar. Apoyé un cubo de la basura contra la pared y me las compuse para asirme al entramado de la escalera de incendios. Escalé los tres tramos que conducían al tercer piso donde él vivía, y me colé por debajo de la hoja atascada de la ventana. No tardé en toparme con el desorden monumental creado en la vivienda de Carlos. Todo estaba patas arriba. Las tapicerías de los muebles estaban rajadas en las cuatro direcciones. Los cajones sacados violentamente de los armarios y de las cómodas. El colchón de la cama destripado con saña. El empapelado de las paredes colgaba en tiras. La vajilla y la cristalería hecha añicos en el fondo del fregadero. Los cuadros baratos que tenía colgados de las paredes para decorar el sitio un poco tenían los marcos astillados con los lienzos arrancados y desperdigados en jirones por todo el suelo del piso. Una locura en definitiva, como si se hubiese dejado a diez esquizofrénicos ahí encerrados bajo llave para que destrozaran a su antojo todo el apartamento como terapia de evasión. Eché un fugaz vistazo por las habitaciones y luego me marché con viento fresco. Dios, no era un lugar donde uno pudiese permanecer más de diez minutos seguidos sin que te estallara la cabeza. Te podría dar por intentar buscarle una explicación válida a todo ese descontrol, y al dar con la respuesta se te volverían los sesos líquidos. Sinceramente, te digo que era algo espeluznante de ver. Demencial. Como si formara uno parte de una obra cubista. No tenía ni pies ni cabeza. Los tíos que realizaron ese trabajito de destrucción debían de ser unos profesionales altamente cualificados. Nunca vi una revisión a fondo tan minucioso.
– ¿Y Carlos? ¿No dejó nada? ¿Un mensaje? ¿Una señal que pasase desapercibida para sus perseguidores?
El enjuto consiguió otro chicle del bolsillo, dobló la tira esponjosa por la mitad y se lo metió en la boca. No tardó nada en empezar a mascar como un descosido.
– Mierda de tío que eres. Te estoy diciendo que no dejaron títere con cabeza. Si acaso hubiese dejado algo mínimamente disimulado, ya lo habrán encontrado. Buenos son esos…
– ¿Y la droga?
– Joder. De la droga ni rastro. La debieron de recuperar. Por lo menos había cuatro kilos, si es que Carlos no se había tirado un farol.
– Jesús. Cuatro kilos…
Eso debía de representar un fortunón. No es que yo fuera un experto en la materia, pues toda mi escuálida experiencia se remitía al canje efectuado en la mañana de ayer. Recuerdo el instante (la hora, minutos y segundos), en que Carlos se arrimó en un descanso para dejar caer la posibilidad incipiente de poder hacerme con unos pocos gramos.
– ¿No será por vía intravenosa, verdad? No quiero saber nada sobre algo que pueda dejarme marcas y cicatrices a modo de secuelas – le avisé con reparos.
Hasta ese día el género con el que Carlos solía comerciar se reducía al campo de la heroína adulterada con una amalgama de polvos de talco y de azúcar glasé.
– Tranquilo, joven. Se fuma como cualquier porro casero. Coges una hoja de papel para fumar, despliegas la droga por encima, esparciéndola con la uña, añades un par de gotas de agua del grifo, lo lías y ya está. Tirado de fácil.
(Tirado de fácil, amigo “Caarl…”)
(La llave que conduce a los infiernos)
Abandoné mi trance, centrándome de nuevo en la conversación. El enjuto tenía la vista paralizada sobre el embaldosado del suelo, mascando y mascando chicle mentolado sin parar. De tarde en tarde hinchaba un globo verduzco que más parecía un pulmón canceroso, y terminaba pinchándolo con la uña llena de mugre del dedo índice.
– Ya habrás distribuido el género que te dio Carlos, ¿eh? – dijo al fin.
– ¿Por qué me lo preguntas?
El tipejo esbozó una sonrisa afectada. Sus ojos volvieron a chispear como si esta situación fuera en si divertida. Es más, parecía que en efecto le divertía. Solo faltaba que soltara una carcajada estridente.
– Entonces te habrás deshecho de él.
Negué tajantemente en un meneo de cabeza.
– Jo, pues estás jodidamente perdido. Como los secuaces del “Tiburón” te encuentren, te machacarán sin piedad. A lo más seguro que ya andarán detrás de tu paradero, deseando encontrarte cuanto antes para poder abrirte en canal y así sacarte las entrañas, dejándolas colgando de la antena de la radio del coche a modo de trofeo.
Ese cerdo se la estaba buscando.
– ¿Qué te hace suponer que anden detrás de mi? Yo no tuve nada que ver con el asunto. Carlos fue quien se apropió de la droga.
