Escritos de Pesadilla

Miedo verdadero

Después de tanta ceremonia de entrega de premios, corresponde reeditar un relato de terror. Estoy con la voz descarriada, muy cascada, de trasegar tanta sidra en la cena celebrada con los premiados, así que la presentación se la dejo en esta ocasión al cocinero Bogus Bogus.
– ¡Es un cacho honor para mí, jefe!
Bueno, se breve y conciso, que se nos duermen los lectores.
– Este relato es súper incómodo de leer, sobre todo si no lo hace uno tumbado en la cama.
Bogus Bogus…
– Si… Que no se os ocurra echarle una ojeada en plena masticación de un bocado de un bocadillo de chorizo de Pamplona, que puede que se os atragante y luego haya que ir a urgencias a por un lavado de estómago.
Jesús, menudo prólogo para un cuento de terror.
– Por lo demás, es aconsejable haber hecho testamento antes de centrarse en su lectura. Más de uno se nos morirá de un tremendo patatús.
Vale.
– ¿A que lo he hecho bien?
Lo tuyo es la cocina, y no fomentar el gusto por la literatura entre mis invitados.
– Bueno. Ahora le preparo la cena. ¿Hace una cacatúa rellena con carne picada de Ñú?

Connor no era un niño, sino un adulto de edad mediana. Tenía cuarenta y dos años. Hasta aquella noche en el dormitorio de su piso solitario de soltero empedernido, nunca recordaba haber tenido el más ligero retazo de recuerdo de algún tipo de trauma infantil. Sus padres siempre se comportaron bien en su infancia, y en la escuela había sido uno de los críos más populares. A la hora de dormir nunca había tenido pesadillas de consideración, y sus miedos infantiles se remitían a las imágenes contempladas con anterioridad de alguna película de terror, relato o vídeo visto a escondidas cuando estaba algún rato a solas en su antigua casa familiar. Superado ese período de su fase de aprendizaje de la vida mundana, lo que menos podía esperarse es que algo fuera a intimidarle en la fecha actual. Un hombre talludito, maduro, que se reía de casi todo lo terrorífico que le pudieran echar por Internet y la televisión por cable, estaba ahora marcadamente aterrado, paralizado entre las sábanas de su cama. El cuarto estaba perfectamente a oscuras, con las tablillas de la persiana encajadas sin permitir que se filtrara hacia el interior de la habitación ningún atisbo de luz procedente del exterior nocturno, tanto del alumbrado público como del transcurrir del tráfico o el halo pálido y débil de la luna en fase creciente.
Hacía mucho frío. Temblaba de pies a cabeza. Estaba en pleno mes de julio, y en el exterior la temperatura era de casi treinta grados. Eso era incomprensible, de no ser por lo que había debajo del somier…
El piso era de alquiler y llevaba residiendo en él más de una década. Nunca había acontecido nada relevante o perturbador en su interior. Y de hecho siempre había conciliado el sueño con relativa facilidad. Pero esta noche era distinta al resto de sus noches precedentes. A la una de la madrugada continuaba sin poder pegar ojo. Se removía inquieto sobre el colchón. Estaba vestido con un boxer y una camiseta de tirantes de algodón. Era una vestimenta de lo más elemental para el calor que hacía. A partir de las dos su situación de triste insomnio quedó alterada por el descenso brusco de grados Celsius. En poco más de media hora la estancia estaba sumida en un frío aterrador. Y su cuerpo desgarbado y con ligero sobrepeso terminó por quedarse rígido, como si tuviera una especie de experiencia fuera del mismo, del estilo de los viajes astrales. Entonces notó que su pie derecho quedaba libre fuera de las sábanas, colgando sobre el borde del colchón. Quiso recuperar la sensibilidad de su anatomía, pero no había forma de poder movilizar los miembros. Estaba completamente inmóvil. Su respiración se aceleró. Sus labios se separaron para expresar alguna palabra en voz alta que ejerciera de conjuro para anular su inmovilidad. Justo antes de que lo hiciese, percibió como algo le aferraba el pie por el tobillo, y con una brutalidad sobrehumana tironeó de él hasta introducirlo debajo de su cama.
Entonces…
– ¡No! ¿Quién eres? ¿Qué eres? – chilló en agonía, sintiendo el congelado suelo sobre su pecho, pues estaba tumbado boca abajo.
Quien estuviera encima de su espalda le hizo de comprimirse más contra las losas.
– ¿Que quién soy? – le llegó una voz dentro de su propia mente. – Considérame tu propio tormento. Habito en la sinrazón. Corroo el espíritu. Soy…

Connor estaba acurrucado en posición fetal encima de las sábanas revueltas de su cama. Eran las tres de la tarde. La persiana continuaba echada. Afuera lucía un sol esplendoroso. En el interior de su habitación, luchaba, confrontaba sus creencias básicas contra la cosa que le consumía dentro de su intelecto.
Sus ojos estaban en blanco. Hilillos de saliva blanquecina colgaban de las comisuras de sus labios. Tenía la camiseta desgarrada, con el pecho al descubierto y maltratado por incontables arañazos.
Dentro de la habitación continuaba haciendo un frío antinatural.
Igualmente otro tanto en el interior de su alma.
Musitaba palabras extrañas.
Blasfemaba.
Aunque en su comportamiento ya no era él mismo, pues aquella entidad le dominaba por completo, una pequeña porción que le quedaba de raciocinio clamaba por el fin de aquella posesión.
Lo peor es que vivía solo.
Nadie podría reclamar la liberación de su alma.
Las sombras se perpetuaron en aquel cuarto.
Y mientras padecía los tormentos, el diablo le hablaba dentro de su cabeza.
Y se reía y se mofaba.
– Ahora sí que tienes miedo, verdad – le dijo en más de una ocasión.
A Connor no le quedaba más remedio que reconocerlo.
Estaba consumido por el terror.