La Fisura (Capítulo Quinto).

V

            Sonia Mills, la recepcionista interina que atendía la oficina de la “Acqua Service Company”, recibió la llamada telefónica de un cliente desesperado, de voz desfallecida y susurrante como si lo hiciera desde la otra punta del país, pero no efectuaba la llamada desde la costa Este limitando con el paso fronterizo con Canadá, si no desde la urbanización de “Resting Place”, en lo más sureño de Idaho, paraje de lo más envidiado, modernista y aburguesado, emplazado en pleno cráter central del condado de Tucksville, con las erosionadas montañas Reddish circunvalándolo cual anillo saturnino.
            – Oficina central de “Acqua Service Company”. ¿En qué puedo servirle? – inició el protocolo telefónico la señorita Mills.
            – “Acqua Service”. ¿Está usted segura que lo es? ¡NO DEBO DE EQUIVOCARME!
            – Lo es, señor. Si es tan amable de decirme qué desea.
            – La piscina. La infernal piscina…
            – ¿Qué le ocurre a su piscina, señor? – la indiferencia de la recepcionista era notoria.
            – Hay algo allí, en el fondo, que no debería de estar. Muerde como si fuera una cría de cocodrilo o un similar – la voz varonil transmitía el estado febril, enfermizo y casi fuera de control del interlocutor.
            – Señor, si no desea hacer uso de nuestros servicios, le ruego que cuelgue y deje la línea libre.
            El deseo de la recepcionista obró de forma milagrosa en el frenesí alucinador del sujeto anónimo que permanecía al otro lado de la conexión.
            ¡Si! este hizo un sonido sumamente desagradable, como si se estuviera sorbiendo las mucosidades con cierto deleite gastronómico. – Por supuesto que deseo solicitar los servicios de vuestros empleados.¡Y con urgencia!
            – ¿Qué desea, caballero? ¿Llenar o…?
            – ¡Vaciarla! – graznó el hombre, interrumpiéndola. – Es imperativo que quede vacía. Por completo. No quiero que quede ni una miserable gota. Más seca que un barril de cerveza en una despedida de solteros.
            – ¿Podría en tal caso facilitarme la dirección?
            – Ajá.
            El cliente le dio la dirección. Sonia la apuntó con letra gruesa e inclinada hacia la derecha en la agenda de demanda de servicios diarios. Toda la operación se desarrolló lindante con la quietud. El hombre carraspeó una vez, y la punta del bolígrafo “Bic” se apretaba contra la cuartilla de papel reciclado.
            – Lo habrá apuntado bien, ¿verdad? – se interesó el hombre con una sombra de duda en el momento que dejó de percibir el sonido rasgado del bolígrafo.
            – Sí, señor. Calle Hardy Lane, número 125. Resting Place. Condado de Tucksville. A nombre del señor Code.
            – Perfecto.
            “¿Vendrán pronto, verdad? Se lo imploro. Asegúreme que sus empleados estarán aquí para esta misma mañana.
            Sonia bufó, apartando los labios del auricular. Consultó los servicios pendientes en la agenda. No había ninguna otra piscina o estanque en espera de ser atendida antes que la de “Resting Place”.
            – Se personarán allí en una hora o en hora y media a tardar como mucho, señor.
            Lograba percibir el jadeo casi perruno del señor Code.
            – ¿Me ha oído, señor?
            – Si. Y créame, ahora me encuentro más tranquilo. Más sereno. Además, en el instante que tenga la piscina vacía, sacaré la cosa que se esconde allí abajo, y la mataré a hachazos. Lo juro por mi madre.
            – Señor…
            – Liquidaré a esa alimaña por el bien de la civilización humana. La destriparé, exponiendo sus restos al sol. Así ya no me causará más problemas.
            – Adiós, señor – decidió cortar la comunicación con el cliente la señorita Mills.
            En los últimos cinco segundos de contacto telefónico con aquel hombre atormentado, la palabra matar continuó desfilando por el micrófono del receptor.
            Matar.
            Matar.
            Matar.
            Sonia Mills se olvidó rápidamente del tema, y aunque hubiera sido conveniente haber informado del contenido de tan macabra conversación al ayudante del sheriff Gorham, lo desechó, argumentando que la posible sinrazón del señor Code se debía más a una previsible resaca de alucinógenos que al fulgor de una locura psicopática desarrollada en sí en el umbral de su ya máximo apogeo dañino cerebral…


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