El enjuto hizo eclosionar otro globito de marras. Saqué un bolígrafo bic del bolsillo de la camisa y se lo pinché con la punta. El chicle se extendió por el relieve macerado de su rostro en finos hilos pegajosos como si fuese una telaraña lanzada por el hombre araña.
El tío ansió explotar de indignación. Aún así logró contener la respiración, refrenando sus impulsos homicidas, consolándose con limpiarse el rostro con un pañuelo deshilachado poblado de mucosidades resecas.
– Eres muy lento, chico- dijo sin dejar de señalarme con el dedo. – Tienes una mente muy obtusa. Carlos disponía de una agenda personal donde anotaba todos los movimientos que realizaba, como si quisiera dárselas de aprendiz de contable. Ponía la clase de droga que distribuía y a quién en concreto se la vendía, con la dirección incluida. Ya le avisé en su debido momento que era un peligro innecesario dejar eso en su casa, pero Carlos es muy suyo y no me hizo ni caso. Imagínate si un confidente de la poli daba un chivatazo y se le ocurriese personarse a la brigada de narcóticos. Registrado el apartamento y descubierta la libreta, no tardarían en dar saltos de alegría que iban a llegar hasta el mismísimo techo. Tendrían allí material para dar y tomar. Si ese desliz tuviese lugar, Carlos iba a acaparar más enemigos que el propio soplón. Tanto en la propia cárcel como en el exterior cuando consiguiese la condicional, habría docenas de navajas de filos centelleantes que buscarían su nuez.
Empezaba a comprender. Si alguien robaba esa agenda, sabría que yo también era poseedor de una ínfima porción de la droga sintética.
– Quieres decir…
– Te estoy aclarando, avisándote con anticipación, que los tiparracos que hayan registrado el piso de Carlos han debido dar con la agenda, y una vez obtenidos tus datos personales y tus señas, van a ir detrás de ti como una manada de perros asilvestrados detrás de una despistada liebre que se deje asomar la cabeza por un matorral de zarzamoras.
– Pero soy inocente. Yo no participé en la trama de Carlos – bramé visiblemente nervioso.
– Ya, pero tienes a tu entera disposición cincuenta gramos de esa puta droga. Y créeme, eso ya te sentencia a muerte, amigo.
– No es posible. ¡No puede serlo! Joder. ¡Esto tiene que ser una pesadilla!
– Pues ya puedes irte despertando, porque esa gente no acepta explicaciones, y aunque reconocieran que tú no tuviste nada que ver en el asunto, no les quedaría más remedio que hacerte… “desaparecer”. Eres amigo íntimo de Carlos. Por ende podrías ser un testigo de lo más apetecible que los pudiera incriminar ante la Ley y la Justicia. Se les debe de dar tela fina eliminar a los delatores. Lo sé yo bien.
Empecé a transpirar, mis pies no se mantenían firmes en su sitio y tuve que dar vueltas sobre mi propio eje emulando a una peonza rusa, intentando en vano calmarme, serenarme ante esa corriente de 240 voltios que recorría mi sistema nervioso.
– Esa gente no puede ser tan… expeditiva en sus formas. No estamos formando parte del guión de una obra policíaca.
– Esa gentuza sería capaz de merendarse hasta a sus propias madres con tal de que el negocio perdure en su prosperidad y se mantenga a salvo del olfato del fiscal del estado.
Levantó la tapa del retrete, ahuecó la boca chupándose los carrillos y escupió la masa repulsiva del chicle. Tiró de la cadena y volvió a encajar la tapa.
– Bueno, chaval, tengo que irme. La agenda también contenía todos mis jodidos datos, y aunque no se me relacionaba de ninguna manera con esa droga del demonio, ya te digo, éstos rufianes no van a parar hasta eliminar a todos los que estamos en esa puta lista de Carlos. Así que tengo decidido pirarme de esta ciudad para siempre. Y si puedo marcharme al Canadá, mejor.
Me ofreció la mano callosa. Aunque insistía con la mueca de su estúpida sonrisa y la mirada lobuna me escrutaba hasta el alma, por una fracción de segundo parecía serme sincero. Se la estreché no sin cierto resquemor.
– Aún estás a tiempo de evaporarte. Si te marchas a otro estado, puede que contemples durante algunos años más la puesta del sol.
Abrió la puerta del compartimento y desapareció para siempre de mi vida. Pocos segundos después me llegarían los rescoldos de su presencia en forma de sonidos pesados y estruendosos correspondientes al resonar de sus pisadas al descender por las escaleras.
Me quedé solo.
Dios, estaba acojonado.
Puto Carlitos Hendaya…

6.

