La grabación

Sigo tumbado en mi diván. Dándole mil vueltas a lo futil que me resulta residir en este lóbrego castillo con la mera compañía de mi servidumbre. Tengo pocas ansias de hablar. Preciso de un psicoanálisis, pero por desgracia, el doctor Herr Pretengarmer bebió más de la cuenta la noche pasada y se nos cayó al foso de las hienas.
En fin, yo mismo conectaré la grabadora para musitar mis desdichas por lo bajinni…

“dormido
me encuentro dormido entre las sábanas revueltas de mi lecho. De vez en cuando mis labios secos y cuarteados se entreabren ligeramente, dejando salir la sutileza de un fugaz ronquido. Entonces, por alguna clase de instinto perceptivo, desconcertante y de índole desconocida, me despierto. Parpadeo varias veces, restregándome las molestas y pegajosas legañas adheridas a las pestañas. Hecho esto, yergo la espalda, desviando mi atención hacia un lado. Logro vislumbrar entre sombras pegadizas el espejo de cuerpo entero adosado al armario ropero de roble inglés.
observo
a la vez observo la disposición de las tibias manecillas fosforescentes del despertador.
De forma increíble, aún hallándose toda la estancia a oscuras, mis ojos logran ver al instante con absoluta claridad todo su interior, como si una capacidad mejorada de visión nocturna adaptara mi vista a sus contornos. Evidentemente, no dispongo de ninguna clase de equipo militar. Veo persianas bajadas, haciendo encajar las tablillas de bambú, impidiendo así que las luces emergentes de las farolas de la calle del edificio en donde resido pudieran filtrarse por grieta alguna.
Lámparas apagadas.
Candelabros de bronce con sus velas invidentes.
Del mobiliario consigo apreciar los trazos florales acentuados en el papel de las paredes, la escayola del techo falso, el harakiri de un noble japonés en la pintura decorada del biombo…
Lo percibo todo por la bondad de mi sexto sentido,
Mi BENDITO sexto sentido…



