En estos inicios de año nuevo, tengo pensado intercalar entre mis relatos de nuevo cuño, alguno de los que tengo semiolvidados ya en el fondo de Escritos de pesadilla. En este caso, se trata de un mini relato de ciencia ficción que da que pensar sobre los efectos de la radiación. Como dice el refrán, de este agua no beberé, será mejor llevarlo a cabo en el caso de estas charcas de agua estancada, y no me vale la excusa de los que se pierden en los desiertos y se mueren de sed.
El resto del día se tornó lluvioso y el charco se agrandó veinte centímetros más. Pasada la medianoche el ulular del viento creaba ondulaciones sobre la superficie del charco. Y al poco un perro vagabundo se aproximó a su lado. Olfateó su contenido, dudando antes de extender su lengua sedienta para beber a lametazos un poco de agua. El charco contempló a su nuevo visitante con variopintos reflejos derivados de una lejana farola que aún funcionaba en el parking. Un triste gañido se propagó por el aire, seguido de un chapoteo. Diez segundos de tenaz lucha, y el charco se apoderó del cuerpo del animal. Surgió un borboteo en toda su superficie conforme el can desaparecía para siempre disuelto entre el conjunto de millones de gotas de lluvia contaminada allí reunidas en un sólo cuerpo líquido. Ahora la charca medía tres metros de diámetro. Y cada vez que llovía, era medio centímetro más profunda. Al día siguiente…
Era una especie de manguera de titanio, resistente al grado de corrosión de la charca infectada. Uno de los limpiadores puso en marcha el compresor. Otro se acercó al charco y depositó la boca de la manguera hacia el centro del mismo. Poco a poco fue succionando el líquido elemento hasta resecar la charca por completo. Tras terminar, se volvió a su compañero y le hizo la señal de que apagara el motor de la máquina de succión. Recogió la manguera y se acercó al vehículo, un camión cisterna de tamaño medio, con la carrocería comida por la radiación existente en la zona. Ambos limpiadores vestían un traje de protección, con botas, guantes y un llamativo casco. A pesar de las medidas de seguridad, los dos hombres estaban ya seriamente afectados por la radiación. Su respiración era cavernosa y sus andares muy cansinos. Se subieron a la cabina del camión y lo pusieron en marcha, abandonando el parking. Aquel había sido el último charco existente en las inmediaciones de lo que en sus mejores tiempos había sido un concurrido centro comercial, y aún les quedaban incontables más en los suburbios de Pripiat, en la zona de exclusión de Chernobil. Una región para no vivir. Donde la radiación cambiaba los roles de la naturaleza, creando un lienzo de locura sin par.