Esparcí una décima parte de la droga granulada sobre el papel de fumar. Remojé la punta del pulgar derecho en el poso del agua del retrete, dejando que goteasen cuatro gotas sobre el polvillo, la raya absorbió el líquido y sin esperar a más, curvé el papel y me lo lié. Guardé el resto del alucinógeno en el papel de aluminio (el resto lo tenía guardado en mi dormitorio dentro de la bolsita de plástico original), lo plegué en tres dobleces alargados, junté los extremos y me lo metí en el bolsillo trasero de mis tejanos. Coordiné los movimientos de los dedos para calarme el pitillo entre los labios, saqué el mechero y lo encendí.
Me dejé caer sentado a horcajadas encima de la taza del váter, despanzurrado.
No tardé mucho en empezar a chupar.
Nubes azuladas flotaron dispersamente por el interior del compartimento individual. Las hice desvanecer en parte con la palma de una mano.
– Cof…
Las caladas surgían atosigantes, desbordantes de premura, buscando el paraíso reparador del éxtasis con un par de minutos de antelación, alejándome del negro panorama que se me había vaticinado a borde de mi cohete espacial psicodélico.
Transcurrieron cinco minutos anodinos. Los restos del pitillo descansaban en un montículo de cenizas, al pie del retrete.
Estaba bañado en un sudor de neumonía. Las venas luchaban por desgarrarse, empapando mis tejidos dilatados como el queso fundido de una pizza margarita. Mis huesos sufrían una transformación horripilante, desmenuzándose en un polvillo sucio, exprimiendo el tuétano en una especie de licuadora fabricada en Kuala Lumpur. Mis entrañas me ardían como si me hubiera tragado una tea encendida. Los sentidos se multiplicaron, haciéndose más sensibles. El techo desconchado amenazaba con venirse literalmente abajo. Las baldosas del suelo se resquebrajaban, de cuyas grietas emergían miríadas de hormigas rojas, ejércitos enteros, dispuestos a invadirme. Me puse de pie y las pisoteé a conciencia.
Entonces la puerta del compartimento quedó entornada hacia afuera.
– Qué coño
La puerta se abrió del todo, y Dios me libre, obstruyendo la abertura de la jamba había un ser enorme, peludo y dentudo, con el ceño fruncido.
Los hados me eran desfavorables.
– ¡BART LESTER! ¿QUÉ SE SUPONE QUE ESTÁ USTED HACIENDO? – atronó la voz guturalizada del ser.
Otro más.
A pesar de mi lograda misión de exterminio de seres cósmicos en hogares familiares americanos, aún quedaban MÁS SERES CANÍBALES SITUADOS AL OTRO LADO DE LA REALIDAD. ¡Lo veía y no me lo creía!
No contentos con haberme atormentado en mi propia casa, se atrevían a seguirme hasta el mismísimo Instituto. ¿Es que no existía nadie más que reparase en la magnitud de su blasfema presencia? ¿O acaso era que todo aquel desdichado que reparase en ella, era engullido al instante por sus voraces bocas?
– ESTO LE VA A COSTAR LA EXPULSIÓN INMEDIATA DEL INSTITUTO.
“FUMANDO MARIHUANA A HURTADILLAS COMO UN CHIQUILLO…
¿De qué estaba hablando ese ser espantoso? ¿Se quería quedar conmigo?
El monstruo traspasó la jamba, dispuesto a hincarme los colmillos hacia la media altura de mi cuello apetitoso, desgarrando piel y carne hasta alcanzar en su prospección la vena yugular.
– ¡Largo! ¡LARGO DE AQUÍ, BESTIA SATÁNICA! ¡¡NO ME TOQUES!! – aullé, preso del terror más hondo y emponzoñado que pudiera tener cabida debajo de mi capa nerviosa.
– NO DESATINE, LESTER. NO QUIERO QUE MONTE USTED UNA ESCANDALERA VERGONZOSA A ESTA HORA DE LA MAÑANA.
El ser alienígena estaba cada vez más cerca de mí. Pude degustar por el olfato la hediondez de su aliento de abono orgánico descompuesto hiriendo mis fosas nasales. Su enorme sombra me cubrió por entero, sumiéndome en las penumbras.
– Que no te acerques, he dicho.
La dualidad de sus ojos celestes me sometieron a una exploración prohibida, propio de un depredador al acecho de su presa desvalida. Alargó un brazo.
– No
Los dedos cortos y velludos se aferraron a la manga izquierda de mi camisa, hincando las uñas en la carne. Su puntiaguda dentadura brilló a la luz tenue del compartimento. Vi cómo la lengua surcada de venas se removía dentro de la cavidad bucal, pegándose al paladar.