Un frío gélido e ignoto me abofetea en pleno rostro, como el guante de un noble caballero francés que reclamase el resarcimiento de la afrenta mediante la inexcusable citación a un duelo a muerte, produciéndome con ello una extraña y perturbadora sensación de temor respetuoso hacia algo indeterminado. Entonces veo que la puerta de mi dormitorio se encuentra abierta como las fauces de un depredador preternatural donde a través de su jamba, resolla más que suspira, una corriente desbocada de aire. El sexto sentido me permite atisbar el pasillo que comunica directamente mi dormitorio con el recibidor. Justo hacia la mitad del mismo, en su flanco izquierdo, distingo un hueco. Es el quicio correspondiente al cuarto de baño.
levantarme
debo levantarme.
Me acomodo sentado sobre el borde de la cama, inclinando mi mirada somnolienta hacia el suelo para buscar las zapatillas afelpadas, unos “souvenirs” infantiles de Disneylandia. Las recojo por las lengüetas y me las pongo, introduciendo los pies con la ayuda del dedo pulgar de la mano diestra como eventual calzador. El frío de cámara frigorífica de un matadero me envuelve como una red de pesca de un barquero de alta mar y se encarga de aumentar en su gélida escala de intensidad al igual que la propia inseguridad ciudadana de cualquier metrópoli media americana.
Me pongo de pie. Cada movimiento mío es realizado a cámara lenta, ralentizando cada una de sus secuencias al mínimo, propio de encontrarse uno sumergido dentro de un estado líquido embrionario, y de repente asocio esta situación latente con lo que pudiera sentir un feto de avanzado desarrollo en la placenta de su madre. El inquietante pensamiento desaparece con la misma facilidad con que eclosionó en el hemisferio izquierdo de mi cerebro.
Me quedo mirando fijamente en la superficie reflejante del espejo de cuerpo entero. Reflejado en él, compruebo con desazón que llevo puesto encima el pijama adolescente deportivo verde y que me queda relativamente encogido, una indumentaria ridícula que me regaló mi madre durante unas navidades ya sumidas en su ocaso. Digo algo inconexo en voz queda, casi un murmullo inaudible que alcanza a oír simplemente el cuello levantado de la chaquetilla del pijama, y surge al unísono el perímetro de radio de acción de un círculo perfecto de vaho sobre la superficie lisa y pulida del espejo.
interior
en el interior del círculo opaco hay plasmada una letra mayúscula, bosquejada con lápiz de labios color carmesí. Es una caricatura de carácter imprecisa y vacilante en su caligrafía, como si la hubiera creado un niño muy pequeño (o un adulto de mentalidad poco desarrollada).
Es una EME.
(M)
Dejo el espejo de cuerpo entero en el olvido, caminando pausadamente hasta salir de mi aposento.
El corredor
un corredor que debiera de encontrarse en penumbras, con el consiguiente riesgo permanente de que uno pudiera tropezarse con una de las sillas situadas en el margen derecho. En vez de ello el riesgo era negligente, pues ahora lo veía todo gracias a mi sexto sentido. Qué gratitud le debía, pero qué gratitud.
Veía el color crema descolorida y avejentada de las paredes estucadas. Pude contemplar el enigmático retrato del navegante desconocido de supuesto origen español, ataviado con una gran capa color turquesa y un traje rojo encendido de ira, acompañado de una boina marina de idénticos matices. Veía las sillas anteriormente mencionadas de imitación estilo Luis XV. Ni siquiera la madera era auténtica y genuina. Y entreveía
hacia la mitad del corredor entreveo la dependencia destinada a la higiene personal. Observo que al quicio le falta la puerta, dejando al marco de aluminio inútil y desasistido. Veo también como los goznes bruñidos reposan sobre el suelo. Por el hueco percibo el espejo situado encima de la pila del lavabo. Me aproximo más para ver mejor el estado del interior del cuarto de baño.
La superficie del suelo se encuentra de esquina a esquina recubierta por una apreciable capa de barro fresco, enlodado hasta más no poder. Distingo levemente entre tanta suciedad la alfombrilla de la ducha. La pelusilla del tapiz que representaba a un Snoopy romántico olisqueando una rosa estaba empapada, con los rizos blancos apelmazados por culpa del repulsivo limo. Por el desagüe del plato de la ducha emerge más légamo a borbotones, como brota la sangre de una yugular nada más serle aplicado un tajo en el cuello de la víctima de un asesinato. El barro salía acompañado de una cohorte de bichitos gelatinosos de origen desconocido y que maniobraban con la presteza militar y unitaria de la marabunta.
Pero hay algo más.
Un olor.
Una emanación
¿… a sangre?
Prosigo mi lenta peregrinación por el apartamento de doble planta, dejando atrás el cuarto de baño y la hilera de sillas, para llegar hasta el recodo del corredor, que vira ahora hacia la izquierda. Unos cortinajes rojos y pesados cierran la salida.
Los descorro.
A primera vista se me presenta la mesilla rinconera de maderamen, con el teléfono inalámbrico de pie en su cargador. A su izquierda, sobre la pared, hay un respetable desconchón leproso mostrándome los ladrillos rezumantes de una sustancia lustrosa y de connotaciones siniestras. En este instante la alta tensión que se acumula en mi cuerpo adormecido de sonámbulo busca una válvula de escape. Consigo que mis labios se separen y resoplo, desfilando mí aliento en el aire en forma de nubes.
