Escritos de Pesadilla

Estado febril

La semana pasada, quienes habitamos el castillo de Escritos de pesadilla, sufrimos un proceso catarral de tomo y lomo. Dominique estuvo muy cerca de dormir eternamente bajo una confortable manta de tierra apisonada, con una lápida reivindicativa de su máxima lealtad hacia su ominpotente amo y señor, o lo que es lo mismo, quien les habla. El cocinero Bogus Bogus tuvo un virus gástrico que le hizo de visitar el excusado más de cincuenta visitas diarias durante casi cuatro jornadas seguidas, perdiendo treinta kilos de golpe. Y yo mismo, tuve ambas cosas, más congestión nasal goteante y dolor de cabeza por haberseme ocurrido ver la televisión pública. En fin. Mejor correr un tupido velo. El siguiente relato guarda por ello gran relación con nuestros padecimientos. Espero que lo lean de cabo a rabo, y con él vean lo pernicioso que es ponerse uno malito de veras.
Empiecen. Yo, mientras, me pongo a saltar a la comba. Ahora estoy recuperando la forma física…

38ºC. Malestar general.

Rupert Morris empezó con los primeros síntomas catarrales en el propio trabajo. El inicio fue un ligero cosquilleo de garganta, para luego ir progresando a lo largo de la tediosa jornada revisando pautas de comportamiento de la inteligencia artificial en la pantalla de su ordenador con pesadez de ojos y congestión nasal. Nada más terminar con los scripts de una misión de transición, se abrigó abotonándose la pelliza hasta el cuello, yendo en pos del transporte público. Estando esperando sentado en la parada del autobús urbano, su deseo era llegar cuanto antes a casa, tomarse una sopa de sobre, automedicarse con un par de aspirinas y meterse en la cama bajo dos mantas hasta el día siguiente.
Y así hizo. La fiebre y el cansancio supremo que sentía sobre cada músculo del cuerpo facilitaron su descanso en la comodidad del lecho.

39ºC (pirexia) Abundantes sudores, con palpitaciones.

Cuando se despertó a las siete y media de la mañana, se sentía sumamente débil y enfermo. Estaba sudando copiosamente, sintiendo la camiseta adherida al torso por la humedad de la transpiración. Supo que no eran los síntomas de un simple catarro, si no más posiblemente los de una gripe.
Sentado medio mareado sobre el borde de la cama, alargó el brazo para recoger el teléfono inalámbrico de la mesilla de noche, para acto seguido marcar el número de la empresa donde trabajaba. Les comunicó que sintiéndolo mucho, no se encontraba en condiciones de poder acudir debido a su precario estado de salud. Sus mandos superiores fueron muy comprensivos, otorgándole unos días de descanso, deseándole una pronta recuperación.
Rupert hizo un esfuerzo notorio para levantarse de la cama y dirigirse a tumbos, apoyándose con las manos en las paredes, hacia la cocina. Se preparó un té con leche más el acompañamiento de unas galletas con pepitas de chocolate. Tenía el estómago vacío, y era conveniente que comiese algo antes de tomarse la medicación. Una vez hecho todo, regresó al dormitorio, se cambió la ropa interior y se introdujo en la cama, acurrucándose bajo las mantas, dejándose llevar por los efluvios de la fiebre y las ganas de dormir.

40ºC. Mareos, deshidratación, debilidad, náuseas, vómitos, dolor de cabeza y sudor profundo.

Rupert Morris residía en un pequeño apartamento de cincuenta metros cuadrados, ubicado en la quinta planta de un edificio común de la avenida Glenford Norte. Era vivienda suficiente para un hombre soltero, sin compromiso y sin vida social disipada en exceso. Tenía unos pocos amigos, con los que se limitaba a relacionarse en algún que otro bar o local de comida rápida. Sus padres y restantes hermanos vivían en estados diferentes, reuniéndose cuando llegaban las fechas navideñas.
Así que cuando el bueno de Rupert estaba indispuesto, como en esta ocasión, debía de cuidarse él solito, sin esperar ayuda de la familia o una supuesta novia preocupada por su salud, cosa que no era el caso.
En su segundo día de ausencia justificada al trabajo, su estado no sólo no remitía, sino que cada vez se sentía peor. No tenía ningún apetito ni deseos de beber nada. Tiritaba y sudaba. Tenía un fuerte dolor de cabeza y un dolor de barriga que iba a conllevar una más que posible descomposición. Las ocasiones en que podía incorporarse a duras penas para ir al baño y tomarse la temperatura, el registro del termómetro le marcaba una cifra cada vez más preocupante.
Pero estaba tan debilitado, y con tantas ganas de reposo, que en vez de luchar contra su atonía por llamar a urgencias, se metía en la cama, como si con dormir bastara para pasar la terrible fiebre que estaba padeciendo.