– VENGA, LESTER. LEVÁNTESE DE UNA VEZ – escupió el ser nefando, buscando mi sumisión.
Debatiéndome contra la energía de su brazo, reparé de refilón en el objeto hasta entonces semioculto en el rincón del fondo. Lo tenía al alcance de mi mano derecha si me esforzaba en estirarme lo suficiente.
– LESTER, NO ESPERE QUE VAYA A SER CLEMENTE CON USTED.
Alcancé el objeto sanitario por el mango y me puse de pie. Embestí al ser contra la pared, asestándole un golpe bajo con la rodilla derecha en su ingle, dañándole los genitales del tamaño de dos colosales pomelos de a kilo.
– ¡Maldito cabrón! ¿Me querías zampar, eh?
– Bart…- gimió la criatura, llevándose las zarpas engurruñadas a la entrepierna.
Le propiné un par de patadas en los tobillos, rematando la faena con un puñetazo en el plexo solar.
– ¡Ay!
Se apoyó contra la pared emulando a un toro de corrida en el instante de doblar contra las tablas de un burladero. Al poco de ello su cuerpo se deslizó hasta aposentarse sobre el suelo pringoso.
Se encontraba ya medio derrotado. Una sacudida de más, y quedaría a mi merced.
– Venga, abre tu boca. ABRE TU APESTOSA BOCA DE UNA REPAJOLERA VEZ.
Le obligué a separar el maxilar inferior del superior, y en plena fase de gimoteo y de llorona, implorando clemencia y compasión, agarré con firmeza la escobilla del retrete y se la metí a fondo. Me mostré obcecado en mi insistencia, empujando hasta que las cerdas gastadas y ennegrecidas de frotar tanta suciedad e inmundicia de las paredes internas de la taza se replegaron bajo las dos hileras de dientes. Tuve que derrochar casi todas mis fuerzas atléticas, pero al fin vi cumplido mi objetivo primordial. La escobilla quedó ajustada dentro de su garganta, rasgando en su penetración infernal el paladar en jirones, con el mango blanco de plástico colgando transversalmente como si fuese un gigantesco puro del régimen de Fidel Castro. La lengua estaba chafada hacia adentro, apretada contra las cerdas de la escobilla.
El ser dio tres espasmos, alzando brazos y piernas. Gimió algo indescifrable, lanzando un chillido agudo a modo de último suspiro. Fue tan desgarrador, que me vi obligado a taparme los oídos con las manos, evitando de esta manera que la entidad procedente de otro planeta, sumido en sus últimos estertores de vitalidad, consumara su venganza destrozándome los tímpanos.
Poco después moriría ahogado.
Asfixiado.
Me sentí exultante de felicidad.
Cojones, me estaba convirtiendo en un héroe nacional.

RUIDOS METÁLICOS
PUEDO VISLUMBRAR ENTRE UNA CORTINA DE BRUMAS ENMARAÑADAS Y VELADAS COMO ALGUIEN QUITA LA REJILLA DEL CONDUCTO DE LA VENTILACIÓN QUE DISCURRE POR UN RAMAL INDEPENDIENTE, A LA ALTURA DEL TECHO DE LOS SERVICIOS.
ALGUIEN GRUÑE RASPOSAMENTE COMO UN ANIMAL MALHERIDO
– PUTA BESTIA. COMO PESAS.
ME SITÚO ENFRENTE DE LA FIGURA RESOLLANTE, MIRÁNDOLE FIJAMENTE A LOS OJOS. EN ELLOS QUEDAN REFLEJADOS LOS CONTORNOS DILATADOS E INDEFINIDOS DE ALGO PALPABLE
LA FIGURA SE DOBLA Y SE YERGUE, QUEDANDO ALGO ALZADO A MEDIA ALTURA
ES UN BULTO CONSIDERABLEMENTE GRANDE
REALIZA UN ESFUERZO SOBREHUMANO PARA INTRODUCIRLO POR EL HUECO DEL CONDUCTO
SE PERCIBE UN SONIDO BLANDO Y AMORTIGUADO
SEGUIDO DE UNA CADENA DE RUIDOS METÁLICOS
LA REJILLA QUE RETORNA A SU LUGAR
RUIDOS METÁLICOS
SEGUIDO DE PENUMBRAS
Y DESPUÉS DE TODO ESTO…
SILENCIO

7.