Las piernas entumecidas me obligan a continuar avanzando. Al dar los pasos percibo un sonido blando de adherencia, una especia de “flop”, “flop”. Ante mí se me presenta la puerta de cristal escarchado de la sala de estar. Ya había dejado detrás de mí la enorme puerta principal, con su pomo de plata que tiene las proporciones anatómicas del puño de un boxeador. Me quedo quieto. Desde donde estoy, en pleno corazón del vestíbulo, puedo distinguir las restantes cuatro puertas. En el margen derecho contemplo la puerta correspondiente al dormitorio de mi padre. En el margen izquierdo veo las puertas que corresponden a la cocina y a la biblioteca familiar. La puerta de la cocina se encuentra abierta. Por último existe la puerta de la despensa, al final del todo. Está cerrada. Esto no encaja con la realidad diaria, pues siempre la mantengo parcialmente abierta antes de acostarme. Dicha manía representa para mí el intríngulis de un ritual arcano, lo que usted suele calificar como una obsesión metódica de índole aprensiva.
Los pies me encaminan hacia la cocina. Entro a medias por la jamba. Todo está aparentemente normal: a mi izquierda se encuentra el frigorífico congelador de cuatro estrellas, al fondo de la cocina queda la lavadora de treinta años casi fusionada con el lavavajillas, a izquierda y derecha de ese doble conjunto se encuentra el fregadero de aluminio, con el escurreplatos, la encimera y el mostrador y la mesa funcional de metra quilato. El horno eléctrico se halla ubicado justo debajo de los armarios empotrados de madera de cerezo destinados al albergue de la vajilla y la cristalería, además de la colección de especias más extensa que haya visto en mi menguada existencia, que sin duda haría las delicias del más extraordinario de los herbolarios medievales encerrado en su limitado y precario laboratorio, cotejando las características y propiedades curativas y culinarias de cada cual.
Giro la cabeza hacia mi derecha, viendo como la hoja de la puerta está abierta hasta cierto punto, ejerciendo un ángulo de ochenta grados con la esquina, encajando el filo contra la pared, dejando de esa forma ocultos los útiles de limpieza allí guardados. Algo amenazador se deja sentir procedente de ese rincón.
Salgo de la cocina para escudriñar por las rendijas que hay entre las bisagras de la puerta. Alguien o algo permanece parapetado en ese escondrijo. Acechante. Vigilante. Lo intuyo. Y además tengo asumido que esa maldad furtiva tiene su razón de ser. Su existencia en esta locura de mundo de duermevela viene impuesta por la malicia de mi subconsciente. Reside en ese rincón desde hace meses y meses y lo hará durante años venideros si antes nadie se lo impide, dirigiendo su acritud residual en contra de quien ose observar a través de los intersticios de los goznes de cobre.
Y si le soy sincero, yo mismo anhelo poder desvelar el secreto de su aspecto externo, físico y mundano, pero por algún motivo, una especie de resorte que se dispara y activa la materia gris de mi cerebro inmerso en la ensoñación onírica, no me es posible actuar con el coraje necesario de entrometerme en la parcela de la cosa o criatura residente en el escondrijo.
Cuando llego a esta situación del sueño, mis piernas se tensan y me obligan a encaminarme hacia la puerta que da a la sala de estar. Me detengo ante ella. Mi mano derecha se aferra al pomo con la misma firmeza y ansiedad que si fuese un saliente rocoso salvador que emergiese de una pared vertical de escalada libre de una montaña pelada y desnuda en auxilio del montañero. Otro suspiro acaba desparramándose en una cascada condensada por mis labios insensibles. Tiro del pomo abriendo la puerta hacia afuera. Está pesada como si fuera la compuerta sellada de un submarino. Mi sorpresa no se hace de esperar, pues este acto cotidiano no habría de resultar perturbador de haberse ABIERTO HACIA EL INTERIOR y no de forma opuesta a la disposición de los goznes.
El sexto sentido me permite prescindir del interruptor de la luz.
Todo se encuentra en orden como sucediese con la cocina. A la derecha, según se entra, se encuentra al inmenso armario de roble barnizado en tonos claros y obscuros de vetas alargadas en forma de hilachos, con su mueble bar y demás estantes, éstos últimos distribuidos de manera prefabricada para que encajasen el televisor de tft-lcd de 52 pulgadas, el vídeo de sistema DVD y la cadena musical Samsung Berlín 1998. Una balda alargada restante – el hueco más espacioso – estaba destinada estrictamente para albergar una buena colección de libros, pero mi padre prefiere utilizarla para una exposición de innumerables estatuillas extravagantes, labradas y talladas de manera artesanal en ónice, marfil y madera, traídos de no sé qué país del lejano oriente.
En el centro de la estancia está situada la antiquísima mesa de caoba, con un bello y sofisticado acuario encima cuyos cristales tintados en verde fosforito hacen ofrecer al interior sonrosado una panorámica acuática espectral, donde los peces tropicales dormitan en su reposo nocturno, unos flotando en la superficie cálida del agua cristalina con los ojillos colapsados observando en su ceguedad terminal las luces piloto, otros sumergidos en el fondo dispersados entre el lecho arenoso, las conchas y las rocas de coral ensartados en las púas afiladas de dos tenedores…
Vuelvo mi vista hacia arriba. Allí, colgando del techo, está la majestuosa araña. Su estructura cristalina tintinea de vez en vez por los arrullos sibilinos de un viento espectral.
La corriente de aire arrecia. La lámpara empieza a oscilar y oscilar como un péndulo. Y no cesa de bascular al borde del desplome…
Me sobresalta una expectoración resollante. Me figuro que será mi padre que estará roncando hondamente como en él es habitual.

