Un último beso de despedida.

Separó los labios con delicadeza, arrimando la porción de tarta hacia el interior de la boca.
Antonella no tenía hambre para ese tramo final de la cena. La ensalada inicial había sido liviana, con atún y espárragos de lo más tiernos. En cambio, la pierna de cordero con pimientos rojos y patatas panaderas había sido para su gusto demasiado pesado. Su estómago de siempre había sido de lo más irritante con la carne y las especias. Pero no le quedaba otra que sacrificarse de vez en cuando para contentar a su marido y a sus dos hijos, a los cuales les encantaba consumir por lo menos dos veces por semana carne.
El remate consistió en un pastel hecho por ella misma. Un bizcocho esponjoso, untadas las dos partes separadas por la crema pastelera con un almíbar de lo más empalagoso, finalmente recubierto por una capa sugerente de nata montada mezclada con chocolate en polvo para conferirle el aspecto de la trufa.
Un manjar acompañado de un buen tazón de café para cada uno de los comensales.
Antonella, no, que le afectaba el sueño. Aunque en esa ocasión, pensar en poder dormir sin más era una tontería de lo más fútil.
Poquito a poquito, fue degustando el resto del trozo pequeño del pastel servido por ella misma entre risitas sin sentido. Su marido se contrarió al ver que era exageradamente insignificante, y más dada la talla esbelta de su bella mujer.
Su esposo y los dos chicos repitieron con ganas, reseñando el toque del licor dulce del almíbar que impregnaba el bizcocho.
Antonella suspiró, aliviada. La porción de su postre casero estaba en el fondo de su estómago.
Un instante después, se incorporó de la mesa, observando los cuerpos sin vida de su marido y sus dos hijos, echados de mala manera hacia delante, con los brazos y el rostro desparramados sobre el mantel, con dos de las tazas de sus cafés volcados mientras sufrían los últimos estertores producidos por la tarta envenenada.
Con amor, les envió desde la cercana distancia un último beso de despedida a cada uno de sus seres amados.
¡Maldita! ¡Qué has hecho! – bramó una voz maligna y terrible desde sus propios labios.
– Lo que me habías ordenado. Acabar con mi familia – susurró, conforme los efectos letales del veneno ya estaban haciéndole postrarse de rodillas sobre la alfombra del suelo del  comedor, a punto de quedar tumbada en una quietud suprema.
La entidad que la había poseído en las últimas semanas hizo un esfuerzo ímprobo por pronunciar unas últimas palabras antes de que Antonella decayese por completo como persona viva:
¡Desgraciada! ¡Tenías que matarles a ellos! ¡Pero no dije nada acerca de que los acompañases en la eternidad de la muerte!
Nada más decir esto, la mujer falleció con una sonrisa serena reflejada en su rostro…



http://www.google.com/buzz/api/button.js