Esta vez si que la pillé buena. Ciertamente no ofrecía una imagen a imitar, ahí tirado en el suelo como si me hubiera dado una desgana, con las piernas levantadas en compás, una apoyada contra el retrete y la otra contra la cisterna del agua. Afortunadamente para mis intereses, había dejado el cerrojo corrido. Me incorporé a diez revoluciones por minuto, con el cuerpo en dolorido. Cada músculo saturado de grasa gemía como un niño maltratado por su padrastro paranoico. Alcé la tapa del inodoro. Descontando el montículo de cenizas acumulado en un rincón, no quedaba ningún rastro revelador del pitillo consumido. Descorrí el cerrojo y abandoné ese cubículo fétido, submundo de bacterias y gérmenes.
Me encontré con los servicios vacíos de creyentes de la Iglesia de la Vejiga Vacía. Salí de las dependencias y bajé por las escaleras con mi organismo magullado. En un tramo me crucé con un profesor que impartía Historia Americana un curso más adelante. Se me quedó mirando relativamente extrañado, saludándome por pura rutina y reanudó su marcha.
Mi madre, ¿tan mal aspecto ofrecía?
Sería de ingenuos no reconocer que físicamente me hallaba medio muerto, en el umbral del Limbo de los Torpes, pero los efectos alucinógenos de la droga granulada ya se habían disipado por completo. O al menos a mí me lo parecía.
Llegué a la planta baja y desfilé lo más humanamente posible por las puertas que comunicaban con la galería principal. Un hecho motivaría que me quedase perplejo. La galería estaba desierta de gente como una piscina a falta de nadadores por estar repleta de pirañas. Tan sólo se veía a uno de los empleados del servicio de la limpieza sacándole brillo a los pomos y cromados de las puertas de salida.
Me acerqué a él, y dibujando la sonrisa más racional que podía exhibir en esa fase del día, lo abordé:
– ¿Podría indicarme la hora?
– Si, claro…
Depositó la botella de “Limpiol” en el suelo, se arremangó la manga derecha de la camisa de su uniforme y miró la hora que marcaba la esfera de su Timex de segunda mano.
– Son las cinco y media.
LAS CINCO Y MEDIA
Hacía dos horas y media desde la conclusión de la última de las clases lectivas del día.
Estuve casi ocho horas adormilado dentro del compartimento del váter.
Ido.
Inconsciente.
Ajeno a todo lo que ocurría a mi derredor.
Jesús, ¡¡OCHO HORAS!!
Le di las gracias al empleado de la limpieza y me dirigí vacilante hacia la puerta acristalada de salida. Estando a punto de traspasarla a duras penas, una voz consternada llegó a mis espaldas propagada por la resonancia cavernosa de la galería.
– Edmundo, no habrás visto a Bob, ¿verdad? – le inquirió la profesora de Biología al empleado.
– No. No le he vuelto a ver desde ayer por la tarde, cuando tuvo su franja horaria semanal de tutoría activa.
– Es extraño. Nadie sabe nada de él desde el primer receso de la mañana. Hasta he tenido que sustituirle de forma eventual en dos de sus clases.
– Puede que se haya puesto enfermo. Ayer no traía buena cara. Y en plena epidemia de gripe…
La profesora se encogió de hombros, apartándose un bucle de pelo rubio de la frente.
– Cabe esa posibilidad, pero Bob es muy amante de su trabajo. En una situación semejante nos habría puesto sobre aviso.
– ¿No han probado telefoneándole a su casa?
– No, todavía no. De hecho le iba a llamar ahora.
Se despidió, desapareciendo con el taconeo sensual de sus zapatos de piel de lagarto por el bloque que daba a las oficinas centrales del profesorado.
Bob…
Bob Machan era nuestro profesor de Ciencias.
Dichoso Bob…
¿No te había visto después del recreo?
(Claro que me viste, señorito Lester de pacotilla. No te escurras de mí. En el instante que estabas fumando una apestosa tagarnina me pasé por el compartimento A-17 de los aseos y se me ocurrió saludarte)
(Te dije “Hola”, y tú me devolviste el saludo enchironándome dentro del angosto conducto de ventilación)
(mandándome virtualmente a la mierda)
La duda luchaba fatigosamente por salir a flote como un madero resurgiendo del fangoso fondo de una laguna, y antes de que recorriese las ramificaciones que la conducirían al cerebro pensante, opté por cruzar por debajo del arco de bloques de piedra arcillosa porosa que configuraba la marquesina de la salida, mezclándome con el maremágnum de peatones que pululaba muy a su aire por la acera de la avenida Grandison en donde estaban emplazados los cimientos pétreos del Instituto de las Segundas Oportunidades.
Segundos después hice avivar el ritmo impuesto a mis pisadas, deseoso
(sumamente deseoso)
de saludar a los miembros de mi querida familia.

8.

“NOOOOO”
“DIOS”
“PAPÁ”
“MAMÁ”
“TOMMY”
“ESTO ES…”
“ES…”

Innombrable.