41ºC. Estado de Urgencia. Al paciente se le acentúan todos los síntomas anteriores, acompañado de delirios, alucinaciones y somnolencia.

El teléfono sonó a las nueve y media de la mañana. Rupert estaba bañado en sudor, tratando de situarse. Buscó la mesilla de noche con la mirada extraviada, pero no encontró el aparato. Vagamente recordó haberlo dejado encima de la encimera de la cocina.
Supuso que sería alguien del trabajo, preocupado por su estado de salud.
Se removió lentamente bajo las mantas. Estaba muy débil. No tenía fuerzas.
La fiebre dichosa. Los virus y las bacterias del demonio.
La persiana de la ventana estaba bajada, pero no con firmeza, permitiendo que se tamizase la iluminación del día a través de las rendijas de las tablas, proyectándose contra la pared frontal donde estaba la puerta de la habitación. De esta manera, de forma indirecta, podía percibir el interior con cierta nitidez.
Fue estirando las piernas, tratando de recobrar cierta lucidez. Fue entonces cuando vio como algo parecido a una culebra se movía bajo las mantas. Rupert se sobresaltó, y con un acto reflejo de defensa, se apoyó contra la almohada con la ayuda de los codos, intentando alejarse del alcance del ofidio. Al hacerlo, apreció que desde debajo de la manta arrugada tan sólo se percibía el relieve de su pierna derecha. Horrorizado vio surgir el pie izquierdo sobre el borde de la cama, antes de deslizarse con el resto de la pierna, llegando al suelo y reptando por el mismo. Era una completa locura. La extremidad estaba desnuda al haber abandonado la pernera de su pijama, y fue recorriendo la distancia que le separaba de la cama al quicio de la puerta, para atravesarla y desaparecer en el pasillo subsiguiente.
Rupert fue perdiendo el conocimiento, hasta quedar rendido en la cama.

