Escritos de Pesadilla

La risa enfermiza

Bueno, tengo una admiradora que tiene una risa espontánea cuando le da. Es por ello que este minirelato va dedicado a Nikkita. Desde luego, no creo que logre conseguir carcajadas con el terrible argumento que en él expongo. El personaje principal del relato es un pelín controvertido cuando le da por reírse. Y el caso es que no le importa causar extrañeza en los demás cuando se troncha a mandíbula batiente. Desde luego, el empatizar con el vecindario no va con Edgar.

La risa no mitiga el dolor. Su presencia en todo tipo de comportamiento altamente inestable es síntoma de locura e irracionalidad.
Es un concepto que lo llevo claro desde hace meses.
Me presento. Soy Edgar Nails, y llevo medio mes fuera de la institución mental de Gillmore, en la cual estuve internado cinco años. Aparentemente estoy más sano. Pero me sigue perdiendo la risa.
Un ejemplo.
Si coges cualquier odioso animal doméstico, pongamos un gato. Encima que pertenezca a la venerable anciana vecina de la casa de al lado. Ella está sentada en su mecedora, tomando el sol, pues es el mediodía y la mujer ya tiene sus añitos. Echa de menos a su mascota. Está preocupada y la llama en voz alta por su ridículo nombre de “Pusquis”. Llegado ese caso de extrema desazón, le visita un mocoso de doce años. Lleva una caja de cartón del tamaño de poder contener una televisión de quince pulgadas. Es un crío conflictivo de unos vecinos cercanos, al que le he pagado quince dólares por entregarle la caja a la mujer mayor. El crío se marcha, mientras la mujer abre la caja sin levantarse de su mecedora. La tiene colocada sobre el regazo.
No tarda en quedarse petrificada por el horror. Su rostro ajado se descompone. Empieza a percibir funestas palpitaciones nerviosas en la frente y el pecho.
Dentro de la caja están los restos de su añorado gatito pasados por la picadora.
Primero lo fui troceando cachito a cachito con un machete, hasta luego dejarlo de esa manera más desmenuzado.
Y yo me río.
Ja ja ja ja.
La mujer está al borde de un colapso. Tiene la dichosa fortuna que su nieta está en casa, y al verla tan desmejorada, sin reparar aún en el contenido de la caja, llama a urgencias.
La ambulancia no tarda en llegar. Quince minutos.
En cuanto entran los enfermeros, disimuladamente me arrimo al vehículo y en un periquete rajo dos de las ruedas de un mismo lado con una navaja multiusos que siempre llevo encima.
Al poco salen los enfermeros llevando a mi vecina sentada en la camilla plegable y con una mascarilla de oxígeno. Están tan preocupados por el estado de la señora, que en ningún momento se fijan lo desinfladas que están las dos ruedas que he acabado de acuchillar con saña. Cuando la montan en la parte trasera y empiezan a marcharse del vecindario, la ambulancia sale descontrolada al llevar el lado derecho en llantas vivas. Frena deprisa y corriendo, chocando frontalmente con un árbol. Los de la ambulancia se bajan maldiciendo al ver que alguien les ha hecho una gamberrada execrable. Abren las puertas traseras, inquietos por la salud de la anciana.
Cuando percibo que comentan que la están perdiendo…
me río.
Ja ja ja ja
Es una risa trastornada, pero no puedo remediarlo.
Un vecino me mira extrañado.
No entiende que me esté dando un ataque de risa.
Tampoco le tengo que dar explicaciones.
Hay risas alegres.
Risas tontas.
Y risas malsanas.