Es innombrable lo que acaban de hacer con la estirpe de los Lester de Potomac. Carezco del léxico necesario para detallar la horrible descripción de esta carnicería insana.
Nada más traspasar el umbral del comedor, un nudo de soga marinera quedó atrincherado en la boca de mi estómago, haciendo que vomitara arcadas ácidas sobre la alfombra turca que precedía al interior de la escabechina.
Dios Santo. Estaban todos globalmente muertos. Descuartizados con la perfidia sádica del cirujano nazi de los campos de exterminio judío. Charcos de sangre fermentada dispersados por encima de la tarima flotante del suelo. Moratones informes sobre la tapicería del diván. El mantel de linaza teñido de escarlata. Conviviendo con este glosario de hemoglobina avinagrada se dejaban mostrar los miembros sueltos cortados en trozos, integrando parte de una exposición macabramente repulsiva: entrañas iniciando su descomposición química reluciendo de forma pecaminosa, las paredes revestidas con la madera de la ebanistería sueca decoradas con salpicones de sangre, con una vereda en espiral de huellas de manos sintonizando con la perspectiva, composición y distribución “gore” del decorado.
Pasé por encima de lo que en un principio de cordura pudieran asemejarse en lo rudimentario a los restos esparcidos de mi padre, franqueando la puerta corredera, emergiendo del delirio de un psicótico en estado irreversible, anhelando abandonar la antesala del averno. Recorrí a tumbos el corredor sin echar la vista atrás.
“Tienes que salir de aquí echando leches, tal como te lo recomendó el flacucho colega de Hendaya. AHORA O NUNCA.”
Entonces divisé la puerta que correspondía a la cocina. Se encontraba abierta. Entré.
No debería de seguir adelante en mi cruzada expiatoria. Tarde o temprano la verdad esclarecedora terminaría por anular mi independencia, degradándome el cerebro en un símil a como la puta droga de Carlos iba corroyendo la sobriedad de mis pensamientos. Me convertiría en un cadáver ambulante: seguiría de algún modo vivo, pero la esencia de mi alma emotiva fenecería con el crepúsculo enajenado de mi caída.
Con la vacuidad de mi mente desquiciada, comprobé paranoico perdido como la lavadora se placía en escrutarme con su único ojo de cíclope. Me acerqué en cuclillas, atisbando a través del cristal de la mampara de la compuerta de carga.
Distinguí los retazos enredados de la ropa que se reservaba en su interior. Abrí la compuerta, preso de un ataque de ansiedad.
Mis manos conectaron con la ropa arrugada, formando un todo. En un abrir y cerrar de ojos contemplé la ropa extendida sobre el linóleo bacheado del suelo. La VERDAD no tardó en atravesarme el cuerpo de parte a parte, ensartándome como si fuera una lanza tribal.
Allí, alineados sobre el linóleo, estaban expuestos mis tejanos desteñidos, acartonados con la sangre reseca oscureciendo la palidez del algodón. La camisa de franela a cuadros verdes y negros había ido adquiriendo con el paso de las horas una tonalidad purpúrea por la coloración de la sangre. Calcetines, camiseta interior de tirantes y los calzoncillos slip permanecían aún ligeramente humedecidos, impregnados de sangre. Hasta el mismo tambor, ahora vacío de su contenido lúgubre, parecía una herida sangrante, abierta e incisiva. La TERRIBLE LLAGA DE UN SANTO CASTO.
(Dios, no podía ser posible. No-no)
Una locura. Eso es que lo era.
Dejé la ropa ahí tirada y salí por la jamba de la puerta. Subí por la escalera de caracol con las piernas agarrotadas y la mente aterida por un ramalazo de dolor de cabeza muy consistente, que me perforaba en su lobotomía hasta la glándula pineal. A medio camino, surgió de forma imprevista la presencia del hacha de doble filo, con la hoja hundida en el revestimiento de madera de la pared.
– NO
Alcancé mi dormitorio.
– DROGA. MALDITA DROGA…
Busqué en cada uno de los cajones de la cómoda. Uno de ellos se me resistía y lo saqué con excesiva brusquedad, volviéndolo del revés y vaciándolo de golpe encima del cobertor de la cama. Rebusqué entre la ropa amontonada.
Allí estabas.
El resto de la droga granulada azulina, guardada dentro del plástico de cierre hermético.
Saqué el papel de aluminio plegado del bolsillo y vertí su contenido en la bolsa de plástico.
– Ya estás… Ya te tengo… Ya te tengo… Ja-ja-ja.
Fui al cuarto de baño. Levanté la tapa del retrete y arrojé la bolsita. Tiré de la cadena.