De vez en cuando se despertaba, pestañeando. Notaba las mantas y la almohada impregnadas del constante sudor que transpiraban los poros de su piel. Consternado, se removió con dificultad, notando que volvía a poseer ambas piernas. Se llevó una palma de la mano a la frente. La tenía ardiendo. Con la sensación de un clavo perforándole el cráneo.
Al recostarse contra el cabecero de la cama, vio la luz en forma de rayos perpendiculares proyectada contra el papel decorativo que cubría la pared frontal. La textura del papel estaba cediendo, y al poco, como si fuera la cera de una vela aplicada a la boca de un soplete, la pared al completo empezó a derretirse, acumulándose sus restos al pie de su cama.
Rupert se llevó los puños a los ojos y se frotó las legañas ahí depositadas, tratando de aclararse la vista. Las neblinas desaparecieron durante un pequeño intervalo de tiempo, dándose de cuenta que la pared seguía fija en su sitio, sin haberse alterado su estructura en absoluto.
Entonces notó que la lámpara del techo temblaba ligeramente, como si hubiera un movimiento sísmico que afectara a la región donde vivía. Desechó esta posibilidad en cuanto el techo en su conjunto empezó a descender sobre su cabeza. Rupert gritó, sacando el alma por la garganta, tapándose la cabeza bajo la almohada, incapaz de soportar la sola idea de morir aplastado como si estuviera atrapado dentro de una máquina trituradora de chatarra.
Respirando profusamente bajo la almohada, perdió nuevamente el conocimiento, sin deseos de vivir los escasos segundos que presumiblemente le quedaban antes de convertirse en un amasijo de carne, huesos y vísceras, empaquetado en su propia cama.
Cuando se desveló, ya era avanzada la tarde. El techo estaba en su sitio. Él estaba entero.
Los sudores.
Los deseos de vomitar le asaltaron, aunque tenía el estómago bien vacío.
Tenía que levantarse y dirigirse a la cocina. Estaba claro que lo que afectaba a su salud era otra cosa más preocupante que una simple gripe invernal. Cogería el maldito teléfono y llamaría a Urgencias para que le ingresaran en un hospital, y así le pusieran un tratamiento efectivo que lo salvara de ese sufrimiento.
A duras penas logró sentarse sobre el borde de la cama. El pijama y la ropa interior estaban asquerosamente empapados con sus infinitas gotas de sudor, exudadas por su organismo infectado.
Haciendo de tripas corazón, y tras tres intentos fallidos, se puso erguido. Su visión era borrosa. La habitación parecía una coctelera y él la mezcla de licores vertida en su interior. Dio unos pasos al frente, con riesgo de caída evidente. Fue avanzando, hasta que se detuvo frente al espejo de cuerpo entero de su armario ropero. Contempló su propia imagen reflejada en la superficie, y no se reconocía, del terrible aspecto que ofrecía. La placa de vidrio fue difuminando su copia fisonómica, oscureciéndose la superficie y emergiendo repentinamente unas especies de tentáculos de gran tamaño. Las ventosas buscaron un lugar donde poder aferrarse, tratando de atraparle y rodearle para integrarle en el fondo del espejo.
Rupert se puso a gatas, y avanzó por el resto del cuarto hasta abandonarlo y así afrontar la seguridad del pasillo principal del piso. Miró de soslayo, aliviado al comprobar que los horripilantes tentáculos cesaron en su empeño de perseguirle.
Ahora entrecerró los ojos, intentando ubicar el lado en que estaba la cocina.
Al fondo del pasillo se apreciaba la puerta de entrada a su apartamento.
Avanzó gateando con más pena que gloria, respirando con dificultad. Sintiendo nuevas arcadas. Toda su anatomía temblando como la gelatina.
Entonces el pasillo tuvo un cambio de perspectiva. Se fue alargando de manera interminable, quedando el quicio de la puerta de la cocina a varios metros de distancia, y la puerta principal del piso se perdía en la lejanía.
Rupert se concentró en tratar de llegar a cualquiera de los dos sitios. Cuando llevaba medio minuto abriéndose camino por el pasillo, este repentinamente se acortó y se encontró frente a la puerta abierta de su piso. A través de la jamba apreció el rellano de la quinta planta y el ascensor.
Rupert estaba decidido a huir de su casa. Enardecido por la fiebre, continuó con su recorrido hasta plantarse ante las puertas del ascensor. Apoyándose con las manos, fue incorporándose lo suficiente de pie para alcanzar el botón de llamada. El sonido del panel indicando que el compartimento estaba bajando le sumió en un estado de euforia desmedida.
En cuanto se abrieran las puertas, pulsaría el botón de la planta baja, y una vez allí, se dirigiría al puesto del conserje para que llamara al servicio de urgencias.
Expectante e impaciente, estuvo aguardando a la llegada del ascensor.
Estaba en el nivel de la séptima planta.
Ahora en el de la sexta.
El panel reflejó el número en fosforito de la quinta planta.
Las puertas se abrieron y Rupert Morris se resguardó en su interior…

El tema estaba claro para el oficial Simms. El afectado hizo caso omiso tanto a las cintas de seguridad colocadas frente a las puertas abiertas, como al cartel de peligro que rezaba: “ASCENSOR AVERÍADO”. Hacía dos días que habían fijado la cabina del aparato en el nivel del sótano para su reparación. Lo que no se explicaba era cómo las puertas respondieron a la llamada de Rupert, abriéndose y facilitando que este se precipitara mortalmente a través del hueco vacío del ascensor.
Encima, cuando habló con uno de los jefes del finado, este le remarcó que el infeliz muchacho llevaba tres días ausentes del trabajo por los efectos de una gripe.
“- Es una completa lástima” – le reconoció compungido el jefe de la empresa al policía. – “Rupert era nuestro mejor programador de videojuegos. Estaba supervisando los últimos detalles de nuestro próximo producto antes de lanzarlo al mercado. Un juego de acción en primera persona dentro del género del terror psicológico. En él, el personaje principal está afectado por una terrible enfermedad, que le hacer vivir todo tipo de espantosas alucinaciones que él cree creíbles desde el principio.”