Escritos de Pesadilla

La maldición

¡Rayos! ¡Centellas!
¡Yo te maldigo, Dominique, por los cuernos corruptos de diez mil demonios caídos en desgracia! ¡Esto es un rincón del terror! ¡De la angustia galopante! ¡Del misterio insondable!
Es permisible colar de rondón algunas de mis creaciones de ciencia ficción, pero espaciándolas en el tiempo. ¿A quién se le ocurre publicar dos seguidas?
¡Y encima el segundo a mis espaldas, aprovechando que yo estaba ausente, acompañando en una cafetería transilvana en la hora del té a Madame Calva Ominosa y a su preciosa sobrinita, la señorita Rodolfina Chillidos!
Acércate, canalla, que voy a dejarte la espalda desollada con mi látigo de veinte colas.
¡ZAS! ¡ZAS! ¡ZAS!
– ¡Ay, mi señor! Que duele mucho. No podré tumbarme en un mes.
Así te servirá de escarmiento, caradura.
Y mientras te vas a curarte las heridas lacerantes con vinagre y sal gorda, procedo a entretener a mis recién llegados con una historia de terror…

Me llamo…
No importa. Es mejor dejarlo en el anonimato.
Me encuentro a solas en mi habitación del motel de carretera, alejado cincuenta millas del lugar de nuestro encuentro con la maga.
Se llama La Dama Altiva. Dispone de su local entre las barracas de tiro al blanco y el medidor de fuerza del mazo de la feria ambulante instalada en la ciudad por espacio de veinte días. Acudimos los tres a visitarla. Los nombres de mis amigos también me los reservo. Ya no merece la pena recordarlos.
Están ambos muertos.
Esta señora es una especie de adivinadora. Dice que lee el futuro. Es una mujer ya muy mayor y vestida con ropajes de lo más estrambótico. Hace una semana que la vimos. Entramos muy bebidos y con ganas de pasarlo bien a su costa. De principio nos negamos a pagarle por adelantado. La bruja se lo tomó con relativa naturalidad. Nos sentamos los tres enfrente de ella. No tenía ninguna mesa. Ni la bola de cristal que se supone que suele utilizarse en estos casos. Simplemente nos tocaba la frente con el revés de una de sus manos y nos decía la buenaventura. Ninguno la creímos. Es más, nos reímos en su cara y empezamos a destrozarle gran parte de los ornamentos arracimados en las estanterías de la diminuta estancia. La mujer se puso furiosa. Exigió que nos marcháramos de allí, eso si, previo pago de quince dólares por los servicios prestados. Uno de mis amigos le arrojó un resguardo usado de una de las atracciones que habíamos disfrutado antes de visitarla. La Dama Altiva se puso extremadamente arisca y nos sentenció a los tres con una frase:
“En cuanto os abandonéis al sueño, el despertar se os alejará para siempre.”
Abandonamos su local entre carcajadas.
Eso fue hace cosa de una semana exacta.
Cada uno de los tres nos fuimos a nuestras casas respectivas.
A pesar de haber bebido como un cosaco, me encontré muy desvelado y no pude pegar ojo.
A la mañana siguiente, me enteré de la muerte de mis dos amigos. Sus familiares me dijeron que se encontraban en perfecto estado al llegar a sus hogares, dejando aparte el hecho de que estuvieran borrachos, y ambos se acostaron sin problemas. Más una vez que se echaron a dormir, la muerte les rondó hasta el punto de no dejarles disfrutar del amanecer.
Los dos eran muy jóvenes. Veinte y veinticinco años.
No hay derecho. No se puede condenar a la muerte a personas con toda la vida por delante.
En mi caso, me mantengo al límite de mis fuerzas. Llevo insomne desde el día que tuvimos a mal visitar a La Dama Altiva. En el mismo día de las muertes de mis amigos, regresé a la feria, pero aquella extraña mujer ya no estaba disponible. Ni siquiera me permitieron verla aun rogándolo de rodillas y con el rostro en llanto.
Bebo café negro sin parar. Taza tras taza. También echo mano de las bebidas energéticas. Y me pincho las yemas de los dedos con alfileres.
Pero son siete días y siete noches sin haber dormido un ápice. Por eso me he alejado de mi casa. De mi familia.
De rendirme al sueño mortal, prefiero hacerlo lejos de mis seres queridos.
Pues se que en cuanto de la primera cabezada, mi vida se habrá apagado para siempre.