La bolsita se negaba a ser tragada.
– Dios. ¡Dios!
La recogí chorreando agua coloreada por el “Harpic nocturno”, separé el cierre de la bolsa y vacié el polvo granulado en la taza. Volví a tirar de la cadenilla. El chorro del agua surgido del reborde de la taza arrastró la droga hacia el desagüe en un remolino de espuma sonrosada.
– Ya estás. Ya estás a salvo.
“Mi vida va a ir de putísima madre a partir de ahora.
Entonces percibí un ruido arrastrado. Al parecer procedía del vestíbulo.
– Jesús… Ese cabrón la ha hecho buena – susurró alguien en el umbral del comedor.
Salí del cuarto de baño y afronté mi dormitorio.
– Está ahí arriba.
– Venga, id a por él.
El ruido sigiloso se transformó en una sucesión de pasos furtivos.
– Hay que tener cuidado. Aún puede estar bajo los efectos de la “neuroxtina”.
Cristo, debían de ser los perseguidores de Carlos. Al llegar frente a la ventana de mi habitación atisbé la parte trasera de una limusina negra estacionada en la entrada del garaje de nuestra casa. No haría ni sesenta segundos que llevaría allí.
– Venga, Tino. Precédenos por la escalera.
– Me gusta cómo te juegas el pellejo, Alberto.
– Callad y subid de una puta vez.
Las pisadas furtivas terminaron de ser disimuladas, dejándose notar con mayor evidencia. Pasados unos segundos ya eran atronadoras en semejanza a los redobles de un tambor.
Venían corriendo.
Subiendo escalón tras escalón.
Me coloqué a horcajadas por el hueco de la ventana, con una pierna oscilando en el exterior de la fachada frontal apoyada sobre una de las ramas del olmo.
“¡Venga, Bart! ¡VENGA-VENGA-VENGA! ¡Que tú puedes!”
Me encontraba muy cerca de la evasión de la penitenciaria de Alcatraz. Muy cerca. Rematadamente cerca.
Entonces capté un “flop” amortiguado, seguido de otro. Sentí como un dardo ardiente me penetraba por la cadera, me aserraba en diagonal y salía expulsado como un cálculo de riñón por el esternón, entre las costillas tercera y cuarta. Unos goterones de sangre salpicaron el marco de aluminio mientras el vidrio se agrietaba sin descomponerse.
“AHHH”
Otra llamarada de dolor inutilizó mi rodilla derecha, haciendo que saltase un géiser de pellejo, sangre, ligamento y astillas de hueso, destrozando la rótula por completo. Eran balas de punta ahuecada. Hasta el número del calibre ya no llegaba.
Conservaba tal tesón en la fuerza del brazo que aún me sujetaba al marco de la ventana.
Me volví.
Tres hombres vestidos impecablemente con trajes cruzados de Armani y gabanes negros me flanquearon por mi mesa de estudio. Dos de ellos, los más jóvenes, empuñaban dos semiautomáticas Glock disponibles de silenciador.
Estaban sonrientes. Parecían dos jodidos colegiales enamorados en el día de San Valentín.
La tercera persona se acomodó sentada en el reborde de la cama. Estaba desarmada en apariencia. Era sin duda “Tiburón”, anclado en pleno inicio de su vejez. Lo supuse al instante.
El dolor y la desazón me iban invadiendo de forma implacable todo mi ser desmoronado.
Caí de bruces sobre el suelo, apoyándome contra el respaldo de mi sillón giratorio de muelle hidráulico. “Tiburón” se alzó y se acercó pavoneándose con el porte desgarbado de un pederasta degenerado, compadecido de mi alargada agonía. La punta de la suela de uno de sus zapatos negros Guzzi, de quinientos dólares, se complació en pisotearme los nudillos de mi mano derecha. Percibí físicamente y auditivamente los crujidos de las falanges y los metacarpianos con la languidez de las ramitas secas de olivo al partirse bajo el peso del paso de un excursionista campestre. Proclive al ensañamiento con sus víctimas indefensas, se afanó con crueldad gratuita, fracturándome el hueso escafoides, dividiéndomelo en tres fisuras limpias.
Ensanchó una sonrisa demencial. Impropia de este mundo.
– Muy buena droga, señor Lester. Demasiado buena. La masacre de abajo nos lo confirma.
– Cállate, hijo de puta. Si vas a matarme, no te vayas por la ramas.
– Ya… Matar es un verbo que practico con mucha regularidad. Antes de que ello ocurra, quisiera hacerle partícipe del recientísimo acuerdo verbal alcanzado con los grupos activistas de oposición gubernamental de dos naciones centroamericanas sometidas bajo el yugo del comunismo radical. Aparte de esto, ya teníamos apalabrado de antes un convenio logístico con el “Ejército de Liberación” del General Aid Di Lil. Con la infusión de esta droga en los organismos de la soldadesca, la guerrilla somalí será invencible en cualquiera de los frentes en que participe.