Las piernas

me predisponen a abandonar la sala de estar, teledirigiéndome hacia el dormitorio de mi padre.
Andar ahora me cuesta un mundo.
Da la sensación que llevo un lastre de veinte kilos en cada pierna.
Logro alcanzar su dormitorio. La puerta está cerrada. Insto a la mano derecha a que se aferre por completo alrededor del pomo y lo gire.
A mis espaldas brota un gruñido que viola el silencio.
“LeRoy…”
Penetro en la estancia de mi padre. La persiana del ventanal está bajada, sin dejar un mínimo resquicio entre los listones.
cama
la cama de mi padre se encuentra vacía de contenido, ordenada y sin hollar, impoluta, sin haber sido utilizada desde que se retocase por última vez.
o sea
él no estaba durmiendo.
Por segunda vez me llega el gruñido. Procede de la cocina y rasga la quietud sepulcral de la noche. Me doy la vuelta. Creo que estoy sudando copiosamente, pues tengo la camiseta pegada a mi torso como si fuera una segunda piel.
saliste
la cosa salió desde detrás del escondrijo de la puerta de la cocina. A pesar de mi visión nocturna tan sólo puedo verle la dentadura. El resto de su configuración cabría describirla como un monigote de guiñol a tamaño natural y expuesto a contraluz. Negro como la mina de un lapicero y ejerciendo las propiedades atribuidas a un imán, iba absorbiendo la negrura de la noche. Su resplandeciente doble fila de dientes relucía sedienta de sangre como los reflectores nocturnos de una bicicleta. Pero a pesar de que la abominable figura prefería recluirse en el anonimato de las tinieblas, yo ya sabía de quién se trataba por mucho que emborronase el resto de las facciones de su rostro monstruoso.
“LeRoy…”
Portaba un hacha. El hacha que teníamos guardado en la despensa. El hacha que tenía el filo de la hoja mellado y desgastado por el poco uso que se le daba en los últimos tiempos. Pero ahora la hoja estaba afilada como nunca antes lo había estado. Brillaba en la oscuridad. Descollaba de las manos abultadas y tenebrosas que lo sujetaban con religiosidad pagana. Irradiaba destellos ante mi sexto sentido, destellos que titilaban hasta la saciedad con la furia de un millar de luciérnagas doradas.
“M” en el espejo de cuerpo entero de mi dormitorio.
Tú…
La cosa del escondrijo se me acerca para decirme con voz seca y marchita de sentimientos nobles:
– “M” de MUERTE, hijo. No podía significar otra cosa.”
Mi cuerpo se traslada hasta el estado de rigidez presente en toda pieza disecada de un taxidermista: no puedo ejercitar movimiento alguno por más que yo lo quiera y lo anhele.
Él se me acerca con el hacha asida del mango por su mano derecha.
mano
Dios
garra
zarrpa

por favor, ayúdeme
mano, garra, zarpa…
Se me acercó lo suficiente, llegándome el miasma de su transpiración. Podía oler su aliento de depredador carroñero. Sujetó el mango del hacha con ambas manos y lo levantó en el aire.
noo
quiero salir
Me está gruñendo
Blandió el hacha sobre su cabeza indefinida.
Me miró con rabia.
Sonrió con afección.
– “Adiós, hijo mío…”
“Adiós para siempre.”
Bajó el hacha y lo desplazó en un sesgo preciso, precipitándolo hacia mí. Sentí como me lo incrustaba en el cráneo haciendo que saltaran astillas de hueso en un baile de gala mortuorio.
Pero lo que más sentí y me afectó fue al ver que
no lo puedo ocultar por más tiempo, papá.
La cosa del escondrijo,
el portador del hacha,
el estandarte de mis continuas zozobras y pesares,
el príncipe bastardo de la aniquilación,
eras tú.”

