Escritos de Pesadilla

Y la tierra le pertenecía…

¡Bogus Bogus! Estamos en plena madrugada, y aún estoy aguardando la cena. Se me está agriando el humor con la demora.
– Demonios. La culpa la tiene su sobrino Gurmesindo. En un descuido, ha cogido el Ñu relleno de lombrices y se lo ha regalado al vendedor de enciclopedias que estaba dándole la tabarra en el salón a la abuela de Dominique.
Bueno, después de todo ha sido una buena acción la de mi sobrino.
– El problema es que tendrá que esperar usted seis horas más hasta que la abuela esté tierna… Es lo que tenía más a mano para la sustitución del mencionado Ñu.
Sin comentarios. No me queda otra alternativa que centrarme en la revisión de mi nuevo relato.

La tierra le pertenecía. Una vez perdida toda la vitalidad, su ingreso en ella le supuso un renacimiento. Un útero firme y compacto. Una cuna donde regocijarse con la eternidad, contemplando la naturalidad impetuosa del día y la imperturbable soledad de la noche desde su pensamiento alejado de todo razonamiento lógico.
Su imparcialidad murió con su vida.
Su odio se acentuó hasta límites inabarcables desde un punto de vista del todo comprensible para cualquier miembro de la raza humana.
Ansiaba instaurar un régimen de terror que pudiera sacar de sus casillas a sus antiguos semejantes.
A partir de ahora, trataría de incrementar su propio legado maldito, dejando a todos los herederos del mismo desamparado y absorto en una vorágine de locura sangrienta que haría rebosar los albañales hasta desbordar los desagües de las alcantarillas de una calle cualquiera.


Claudia salió muy tempranamente como todas las mañanas en su labor de repartidora de prensa matutina. Pedaleaba con ganas en su bicicleta de montaña que le fue regalada en las pasadas navidades por sus abuelos maternos. La fricción con el aire hacía que sus largos cabellos castaños rubios se agitasen sobre sus hombros conforme avanzaba zarandeando de lado a lado la bicicleta, lanzando los periódicos en las entradas de las casas particulares del vecindario del pueblo.
Quedaban dos suscriptores a quien entregar la prensa, cuyas casas estaban algo distanciadas del resto por una pequeña arboleda atravesada por un sendero sin asfaltar, cuando una ráfaga de viento golpeó su rostro infantil. En un instante recibió con desagrado por las fosas nasales de su naricita achatada un olor sumamente desagradable.
Le recordaba a la sensación que recibía cuando visitaba la residencia de ancianos donde estaba ingresada su abuela Magie.

(el olor de la vejez, de la pérdida del control de los esfínteres, de la necesidad de su padre de tener que llamar al celador para que avisara a una de las enfermeras para el cambio del pañal)

Instintivamente, Claudia frenó en seco, apoyando el pie derecho en el suelo de tierra del camino.
Su pelo enmarañado reposó sobre su espalda.
El viento declinó su fuerza hasta detenerse del todo.
El hedor que le llegó al instante se tornó inaguantable. No tardó en sentirse mareada, con verdaderas ganas de vomitar el desayuno que se había preparado personalmente esa misma mañana antes de partir con su tarea del reparto de la prensa.
Un sonido singular la alertó.

(la tierra crujiendo)

Claudia se fijó angustiada en las grietas que se iban formando en el suelo bajo sus pies.
Cuando quiso darse de cuenta, la tierra firme y compacta se relajó, quedando desmenuzada, hasta transformarse en una zanja profunda, que fue requiriendo que la parte superior se deslizase hacía el fondo de la misma. La niña quiso huir pedaleando, pero en escasos segundos fue absorbida por la profundidad del hoyo, bicicleta incluida, siendo inmediatamente cubierta por una densa capa de tierra, que no tardó en volverse compacta, haciendo retornar el aspecto normal a ese tramo del sendero ubicado entre los árboles.

La rabia que le invadía fue correspondida por la posesión del cuerpo de la infausta muchacha. Con deleite fue absorbiendo sus fluidos vitales, diluidos por las enzimas de su complejo sistema digestivo.
No sentía ningún tipo de remordimiento por su corta edad.
En realidad le era indiferente.
Él ya no era humano.
Y la tierra donde antaño fue enterrado, era ahora su posesión más preciada.


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