– Y… Y a mí, qué…
– Me encanta su indiferencia, créame…
Tenía la visión somnolienta, y por unos segundos me pareció haber perdido la plenitud de la conciencia, fruto de un desvanecimiento propiciado por la pérdida de la sangre de mi agujereado cuerpo. Instantes después recuperé a duras penas la realidad diáfana, con el “Tiburón” insistiendo en el detallismo frío y mesurado de la acción de las propiedades degenerativas del dichoso narcótico en el metabolismo humano.
– … creamos virtualmente una cadena industrial de máquinas humanas, capaces de arrasar un campamento enemigo en menos de una hora, cualesquiera que sea su infraestructura militar. No tendrán sentimientos contradictorios, ni principios loables, ni por supuesto remordimientos que los ofusquen, y todo porque no sabrán en ningún momento lo que estarán acometiendo mientras les dure los efectos de la “neuroxtina”. Simplemente se contentarán con ver una caterva de seres abominables y horrendos reflejados de forma kafkaiana en las anatomías de sus contrincantes.
“Si. Irán equipados como auténticos carros de combate, mi estimado amigo. Será un despliegue colosal, digno del mismísimo “Monsieur” Bonaparte en el mayor de los esplendores de su ansia conquistadora. Ataviados con el atuendo especial que les hemos diseñado, no se confundirán de bando ni se atacarán entre sí. Descargarán en suma sus instintos homicidas, recónditamente olvidados en los recovecos laberínticos de sus mentes prehistóricas, contra las fuerzas que les sean hostiles.
“Los prisioneros de guerra serán “depurados”. Imagíneselo. Hacinados en barracones, con cada una de las vías de escapatoria posible selladas, sedados con la absorción de la droga en altas dosis más allá de lo aconsejable. En media hora de convivencia espiritual no quedaría ninguno en pie. Estarían muertos. Se habrían eliminado los unos a los otros, como meros perros rabiosos…
– Dios…- musité, asqueado, con la respiración entrecortada. Me fijé que no se detenía el flujo rojizo a través de los estigmas de mi costado derecho y de la desollada rodilla malherida.
– Es terrible. Anda en lo cierto. De hecho usted ya pudo comprobarlo en su propia carne, señor Lester. Este narcótico es único. Y la descripción de ese exterminio en un recinto cerrado en sí es real.
“No es un farol, mi querido muchachito. Lo comprobamos en laselva de Honduras con un pelotón de ingenuos mercenarios neo-nazis… Sólo sobrevivieron dos valientes. Pobrecillos. De ellos quedan simples organismos mancillados, postrados de por vida en sus sillas de ruedas, incapaces de pronunciar tres palabras coherentes seguidas…
“Lástima de que Carlos Hendaya y usted tuvieran que entrometerse tan tontamente en un asunto tan delicadamente “peligroso”, cuyas connotaciones de índole estratégico-político-militar sobrepasan vuestra capacidad de discernimiento, más propio de meros jovenzuelos de tendencias pacifistas. Alentáis las proclamas de índole idealista, tales como los “No a la Guerra”, “Fuera las Armas” y los “Viva la paz en Cuba”, y claro, esto no puede ser debidamente asimilado bajo ningún concepto en el modo de vida americano. Por ello debe usted de considerar cuanta lógica se desprende de mi actitud beligerante. Póngase usted en mi lugar. No dudaría en hacer lo propio. Al fin y al cabo, la ambición humana lo contempla todo, ¿no es así, mi querido amigo “Me meto en dónde no me debo”?
“Le veré en la otra vida, Bart Lester. Deseo fervientemente por mi parte que sea bajo mejores perspectivas.
“Muchachos…
“Tiburón” se volvió de espaldas y salió de la habitación, atravesando el henchido quicio de la puerta.
Miré a los dos hombres apostados enfrente de mí.
Me sonrieron por segunda vez.
– Hora de morir, chico.
– Si, vamos algo atrasados en nuestro cometido.
Antes de que me apuntaran de manera definitiva a la sien, me esforcé por congraciarme con los seres queridos a los que había dañado hasta conducirles al final del túnel, donde la luz no existía para ninguna clase de ser que fuera peludo y dentudo.
Junté ambas manos, palma contra palma, y siseando entre sollozos, pude rezarle un escueto padrenuestro en honor de mi familia.
Recé con devoción.
Y después de rezar…
Afronté el SILENCIO INFINITO.

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