Conrad Spite apagó la reproducción sonora de la grabación de la casete insertada en la mini grabadora Sanyo. Era la enésima vez que escuchaba la cinta número 25 desde que falleciera atrozmente asesinado su paciente LeRoy.
Conrad era en ese preciso momento el psicoanalista más laureado y renombrado del estado de Georgia. Cierto que se veía en la disyuntiva de correr con el sambenito lapidario en lo tocante al excesivo lujo de sus emolumentos, pero aún así asumiendo la impertinencia de este lastre era el más solicitado y, por qué no reseñarlo, el más sanamente envidiado por sus colegas del gremio.
Conrad hizo descansar los pies encima de la mesa de cuarzo. Desvió su mirada lánguida hacia uno de los múltiples títulos acreditativos enmarcados y colgados a lo largo y ancho de las paredes de su despacho. Se concentró en el diploma “Suma Cum Laude” por la Universidad de Harvard emplazada en la pared derecha restándole protagonismo al retrato patriótico del presidente de los Estados Unidos. Se relamió en su contemplación, derrochando parte de su absorbente vanidad.
“no lo dudes, eres mi padre”
Conrad cambió de nuevo de dirección la atención de su mirada, centrándola en la mini grabadora del tamaño de un naipe de póker. Su memoria se acomodó en la cabina de la estrafalaria máquina del tiempo de H.G. Wells y se puso a rememorar el instante diez años atrás cuando se le presentó en su consulta un chico tímido y retraído de dieciséis años llamado LeRoy Reck, hijo único del hastiadamente adinerado Nathaniel Reck, el Rey del Cobre.
Este muchacho refinadamente vestido y amanerado en su porte no sintonizaba con los preceptos liberadores de un “sanador mental”, y por tal actitud tuvo que ser traído casi a rastras por un conocido de su padre. Este último se lo enviaba porque sufría de espantosas pesadillas desde que falleciera su madre a raíz de un terrible accidente de tráfico ocurrido dos años antes. Conrad le escuchó en todo momento con la paciencia común a su profesión. Las pesadillas del joven versaban alrededor de un universo onírico donde se le aparecía su difunta madre en el horrible estado en que había quedado después del percance mortal. Como siempre que tenía un paciente atrincherado en esas circunstancias, atrapado en la trampa de su ansiedad y con la mente ofuscada y traumatizada, Conrad convenía en la necesidad de recurrir a la socorrida terapia de la hipnosis inducida. Una vez que lo hubo convencido de tal necesidad, lo situó en trance, incitándole a que le relatase la pesadilla tal cual transcurría en su estado latente, registrándola en soporte de cinta magnética.
Y eso hizo con cada uno de los sueños de LeRoy. El padre del chico le giraba cheques de grueso calibre pecuniario por cada una de las sesiones (LeRoy le visitaba asiduamente dos veces a la semana). Entonces un día el muchacho acudió a su consulta aterrado, sumido en tal estado de paroxismo, que se vio obligado en la necesidad de administrarle un sedante. La posterior justificación de LeRoy al asumir su histeria era que todo venía debido a que soñaba de nuevo.
Soñaba que su propio padre le asesinaba a sangre fría.
– Esta pesadilla es peor que las anteriores. Doctor, si no consigue borrármelo de mi subconsciente, voy a volverme completamente desquiciado. Es tan creíble…
– Está bien, LeRoy. Tranquilízate. Relájate un instante. Concéntrate en la seguridad esgrimida por mi puño cerrado. Déjate llevar por la serenidad de las olas relamiendo la playa de una isla paradisíaca. La luna llena está influyendo en la dirección de sus aguas. La marea está bajando. Bajando…

