Escritos de Pesadilla

Desesperación

Bueno, por fin se ha marchado el trasto de Gurmesindo. Realmente, no tengo espíritu de niñera. Soy un solterón empedernido. Con mis soledades y mis egoísmos. Mis aficiones deleznables, y mi mal humor característico. Eso es lo que soy, y por algo vivo en este castillo, con la compañía de mis sirvientes.
Por cierto…
¡Harry!
Ah, ya llega mi reciente fichaje. El cuidador de las bestias. Y también mi bibliotecario personal, je je (aprovechando la época de crisis, y el desempleo abundante, le encomiendo más tareas de las que le corresponden en su contrato laboral).
– Sí, mi amo…
Te veo triste.
– Echo de menos a mi mujer, mi amo.
Ya, pero no creo que quiera recuperarte, más teniendo en cuenta tu confusión del día de San Valentín con el de Halloween.
– Ya. Bueno. No fue para tanto. Si ni siquiera la achicharré en la hoguera. Sólo fue una representación con mis colegas de los Ángeles del Infierno.
Bueno. Quien quiera ponerse al día con las desventuras de Harry, que lea el relato publicado el susodicho día de los enamorados, buf.
Veamos, Harry, mi sobrinete Gurmesindo me ha dejado mal sabor de boca al escribirme un relato, no de terror, si no de humor.
– Tiene usted un sobrino infumable. Ojalá lo atropelle un tren de alta velocidad.
Todo se andará. Deseo quitarme el regusto amargo que me ha dejado su terrible cuento, leyendo una historia más acorde con Escritos de Pesadilla. Así que acércate a la biblioteca y tráeme algo mínimamente interesante.
– Vale. Obedezco, aunque le recuerdo que soy el cuidador de los animales. Esto en teoría no forma parte de mis funciones. Por 300 euros mensuales a jornada completa, no pienso…
Calla, y haz lo que se te ordena. Si no, te despido. Hay quinientos criminales anhelando ocupar tu lugar.
Qué chico más solícito. Y rápido. Ahí viene con el relato.
– Aquí tiene, pedazo de… digo, mi amo.
Parece una historia interesante. Si me gusta, te doy la tarde libre.
– Como si quiere irse al infierno…
¿Decías algo, Harry?
– Nada, nada…

Era un llanto.
De desesperanza.
Representaba la derrota.
El fin de la demencia.
– ¿Dónde crees que vas? – le llegó la voz sibilina y repulsiva de Ácatos. – Hiciste el juramento. La firma lleva tu propia sangre. No puedes retractarte. Ni echarte atrás.
Caminaba a pasos presurosos. Por dondequiera que fuera, Ácatos le seguía.
Se alejaba de su hogar. No podía retornar a él. A su interior. A lo que en ello ahora moraba…
La gente le miraba al pasar entre tropezones por la multitud. Era de día en la gran urbe. La hora punta de la mañana en que los niños y los jóvenes iban a sus estudios y las personas mayores a sus ocupaciones laborales.
– No sufras más.
Se lo decía a sí mismo.
Sus zancadas eran amplias.
Pasó varios pasos de cebra sin preocuparse si había tráfico circulando en las inmediaciones. Recibió varios reproches de transeuntes a los que golpeaba con sus codos y sus manos.
Estaba ya desenfrenado.
– ¡Vuelve, bastardo! Sellaste el pacto – le chilló Ácatos, airado.
Era una locura.
En el momento de la pérdida de su mujer y sus dos hijitas en el accidente de autobús cuando viajaban a ver a los padres de su esposa, todas sus creencias religiosas dejaron de tener sentido. ¿De qué le servía tener un buen puesto en el equipo de redacción del periódico, si acababa de perder a lo más preciado de su vida? En un arrebato de locura, no quiso que se celebrara ningún funeral, ordenando simplemente la cremación de los restos de su familia en completa soledad.
Entonces llegó él.
En una ocasión, una compañera mejicana le dijo que él era una persona muy sensitiva, proclive a la percepción de ciertos fenómenos extrasensoriales. En aquel momento se rió con ganas. Seguro que tendría madera de un buen vidente, le dijo, sonriente. Meses después sucedió la tragedia. A los pocos días empezó a sentirse observado. Pensaba que sería algo propio del reciente duelo. Hasta que una tarde, en su dormitorio, se presentó aquella sombra profunda llamada Ácatos. No tenía forma humana ni de animal. Era informe. Le insinuó que podría hacerle recobrar vida a sus ancestros fallecidos. Todo a cambio de un contrato. La venta de su alma.
Firmó sin dudarlo. Susana. Elenita. Margarita. Su bella mujer y sus dos hijas. Las necesitaba de vuelta… Su propia sangre selló el pacto.
Pasaron las horas. Los días. Casi una semana. Ácatos no había cumplido, por tanto no le debía nada ni a él ni a su amo y señor de las sombras perpetuas…
Llegó una noche. Eran las once y media. Estaba terminando de cenar.
Fue cuando por fin regresaron.
Todos sus ancestros.
De generaciones anteriores.
En estado cadavérico y descompuesto.
Los abuelos.
Los tíos y tías.
Primos cercanos y lejanos.
Sus propios padres.
Susana.
Elenita.
Margarita.
Toda una generación de sus apellidos.

Continuaba caminando.
Entonces avistó el puente del ferrocarril. Con su pretil. Apresuró más su caminar. Se encaramó sobre el borde, dispuesto a caer al abismo. En ese instante se acercaba un tren mercancías.
– ¡Si mueres antes de tiempo, te haremos de sufrir lo inimaginable! Aún te necesitamos con vida para que hagas la misión que tenemos pensado encomendarte – le rugió Ácatos.
Pudo escuchar sus amenazas con claridad.
Poco le importaban.
Miró hacia abajo.
Calculó el instante en que pasaría la locomotora por debajo del ojo del puente, y con las pocas fuerzas que le quedaban, se impulsó hacia el frente, dejando caer su cuerpo al bendito vacío.