Y para desahogarle anímicamente, le grabó su sueño.
“Realmente es algo estremecedor” – recapacitaba Conrad siempre que se le ocurría analizar el contenido de la cinta.
Claro que cómo le iba a matar su propio padre. Era un dislate. Y mucho menos asimilable, si se conocía la reputación inquebrantable de Nathaniel Reck. Aún así las visitas semanales de LeRoy se iban incrementando de forma febril. En una de éstas, cuando Conrad iba a sincerarse con el chico, indicándole bien a las claras que ya no tenía ningún sentido la continuidad de las sesiones, LeRoy expuso sus conclusiones personales.
– Ya sé lo que me obsesiona, doctor.
Y Conrad le siguió el juego.
LeRoy dudaba de que el asesino en cuestión fuese Nathaniel Reck, su padre legal.
Conrad tuvo que quemar con alcohol de noventa y seis grados la cinta en la cual LeRoy Reck afirmaba de manera rotunda que la bestia del escondrijo de su sueño se iba asemejando cada vez más al físico de su psicoanalista.
(¡Eh!)
Conrad también hizo quemar las
– ¡increíble! –
pruebas de paternidad que sacó de no se sabía dónde, en las cuales se decía que Conrad Spite podría hacerse pasar por el padre biológico de LeRoy si se lo propusiese.
Sangre
Una mañana tuvo a mal cortarse con el abrecartas en la yema de uno de los dedos de la mano izquierda, y unas gotas de su sangre empaparon un trozo de algodón que luego fue arrojado despreocupadamente al cesto de los papeles… en presencia del muchacho. Hipotéticamente, en un momento dado en que le habría dado la espalda, LeRoy bien pudo haber rebuscado sigilosamente entre los papeles hasta haber dado con el apósito marcado con las perlas de su hemoglobina. Obteniendo de ese modo la prueba. Esos ojos de puñetero paranoico… Apoderándose de retazos de sus genes para destinarlos a una analítica de ADN con el firme objeto de confirmar su presunta paternidad.
En otra grabación fanática – también reducida a cenizas -, afirmaba que era el hijo ilegítimo de su psicoanalista.
– Tú… maldito bastardo…
“Qué insinúas. Qué…

que su supuesta idealizada y angelical madre modelo número uno había sido en efecto leal y fiel con su padre en un porcentaje del noventa y nueve por ciento de eficiencia, si se obviaba esa tórrida noche del cuatro de julio de mil novecientos ochenta y dos durante la cual se había rendido a los encantos de un adulador diplomado de Harvard apellidado Spite.
– Te aprovechaste de ella.
– LeRoy…
– Alguien te habría informado que con un par de dry martinnis bastarían para llevarla al huerto.
– Estás delirando.
– Te dijeron que estaba melancólica por la ausencia de Nathaniel, que por esas fechas se vio obligado a trasladarse a Oslo para participar en un importante convenio metalúrgico con Noruega y Suecia. Una vez enterado, te dejarías caer por la barra del bar y la impresionarías con tus conocimientos. Ella era aún tan joven. Tan ingenua.
– Si esta es una de tus groseras bromas, LeRoy, esta vez lo estás llevando demasiado lejos.
– “Trato con lunáticos“, le dirías lo más seguro. “Me cuentan sus fantasías, indago en sus intimidades de luna llena.”
– Ya basta.
– “Me lleno los bolsillos y continúan siendo unos locos incurables, pero…”
– ¡LeRoy! Maldita seas.
– “… qué más da, nena, si a fin de cuentas, cada día que pasa, cada desahuciado mental que me ventilo por la consulta, sirve para que me enriquezca más y más, y más… Y todo ello sin mover casi ni medio dedo.”
– Aparte de un niñato consentido, eres un insensato, LeRoy.
– “Y lo mejor de toda esta respetable profesión, chiquilla mía, es que uno se siente consolidado entre la élite del estado. Aunque todo ello sea a costa de tener que lidiar con desequilibrados y toda una gama de maníacos depresivos, por no mencionar a los hijos de papá que no rigen bien por los excesos de las anfetaminas y que precisan de un gurú espiritual que se encargue de ajustarles bien los tornillos de la sesera…”

Y claro, el día en que LeRoy le hizo saber que todo iba a ser revelado y publicado en la revista sensacionalista de difusión nacional “Telling Lies”, Conrad no tuvo más remedio que hacerlo. Estaba en la sana obligación de salvaguardar su honor sin tacha.
Tuvo que entrar por la noche en la casa de la familia Reck en las afueras de Brigdes, estado de Georgia, burlando la celosa vigilancia del guarda nocturno.
Tuvo que irrumpir en el dormitorio del patriarca, alargando el sueño natural de Nathaniel Reck con un trapo impregnado de cierta cantidad de cloroformo. Conocedor de la existencia del hacha erosionada, tuvo que conseguir con anterioridad en una ferretería de un pueblo perdido para no levantar sospechas de ningún tipo un hacha bien afilado.
– Ni la cuchilla de la guillotina esa que cercenó la estúpida vida de Luis XVI estuvo tan afilada – le confirmó el ferretero al entregársela en mano.
Tuvo que cobijarse detrás del escondrijo de la puerta de la cocina, manteniéndose alerta avanzada la noche en una postura ridícula e incómoda.
En fin, que tuvo que aguardar a que el sonámbulo crónico recorriese su intricado paseo nocturno.
Y cuando llegó al término de su itinerario,
tuvo que matarlo.
Al fin y al cabo, tenía que morir a manos de su verdadero padre.
Conrad Spite decidió destruir también ésta última grabación (el último vínculo que le quedaba con su “recordado” hijo), para ver si de esta manera las terribles y reiterativas pesadillas que le acosaban noche tras noche
aquí estoy, padre
aquí estoy, con la furcia de mamá
ya sólo nos faltas tú

en los últimos diez años cesaban de una maldita y misericorde vez.

12 comentarios en “La grabación

  1. Menudo relato¡…muy bueno. Hacía días que no te visitaba. Distintas circunstancias me lo han impedido. Felicitaciones por estos buenos relatos. Eres todo un maestro. Buen día y un cordial saludo.

    Me gusta

  2. MMMMjuajuajua…. Merecido se tenía el sicoanalista que los dos cadaveres vinieran por él. Vaya relato interesante de principio a fin. Es que no dejas de asustarme, Robert.Y a estas horas me cuesta conciliar el sueñpo. Voy a tener que visitarte sólo por la mañana. Besos y feliz fin de semana.

    Me gusta

  3. Hola, Meg. Lo mío es hacerte pasar miedo por triplicado y sin derecho a la menor queja, ja ja. No veas cómo se regodean Dominique y Harry cuando te ven marchar del castillo con el cuerpo temblequeante. Incluso Bogus Bogus insinúa que es por los copazos de Brandy, cosa del cual difiero. Recibe un fuerte abrazo, y a ver si a lo largo de este día del padre, se te pasan los temblores, je je. 🙂

    Me gusta

  4. Kaixo, Fernando. De nuevo agradezco tu visita y tu opinión superpositiva acerca del relato. Bueno, lo de prolífico va por rachas. Llevo dos semanas sin muchas ganas de teclear. Lo que pasa es que tengo mucho material escrito de antes en la época que lo hacía con la máquina de escribir. No veas la montaña de folios que tengo por ahí. Los voy revisando y pasando a limpio al ordenador. Luego sí es cierto que desde Diciembre he vuelto a escribir nuevos relatos. Recibe un fuerte abrazo, y nos seguimos leyendo mutuamente, je je.

    Me gusta

  5. Brrrr…. Robert, vuelvo a leer el relato y sigue dándome miedo. Es para no dormirse por si acaso viene el hijo bastardo con el hacha sin mirar a quién…Mecachis, que todo puede pasar en los sueños.Un beso Robert, y feliz semana.

    Me gusta

  6. Hola, Meg. Vaya, ya veo que te ha gustado tanto como para releerlo. Por cierto, mejor que cierres ventanas y puertas esta noche, no sea que quede un huequecito y se te cuele el hijo ilegítimo del psicoanalista, ja ja. Un fuerte abrazo y un besote. 🙂

    Me gusta

Responder a Robert A. Larrainzar Cancelar respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Cerrar sesión /  Cambiar )

Google photo

Estás comentando usando tu cuenta de Google. Cerrar sesión /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Cerrar sesión /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Cerrar sesión /  Cambiar )

Conectando a %s